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El sufrimiento en el amor y el espacio reflexivo.
Presentación de La Cabaña del Monje de Bernardo González Koppman

Por Patricio Serey

 




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Un libro tiene tantas entradas como salidas, cosa que nos permite a los especuladores la libertad de interpretación a la hora de enfrentar un texto y decir algo medianamente inteligible de ellos. Antes que nada puedo decir que los libros de Bernardo Gonzáles Koppman, por ejemplo, ya sean en su faceta social, erótica, como silvestre y material, por no redundar en decir lárica, siempre me remiten a la idea de una lira bien afinada; un trabajo finamente artesanal con las palabras; porque la escritura también es un trabajo manual, “un trabajo manual de la mente, como instalar cañerías”[1], arar la tierra, crear un artefacto de greda o una joya de plata. “Uno empieza a escribir. Uno termina. Uno vuelve a empezar.”[2] Y uno escribe y reescribe sobre los mismos materiales, propios o ajenos, en una espiral creativa necesariamente interminable. Y Bernardo no es la excepción a la regla, pues nadie que escriba lo es, o más bien nadie que escriba lo debiera ser.

Dicho esto me detengo en algunos  aspectos que llamaron la atención en mi lectura de “La Cabaña del Monje”, de Bernardo, editado este año 2015 por la microeditorial maulina “Helena Ediciones”. La primera es la idea del amor y la muerte, no tanto en su aspecto erótico, como ya nos había acostumbrado en sus entregas anteriores el autor, sino como la paradoja, como un concepto indisoluble (El Eros unido al Pathos), “el amor como una tempestad de emociones que somete el Yo”, que es capaz de sacar lo más noble, a la vez que puede exaltar las tendencias criminales más bajas anidadas en cada uno de nosotros. Bastaría hacer un listado de cuanto crimen se han cometido en nombre del amor, de cuanta muerte irracional le ronda, porque ese amor luminoso que puede unir a los amantes necesariamente liga también la parte más oscura y enferma de los individuos[3].

Aldo Caratenuto, en su libro Eros y Pathos, el sufrimiento en el amor, hace referencia a una antiquísima historia árabe, recontada por el poeta persa Nezami, que cuenta la historia de un joven príncipe, de nombre Qeys (nombre que proviene de una palabra asociada con la idea de mesura), se enamora de la hermosa Leyla (que significa noche o oscuridad). Cuando su amor es obstaculizado por un tercero, el príncipe se vuelve loco, quedando prisionero de un delirio amoroso que lo obliga a rondar durante años el desierto cerca del campamento de su amada hasta que finalmente encuentra la muerte. La leyenda de este príncipe es recordada en medio oriente como la del “loco de amor”.  Conocida esta antigua historia, acaecida hace miles de años, los que alguna vez hemos rondado en la oscuridad la casa de alguna ex con la idea fija de aniquilar al “otro”, de poseerla nuevamente con la vergonzosa certeza de estar perdiendo la cordura, podemos quedar con la conciencia tranquila de no haber sido los primeros.

Volviendo al texto de Bernardo González, y para graficar de alguna forma este aspecto en “La Cabaña del Monje” basta con remitirse al epígrafe que da inicio al primer capítulo del libro, La canción de Urías. El epígrafe es un extracto bíblico que relata el momento en que el buen rey David ve, desde la terraza de su casa,  bañándose, a lo lejos, a la bella Betsabé, esposa de Urías el hitita, un valeroso capitán de su ejército. El rey queda prendado de la hermosa Betsabé, y haciendo caso omiso de las rígidas leyes hebreas (no desearás la mujer de tu prójimo) manda a Urías al frente de una batalla imposible de ganar, para una vez muerto, seducir u obligar a su mujer a quedarse con él. O sea, un asesinato indirecto “por amor”, por posesión.  Si bien, hasta ahora, me he centrado en el aspecto más bien psicopático del amor, el punto de vista del loco de amor,  acá el autor intenta redimir ese aspecto patológico en la figura más bien “inocente”[4] de Urías, el esposo engañado por su mujer y asesinado por el amante de ésta. En los primeros poemas de este capítulo el hablante, representado por la máscara de Urías, intenta comprender, en aquel limbo solitario en la puerta de la muerte, su sino, re-significando melancólicamente el valor de las cosas simples que siempre le han rodeado pero ha dejado de ver; Cito: Aquí, con la condena / de quedar otra vez / temblando en el camino / atrapasueños / para volver a creer / en los membrillos / en las ciruelas / en las matas de papa / de una huerta de Chonchi / Aquí hojeando un libro / con los zapatos rotos / con las llaves perdidas (de Atrapasueños) o Sentado al amparo de ánimas en pena / al fondo del patio, meditando en lo que no tengo / y tengo, oigo como caen duraznos desde el cielo (de El secreto que no queríamos oír).

Al contrario del príncipe Qeys, que pasa años en el desierto rondando la carpa de su ex con la sola idea de recuperarla a cualquier precio (tanto que finalmente ésta fijación lo enloquece y lo mata), este moderno Urías asume su condición de esposo engañado y herido de muerte (metafísica en este caso) y reflexiona. Producto de esta reflexión Urías primero acepta su condición. Cito: Ahora iré tañendo mis cuerdas empolvadas / donde quieran llevarme los vientos de la tarde / Betsabé es otra herida que acaso iré olvidando /para encontrar minucias, gestos que había dejado /guardados en el fondo de la memoria (de Urías se abraza a las raíces de un cedro, y expira). Y luego urías perdona. cito: Adiós, Bestsabé mía, hija de mis quebrantos /aquí tendido me voy a otra luz, a otro canto /que en tu vientre se aloje la sabiduría; siente /que no crié rencor, mas sueña que te contemplo /bañándote en mis aguas, pececito de nácar/ (de Urías se despide de su amada).

