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LA MEMORIA COMO REFUGIO Y SORTILEGIO
Puertas Adentro, de Elizabeth Acuña Anfossi. Ediciones Kultrún, Valdivia, 2016, 112 páginas.
Por Bernardo González Koppmann
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“Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo
de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos.”
Jorge Luis Borges
Elizabeth Acuña Anfossi (Chillán, 1946), autora de Puertas Adentro, el poemario que en esta oportunidad presentamos, es, además, una escritora que ha dado a luz dos o tres libros notables de buen puño y mejor letra. Dice en la solapa de su última obra: “En 1993 publica su primer libro de poesía, Letra Chica, y en 2001 el primero de relatos, Primera Persona. Más tarde, en 2002, reunirá varios años de trabajo poético en el volumen Acta de Independencia. En 2009 publica La Mujer del César, Primer Premio del Concurso Regional de Poesía Centro Cultural Bosque Nativo y Gobierno Regional de los Lagos”. Elizabeth retorna ahora a la ciudad de sus primeros sueños, donde vive la infancia y la adolescencia, aquí, en una época - aquella bella época - que apenas empezaba a vislumbrar los estragos de la post modernidad, y vuelve hoy a Talca porque quiere presentar sus memorias en el lugar donde reposan sus seres queridos, lo que, en definitiva, sella un sentido de pertenencia irrefutable. Bertolt Brech nos precisa esta idea en uno de los epígrafes: “Me parezco al que llevaba un ladrillo consigo para / mostrar al mundo como era su casa.” Esa, creo, es la intención profunda de este libro.
Estos 23 relatos breves nos reencantan con aquella vida provinciana de los años 60, lapso o período que marcaría a fuego no sólo a la juventud de entonces, sino a la humanidad entera durante bastantes décadas más. Hechos como el viaje del hombre a la luna, la guerra de Vietnam, la revolución cubana, el hipismo existencial irresponsablemente bello y liberador, la irrupción de los anticonceptivos, la invasión de los electro domésticos, de la televisión especialmente, los asesinatos de Martin Luther King, John Kennedy, Ernesto Ché Guevara, Marilyn Monroe, la espasmódica aparición del rock and roll, Bill Haley, los Beatles, la nueva ola, la nueva canción chilena, Neruda, Violeta Parra, Allende, Víctor Jara, entre otros tantos y tantos sucesos históricos, respondían fehacientemente al paradigma de entonces: “Seamos realistas; pidamos lo imposible”, acuñado por los manifestantes estudiantiles de aquel estremecedor mayo de 1968 en la Sorbona de Paris. A partir de entonces, las murallas de todas las ciudades de los cinco continentes se llenaron de slogans: “Paren el mundo que me quiero bajar.”; “Los que hacen las revoluciones a medias no hacen más que cavar sus propias tumbas.”; “El patrón te necesita, tú no necesitas al patrón.”; “Trabajador: Tienes 25 años, pero tu sindicato es del siglo pasado.”; “Están comprando tu felicidad. Róbala.”, y otros, muchos otros manifiestos íntimos y sociales, que darían forma a esa contingencia que vendría a cambiar para siempre la mirada bucólica y tradicional que se tenía sobre la manera de ser, las costumbres y las leyendas pueblerinas y campesinas que alimentaban el imaginario de los habitantes del centro sur de Chile, lugar donde se desarrollan e insertan, precisamente, las aventuras y desventuras del entrañable libro que hoy presentamos, Puertas Adentro. No agregaremos en esta disertación el golpe de Estado, la globalización y la dictadura financiera que hoy vivimos, amén de una corrupción galopante a todo nivel, porque eso es harina de otro costal, como diría el profeta.
