Los 34 obispos católicos de Chile acaban de redactar una carta abierta a los hombres y mujeres de buena voluntad, referente a la propuesta constitucional y la consulta de salida que se nos avecina, publicada ésta el viernes 22 de julio del presente año 2022.
En los primeros párrafos, los obispos reconocen de partida una cuestión candente: que “el texto propuesto no ha concitado una aceptación amplia y transversal” de la ciudadanía. Y, por lo mismo, añaden, “ofrecemos nuestras orientaciones para iluminar desde la Palabra de Dios la conciencia de todos, especialmente a quienes profesan la fe cristiana”. Dicen hacerlo “desde la Doctrina Social de la Iglesia, que se funda sobre principios y valores esenciales para establecer un orden social justo. El primero de esos principios es la dignidad de la persona humana, seguido de otros como el bien común, la subsidiaridad y la solidaridad, además de otros principios derivados, y de valores como la verdad, la libertad, la justicia, la paz y la caridad”. Todo muy bien hasta ahí.
Luego, la Conferencia Episcopal disecciona la carta magna y la separa en temas opinables (el sistema político y administrativo), en temas que le parecen aceptables (derechos sociales, del medio ambiente y reconocimiento de los pueblos originarios) y en otros donde manifiesta su total rechazo (aborto, eutanasia, familia, libertad de enseñanza, derecho a la educación y libertad religiosa). Sobre estos últimos quisiera referirme, especialmente a los fundamentos que emplea para condenar dichos asuntos.
Respecto al art. 61 (derechos sexuales y reproductivos) los obispos argumentan que “introduce el aborto, y lo hace en el nivel normativo más alto, el constitucional”, siendo “esta norma la disposición de mayor gravedad moral contenida en el proyecto constitucional”. A continuación, exponen sus fundamentos teológicos, a los que adhiero profundamente. La vida es el valor superior. Eso no merece dudas. Mi discrepancia es otra. El art. 61 dice claramente que el Estado garantiza “la interrupción voluntaria del embarazo”, sin obligar a nadie a tomar esa medida extrema. El Estado no hace un llamado al aborto libre, como pareciera que lo entendieran los obispos y la derecha fundamentalista; sin más, debe prestar atención médica y humanitaria a mujeres que decidieron abortar “voluntariamente”, vaya a saber uno porqué dolorosas circunstancias, cosa que se realiza diariamente en todos los estratos sociales de nuestra sociedad. El espíritu de esta norma es dejar de criminalizar dicha acción, porque estamos en presencia de un drama social existente que urge atenuar. Esa en la realidad que hay que evangelizar en nuestro país, mientras se educa progresivamente a la población en una sexualidad integral, asunto al que también se han negado los sectores más conservadores del país, aduciendo una cierta libertad de enseñanza que nunca se ha pretendido coaptar. Jesús nos exige como cristianos prestar ayuda a los que sufren, porque los sanos no necesitan médicos. Chile no es un país desarrollado en muchas materias, y en el tema sexual hay un mundo que avanzar para que desaparezca el aborto y tengamos tiempo, espacio y recursos para formar una familia como Dios manda; por el momento la gente vive mal y se las arregla como puede. Este tema hay que mirarlo más ampliamente, revisando las variantes económicas, sociales, culturales y también religiosas que han conformado un país desigual, discriminador, patriarcal y racista. Debemos avanzar en todos esos aspectos, y así la “interrupción voluntaria del embarazo” es muy probable que disminuya. Este mismo razonamiento aplica para el derecho a una muerte digna o eutanasia. Así, dando estos desafortunados argumentos, en el punto 13 de la carta, los obispos llaman explícitamente al rechazo, lo que considero inapropiado e inoportuno, tensionando al pueblo cristiano que debiera discernir en conciencia, libremente. Cito: “En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, ni participar en una campaña a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto”.