En el texto, la muerte está representada por el vacío dejado por la desaparición del cuerpo del otro, el desamor. Pero aquella soledad, producto del abandono del amor, pasa rápidamente del rencor a la introspección y reflexión profunda. Urías (un soldado obsesionado con la guerra, la ley, y su lealtad al Rey, en la historia bíblica) podría representar a cuanto ser humano sumido en el ajetreo mundano de la vida pequeñoburguesa, representada por la obsesión con el trabajo asalariado, el éxito y el consumo, que olvida que es humano, un ser social, que tiene historia y familia, que es un ser que ama más allá de las obligatoriedad marital. De ahí que el engaño, representado acá por la historia de Urías, Betsabé y el rey David, pueda ser la deriva natural de esta vida desmesurada y desligada de lo espiritual. De ahí también que la esperanza se encuentre en la sabiduría encontrada por Urías en la precariedad, en el abandono del cuerpo después del desengaño, el sufrimiento y la muerte, en esa vieja herida dónde abreva el canto.

Y es a raíz de este sufrimiento que surge también otro hombre, un nuevo Urías podríamos decir, símbolo también de la madurez alcanzada por la aceptación, por medio de la meditación, de los acontecimientos  adversos. En este sentido el primer poema que abre el libro como un Pórtico, como simbólicamente lo llamó el autor, adelanta ya la maduración de esta introversión, pero también el inicio del duelo. Cito:  Definitivamente, no quiero leer en las cantinas / ni con megáfono en mano en un paseo público/ …Yo sólo quiero leer mirando al infinito/ …como un herido a muerte cogido de tu mano.

 Si comparásemos superficialmente este primer capítulo con los dos siguientes (La Cabaña del Monje y La Hierba del Barraco y el poema Epílogo) podríamos concluir tal vez que estamos leyendo tres formas poéticas disímiles de Bernardo, cuyo único hilo conductor tal vez sea su forma “arcaica”, clara, de abordar el lenguaje poético, asumiendo esa vieja escuela naturalista y festiva, que recuerdan a los Tratados del bosque de Juvencio Valle o a los Cantos Materiales Nerudianos, la poesía social rusa, y en especial esa mezcla de poesía, fe católica y revolución, tan característica del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pero interpretando más allá de lo evidente, La Cabaña del Monje me parece también un continuo: la catástrofe física, psicológica y espiritual, seguida del viaje iniciático, del retiro espiritual al desierto bíblico, a la cordillera y al bosque, como en el Walden de Thoreau, el Pan de Hamsum, la antigua poesía oriental, todo para reencontrarse con lo básico, lo simple, los muertos, con lo que nos atormenta, con uno mismo; continuo que lo aleja de ser solo un conjunto de poemas meramente anecdóticos y autobiográficos, como suelen ser los poemarios que tratan temas relacionados con las tragedias del amor o el viaje.

Mención aparte es el trabajo sistemático que han llevado a cabo durante los últimos años algunos escritores del Maule, especialmente alrededor de la figura de Alejandro Lavín (1937-2012), el monje de esta cabaña, suerte de maestro zen, alfarero, poeta y montañero, que en conjunto con González y Felipe Moncada (este último especialmente con su libro Silvestre, Ed. Inubicalistas 2015) han dado buena cuenta que escribir sobre (y en) la montaña es más que la mera preocupación paisajística y ecológica neojipi, más que una actitud lírica, es una (quizá la mejor) forma de resistencia (como en la poesía mapuche) a esta cosa negra de allá “fuera” que nos tiene hechos mierda acá “dentro”. 

Dicho esto termino con un extracto del poema “Epílogo” del libro que ya con su título resume lo antes dicho: “Ya tengo la lentitud de las montañas”. Cito: Ya tengo la lentitud del que viene llagando a casa / después de mucho tiempo a la intemperie/…Antes de rastrearnos, de olernos, de reconocernos / brindemos por este momento, Compañera: /quizá nunca estuvimos tan felices / como cuando nos divisamos a lo lejos, esta tarde / con el presentimiento que poco tenemos ya que hacer / entre gestos que intentan llegar rápido a lo desconocido / que hay que poner la tranca a lo precipitado /en fin, que el daño se ha transformado en la humilde alegría / de tenderse cansado a la vera del camino / con la mansedumbre de las hierbas. 

Valparaíso, diciembre de 2015.

 

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Notas

[1] John Gregory Dunne, citado por Rodrigo Fresán en su raro libro Trabajos Manuales.

[2] Idem a la anterior.

[3] Eros y Pathos, Matices del sufrimiento en el amor, Aldo Caratenuto. Cuatro vientos Editorial, 1994. 

[4] Habría que pensar a Urías como en un esposo trabajólico, que abandona por largos periodos a su amada, “empujando” a esta al supuesto engaño.          

 



 



 

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De amor, sufrimiento y cordilleras nunca es suficiente.
Texto presentación de “La Cabaña del Monje”, Helena Ediciones, Talca, 68 páginas, de Bernardo González Koppmann
Por Patricio Serey