Elizabeth Acuña Anfossi, antes de emigrar a Santiago, donde estudia periodismo en la Universidad de Chile; antes de trabajar en Tocopilla para el diario El Popular de Antofagasta, la perla del norte, hasta 1973; antes de radicarse definitivamente en Osorno, donde colabora como corresponsal de Las Últimas Noticias; antes de publicar tres libros de poemas y un libro de relatos; antes de ejercer como jefa de Extensión Cultural de la Ilustre Municipalidad de Osorno; antes, mucho antes, cuando vivía en Talca, acumula sueños, medita, ensaya y se equivoca, insiste y sin prisa alguna va atesorando experiencias cotidianas, usanzas familiares y del entorno social más directo que la impregnan de un fuerte amor al terruño, a las costumbres de sus antepasados y a las tradiciones más genuinas vividas en su hábitat maulino.
En estos 23 relatos, los que conforman Puertas Adentro, la autora nos revela con un lenguaje directo y transparente aquellas experiencias de vida que van esculpiendo emotiva, sicológica e intelectualmente su identidad personal. Nos relata anécdotas de su primera infancia y pubertad que lindan entre la inocencia y la precocidad, límites maravillosos para vivir con toda libertad las sorpresas de cada día, provista ella de una capacidad de asombro inusitada. Así nos narra, por ejemplo, los juegos infantiles en el patio de su casa: “Allá en el patio del fondo bajo la estricta vigilancia de la abuela, jugábamos al circo y éramos héroes del equilibrio entre las altas ramas del viejo aromo que nos sostuvo unas veces y otras nos lanzó al vacío sin red.” p.12. “El segundo patio de la casa era un espacio inmenso donde desarrollábamos la imaginación con objetos en desuso. Mi hermano mayor armaba un micro con cajones como asientos, un lavatorio como manubrio y hacía recorridos interminables, estático frente al volante. Mi hermana instalaba un negocio con bebidas y golosinas sacadas a escondidas de la cocina y mis otros hermanos eran unos bandoleros que saqueaban la mercadería y corrían a caballo por el oeste, cabalgando con unas escobas dadas de baja. Yo instalaba un pupitre frente a las hileras de lirios y hacía clases a las flores que ignoraban por completo las materias que yo leía desde un descomunal cuaderno de contabilidad que papá había botado a la basura. Nuestro hermano pequeño era un constructor de sofisticados caminos y puentes, un tranquilo inventor de sistemas de alarmas y de conexiones intrincadas que le ahorraban la molestia de parase a abrir las puertas. Un día, investigando algún tipo de combustión, incendió el colchón de su cama y pudo haber convertido la casa entera en una pira.” p.49.
Al leer y meditar estas inocentes confidencias nos parece bastante acertado relacionar estos relatos con La Comarca del Jazmín, del poeta rancagüino Óscar Castro, por el arrobador encanto y pureza que destila al ir descubriendo su universo primero y fundamental en los rincones de un hogar provinciano y silvestre. También estos escritos nos rememoran el embeleso de Azorín, ese español universal de la Generación del 98 que describía con total maestría los gestos, miradas, objetos, usos y costumbres de los pueblos rurales de España. Emma Jauch, cuya presencia tutelar nos acompaña en esta sala que lleva su nombre, también cultivó con sagacidad, humor y una fina y mordaz ironía femenina este género del relato breve con De cernícalos y otras plumas y,especialmente, con su inolvidable Remembranzas y Olvidanzas, editados por la casa de estudios que en estos momentos nos acoge. Qué decir, también a modo de ejemplo, del libro Arte de vida, de nuestro premio nacional Efraín Barquero, donde nos narra el despertar de sus sentidos adolescentes vagando por el cerro Mutrún, la desembocadura del Maule o por la infinitas playas de Constitución. Imperdonable sería no mencionar aquí a González Vera con esa joya minúscula y preciosa de la literatura chilena llamada Alhué, confidencias de una aldea ruborosa, cándida, completamente digna en su retiro y lejanía de toda pompa o boato. Bueno, como vamos viendo, las muestras de la literatura de esta índole, de esta escritura de la evocación, se multiplican. ¿Recuerdan el libro El amante, de Margarite Duras? ¿Resuenan en sus oídos Confieso que he vivido o Vivir para contarla, solo por hacer referencia a dos obras memorables de este sello y cuño, de este estilo memorístico, escritas por Neruda y García Márquez? Basten estas pruebas para demostrar la vigencia de tales argumentos y temas en la literatura de todos los tiempos.