Al tratar el tema de la familia, la carta de nuestros pastores la considera como “un valor esencial no sólo para la Iglesia, sino para toda la sociedad”. Absolutamente de acuerdo. Pero a renglón seguido añade que la Nueva Constitución “manifiesta un afán inclusivo que termina por desfigurar la naturaleza de la familia”. ¿Cuál es este “afán inclusivo”? Simplemente, que en su normativa (art. 10) se amplía el concepto de familia al hablar de “familias en sus diversas formas, expresiones y modos de vida, sin restringirlas a vínculos exclusivamente filiativos o sanguíneos”. Es la misma actitud que tuvo Jesús (hijo de madre soltera, con un padre no biológico) frente a sus discípulos, cuando les adoctrinó, diciendo: “Mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. Para Jesús sólo bastaba el amor para formar una familia. En otra ocasión reprende a unos saduceos, que no creían en la resurrección, quienes le preguntan por el futuro de la familia: “Ustedes están equivocados porque no saben lo que dicen las escrituras ni conocen el poder de Dios. Cuando la gente resucite, no se casarán, sino que todos serán como los ángeles del cielo”. Con esa piedad deberíamos considerar nosotros, como cristianos y mientras llegan tiempos mejores, a las diversidades sexuales. Respecto al feminismo o “ideología de género” es considerada, por la mayoría de los ciudadanos, como una causa justa y noble dado el patriarcado y el machismo consuetudinario que impera en nuestra cultura. El padre Mariano Puga decía proféticamente que “no considerarse feminista es considerarse inhumano”. La inclusión no debe considerarse como un peligro para la familia, ni para nadie.
Otro asunto que los obispos no perciben con la meridiana claridad que sí lo hacen grandes masas de cristianos es la lectura de los signos de los tiempos, el cambio de paradigma que experimenta el mundo occidental, donde el neoliberalismo ha provocado daños severos al medio ambiente, exacerbados por la obtención de materias primas para multiplicar una producción enceguecida tras la comercialización, el consumo y la cultura del descarte. Las encíclicas “Laudato Sí” y “Fratelli Tutti”, del Papa Francisco, son incuestionables al respecto. Y esta Nueva Constitución apunta en esa dirección, precisamente; aboga por pasar de un Estado “subsidiario” neoliberal a un Estado “solidario”, donde los derechos sociales (Salud, Educación, Medio Ambiente, Cultura, Vivienda, etc.) sean un servicio público más que un negocio; la Educación y la Salud deben dejar de ser en Chile bienes de consumo, por ejemplo. Nuestros pastores en esta carta defienden -equivocadamente, a mi humilde parecer- la subsidiariedad, aduciendo que los emprendedores deben recibir financiamiento estatal, además, esgrimen, el Estado debiera “integrar, respetar y ayudar a sostener la acción colaborativa de múltiples iniciativas privadas que tienen objetivos sociales en muy diversos campos”. Olvidan, inexplicablemente, el uso y abuso que hicieron y siguen haciendo tantos empresarios que han lucrando a destajo de dichos subsidios estatales. Ese pecado se llama usura.
Consiguiente con el tema anterior, hace bien la Nueva Constitución en asumir la Educación Pública como un derecho social inalienable, gratuita y con financiamiento basal. Se respeta la libertad de enseñanza para que las familias elijan el establecimiento que quieran, e incluso que instalen sus propios centros educativos, si así lo precisan, pero, básicamente, sin financiamiento estatal puesto que es un emprendimiento personal o confesional. Los obispos no están de acuerdo con este punto aduciendo que sí debiera haber financiamiento a los particulares. Yo diría que, para ciertas tareas más íntimas y personales, Dios provee, y en abundancia cuando la obra es honesta, pero, para la mayoría de la población que no tiene acceso a la Educación Privada, el Estado debe asegurarles Educación Pública, y de calidad, y ahí invertir sus recursos. Lo mismo en Salud, Vivienda, Cultura, Deportes, etc. Es importante no confundirse en eso.
Finalmente, a la Conferencia Episcopal le “parece que el sistema establecido para dar reconocimiento jurídico a las confesiones, deja en mano de órganos administrativos su existencia o supresión, lo cual puede poner en peligro el pleno ejercicio de la libertad religiosa”. Estimo que este es un temor injustificado, dado que la fe y la religiosidad popular están fuertemente arraigadas al ethos de nuestras comunidades. Por lo demás, el art. 67 dice claramente que “el Estado reconoce la espiritualidad como un elemento esencial del ser humano”, y si alguna aprensión o desconfianza existiera se puede seguir dialogando democrática y ecuménicamente, a la manera de Jesús: “Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
En conclusión, la Nueva Constitución es una carta magna genuina, auténtica, que fue escrita por convencionales elegidos democráticamente por la ciudadanía, además, recoge las necesidades de la gente común y corriente; podría redactarse mejor, mejorarse, hacerla más fácil de leer, en fin, pero en lo esencial apunta hacia la dirección correcta. Es lo mejor que le ha pasado a Chile en toda su historia republicana. Que así sea.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Meditaciones en torno a carta de los obispos sobre la Nueva Constitución
Por Bernardo González Koppmann