Elizabeth Acuña Anfossi nos sorprende ahora con este conjunto de confesiones de sus primeras vivencias, escritas con la madurez y sabiduría de una mujer que consagró su vida a conocer el alma humana a través de una praxis que, podríamos decir, encontró su cimiento en el amor al prójimo o en el compañerismo, sin abandonar nunca su capacidad de divagar, meditar e imaginar: “El tiempo me haría saber que las cosas que soñamos son las que con más frecuencias nos suceden.” p.56. Recorren estas páginas de punta a punta personajes entrañables como la abuela materna, con ciertos aires de condesa y un carácter de los mil demonios, aunque en el fondo la reconocemos buena y querendona. “La abuela era la encargada de mantener la disciplina hogareña. Si alguno de los muchachos trasgredía las normas impuestas por ella, descargaba su furia sobre la espalda del culpable, ayudada por un siempre presto chicote de suela.” p.50. “La abuela nos amaba, es verdad, pero mis hermanos mayores eran demasiado traviesos para su educación ‘a la antigua’ y todos pagábamos el costo de las travesuras.” p.44. Otros personajes que nos absorben, nos cautivan, además de sus hermanos y padres, fueron Lucrecia, la niña gitana, y Felicidad, retoño de una prima lejana, golpeada por la vida y los avatares de la existencia. Estas dos historias nos conmueven profundamente por la humanidad y solidaridad que demuestra esta familia talquina con los sufrientes de la tierra, compromiso que Elizabeth no abandonaría jamás en su lucha por la defensa de los más débiles. Esas enseñanzas, como vivencias infusas, las experimentó en un hogar que siempre le tendió la mano al menesteroso. En el caso de Lucrecia nos hallamos en presencia de una criatura que llega a las puertas de la casa en un día de lluvia torrencial, muerta de hambre, pidiendo una ayuda que no tardó en recibir de la familia. Incluso, y esto es notable, “la niña Lucrecia bebió del pecho de mi madre toda la leche que necesitó para sobrevivir durante su primer mes de vida.” p.32. Pero el gesto no termina ahí, sino que además la adoptan como ahijada. Lamentablemente, Lucrecia fallece a los 15 años de edad en un accidente carretero en la ruta Cinco Sur. “Los compadres gitanos nunca más volvieron a pisar la ciudad, pero nosotros siempre mantuvimos el contacto; hasta el día de hoy, cuando vemos alguna gitana vieja, mamá se acerca a preguntarle por los pasos de su comadre.” p.33. Impresionante testimonio de solidaridad.
La segunda anécdota que mucho nos sobrecoge es la historia de Felicidad, una muchachita huérfana rescatada de un orfanato en Talca, a quien la abuela la lleva a vivir a casa con el buen propósito de criarla como su compañera de vejez. Sin embargo, la muchacha, pese a integrarse relativamente bien con la familia, de vez en cuando sentía el profundo llamado de la selva, lo que le trajo no pocos inconveniente a la abuelita. Cito textual: “El poderoso encanto olfativo que emanaba de esta niña silenciosa, era una arma de doble filo: mientras más enamoraba a los hombres, más palizas le daba la abuela. Hasta que, cansada del inútil esfuerzo de hacer de ella una doncella, decidió entregársela a su padre… y al predecible destino que le esperaba.” p.62. Felicidad, a pesar de todo, logra superar los imprevistos de la vida; se casa y enviuda dos o tres veces, entre otros acontecimientos que el viento se llevó. Después de muchos años, porque la vida nos da sorpresas, Felicidad se reencuentra con la madre de Elizabeth, nuestra autora, en un cementerio. “Recordó con cariño a la abuela, preguntó por cada uno de nosotros, se despidió prometiendo que visitaría a mamá algún día, y luego su figura corpulenta se alejó entre las tumbas. Tras de sí, mezclado con el olor de las flores, quedó el inconfundible aroma de la Felicidad.” p.63. Frente a estos dos casos conmovedores, por la bondad y sencillez de los protagonistas, y a unas cuantas revelaciones más que por la naturaleza acotada de esta exposición no comento ahora, me permito aseverar que la buena literatura, como la presente, sin duda alguna nos hace mejores seres humanos, mejores personas.
Elizabeth Acuña Anfossi, además del embrujo que significó para su alma infantil ese hogar, esos seres queridos y esos tamaños gestos de solidaridad que aquí nos narra, también hace mención a veraneos en Corralones, donde experimenta la salvaje vida de la montaña; nos habla de platos típicos, postres, bebidas y mermeladas preparadas en las horas felices por manos prodigiosas; nos relata el paso de la infancia a la pubertad con las concebidas peripecias que la edad nos presenta, desafíos a la timidez y a lo extraño del mundo adulto que se avecina, las modas, el primer par de zapatos de taco alto, el hechizo de la radio, de las flores, de las aves, de los animales, de los primeros amores y uno que otro secretillo contado al oído del lector, como confidente privilegiado. Todo ello va plasmando, hoja a hoja, capítulo a capítulo, un mundo armónico construido a escala humana donde había tiempo y espacio para soñar, cantar, bailar, leer, escribir y amar con todos los sentidos abiertos a la vida.
Para ir terminando esta presentación, inexcusable resultaría no hacer mención al primer acercamiento que tuvo la autora con el libro, la lectura y la escritura. Ocurrió cuando ella era muy pequeña, y lo narra así: “La alegría de mi primer libro lo tuve a los siete años y es uno de los recuerdos más poderosos que tengo de esos tiempos. Papá lo trajo de Santiago y cuando desenvolví los papeles y toqué su tapa dura, ilustrada, brillante y acaricié las hojas satinadas, llenas de dibujos y con letras grandes, sentí que ese amor a primera vista lo sentiría por todos los libros que se cruzaran en mi vida. Se titulaba Mangocho1, de editorial Nascimento, y narraba las desventuras de un niño de nueve años en la soledad de una casa donde no habían otros niños y la madre estaba ausente… Las ilustraciones eran tan lindas que alegraban la vista y el corazón. No recuerdo claramente el final, pero creo que no importa porque yo imaginaba el final cada vez que suspendía la lectura… ¿Cuántas veces lo leí? Todas las veces que, en un año, una niña triste echa de menos a su mamá. Diría que lo gasté de tanto hojearlo, que no pude conservarlo como testimonio de mi acercamiento a la lectura porque el libro se deshizo en mis manos. También podría decir que yo reescribí muchas veces el libro, que añadía situaciones agradables para el protagonista; que le escribía cartas amistosas cuando él quedada castigado en su dormitorio y que, a veces, me iba conversando con Mangocho rumbo a la escuela. Ese año fue el más triste de toda mi vida y pienso con nostalgia que, sin Mangocho, habría sido un tormento insoportable”. p.44.
Gracias, Elizabeth Acuña Anfossi, por estas páginas encantadoras de tu memoria emotiva llenas de poesía, de ensueños, nostalgias y utopías; gracias por tu entrega anónima y desinteresada en la lucha por promover los derechos de las personas, vayas por donde vayas; gracias por estar aquí entre nosotros entregando a la comunidad talquina - y al país entero - este libro y tu ejemplo de escritora comprometida con el alma humana. Sin personas como tú y sin libros como éstos nuestras vidas, consumidas por el ajetreo de un mundo inhóspito y cruel, serían “un tormento insoportable”. Creo que Mangocho debe estar muy orgulloso de su compañera de infancia, ¿verdad, Elizabeth? Muchas gracias.
Sala Emma Jauch, Universidad de Talca, 24 de noviembre de 2016.
Nota: 1 Constancio Cecilio Vigil, escritor uruguayo de literatura infantil, creador de la famosa revista Billiken, fue el autor del libro de cuentos para niños Mangocho. Fallece en 1954, en Buenos Aires, Argentina.