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Un anhelo de religar:
Cantos del bastón. Obra poética, 1981-2021,
de Bernardo González Koppmann

Por Carlos Henrickson


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La poesía en Chile, desde su momento inicial de modernidad a través de la pluma de Pedro Antonio González, no ha dejado de enunciar a viva voz una voluntad de vanguardia. Es probable que tenga que ver con los desbarajustes simbólicos que surgen desde la fragilidad identitaria (un país en que han coexistido, como masas culturalmente separadas, clases sociales sin siquiera una visión histórica común) que no dejan de generar una ansiedad de horizontes nuevos en los estratos cultos, siempre frágiles de contenido propio, y de algún modo obligados a dar saltos en el vacío a riesgo de la más total parálisis conservadora. Como soporte de este argumento cabe mencionar la emergencia vanguardista del último par de años (post-estallido y post-pandemia), que a diferencia de la sólida experimentación llevada a cabo desde hace dos décadas, recae ahora en el afán de imitación de prácticas como la poesía visual o la instalación multimedial por parte de artistas sin real experiencia técnica y que derrochan espontaneísmo.

En nuestro arte y a lo largo de nuestra geografía, en todo caso, sí coexisten los tiempos, y menos mal. Por ello, una retaguardia estética bien fundamentada guarda aún una validez propia, y particularmente cuando se trata de religar con un anhelo de síntesis estética, y lo digo a propósito de Cantos del Bastón. Obra Poética, 1981-2021 (Talca: Helena Ediciones, 2021), colección que rescata en su conjunto la extensa escritura de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), desde el cuadernillo Catacumbas (Talca: Departamento de Pastoral Juvenil, Obispado de Talca, 1981) hasta Monasterio de Quilvo (Talca: Helena Ediciones, 2021).

El autor, en reiteradas ocasiones a lo largo de su obra, apela a la sencillez como uno de los valores fundamentales de su escritura, en oposición a visiones eurocéntricas e intelectualistas del arte. No obstante, lo que deja el recorrer las 328 páginas del volumen no es precisamente la ingenuidad que pareciera desprenderse de esa sencillez. La poética de González Koppmann asume con plena intensidad un sentido religioso que está mucho más allá de la clara adscripción católica formal que se declara de manera abierta, y hasta ostentosa.

Lo religioso acá se desprende directamente del afán de síntesis estética entre humanidad y naturaleza. González defiende su anhelo de fusión integral con su entorno natural desde la actitud misma con que encara su diferencia con respecto al mundo. Se trata de un estado de escucha, de entrega, que le emparenta directamente con la mística franciscana en su aspecto “mundano”: la seguridad de que el contacto íntimo con lo trascendente se da a través de la materialidad misma, en una visión que roza un panteísmo decididamente heterodoxo desde el punto de vista teológico. Un poema de uno de sus primeros libros -Canción de la fogata, de Poemas simples, de 1984-, que lleva un epígrafe de Francisco de Asís -Lo mínimo mantiene- resulta dar índices clave:


La música silente
del inquieto madero
deja latiendo torpe
el poema del fuego

Es la hora del viaje
de los míseros leños
en la paz crepitante
del amoroso vuelo

Solo entonces someto
mis temores inciertos
y me duermo cansado
con un sueño ligero

Se deshojan las ramas
sobre mis pensamientos
mientras paso la noche
adorando en el sueño.

(p. 32)


La imagen del fuego redunda en el sentido de esa fusión -su viaje, su amoroso vuelo. La forma en que el hablante sitúa el momento del poema, no es la reflexión, sino un sueño ligero, que es además en sí una forma de adoración. Este estado pasivo es claramente elegido y no forzado, y el poema no presenta, por lo mismo, un quiebre radical en el cambio de estado emotivo de la persona, o de persistencia, en el caso del leño: asistimos a un proceso de continuidad dictado por la necesidad de dos procesos que se hacen análogos, la transfiguración de la madera y la puesta en (in)conciencia del escritor, que al fin se aplican a lo escrito como transfiguración de la realidad.

En resumen, la simpleza no es sencillamente una forma de escribir o una concepción sobre lo que la poesía puede ser en relación a sus temáticas, sino el reconocimiento de la solución que da lo único, lo unido, lointegrado, a la tragedia de lo diverso, lo separado.  

Esto impone la contemplación como operación esencial, que se superpone, en predominio, sobre la operación de composición del poema; esto es, que habilita a una poética fundada en imágenes que no desean inquietar, sino absorber fluidamente la atención del lector. Si bien González tiene como gesto reiterado la contemplación de la vida natural, su pleno impacto es logrado cuando se trata de la descripción de aldeas, o ciudades de provincia, y la defensa implícita de estas formas de vida llega al punto de que prácticamente no se presentan en su obra imágenes plenamente urbanas. En este sentido, resulta difícil no reconocer cierta filiación en los que propiamente Jorge Teillier llamó poetas del lar, que reconocen una validez radical en la búsqueda no del origen en cuanto naturaleza, sino más bien en la forma de vida que se sustenta sobre ese origen, que le es fiel. No obstante, si la influencia de esta tradición poética es visible incluso en las decisiones técnicas de sus textos en la primera etapa de su escritura, hay que decir que el sentido de la contemplación, al radicalizarse, acaba haciendo más compleja la transcripción de la experiencia. Por ejemplo, poemas en que el hablante se asume como ausente,


Huelo una vaina, y tordos voraces
caen al maizal mientras duermo la siesta...
Dónde fue que te vi, en qué camino?
Alguien pregunta por mí, y le dicen Se fue

(Canto que huele a vaina de peumo, en Memorias del agua, de 1999, p. 142),


o poemas en que el hablante presenta a otra voz como contenido sustancial del poema:


Antes de los primeros fríos, una noche
mirando la Cruz del Sur, el abuelo me dijo:
Aquí las nubes navegan a su antojo
las aguanieves se llevan los cartuchos vacíos
(...)
la muerte es hermosa como una cosecha, como
una carreta alejándose entre las nieblas del otoño...
Cuando el Viejo enmudece las estrellas se apagan
echa un leño al fueguito y principia a cebar

(Canto de la Cruz del Sur, en Cantos del Bastón, del 2002, p. 184)


El hablante se expresa así como un canal a través de quien otros hablan: la escritura es garante de la posibilidad de que sea el mundo el que se exprese a través de la transfiguración agente del escritor. El sujeto contemplador asume así una tensión que lo desubjetiviza, en su aspiración a ser canal, transcripción de un mundo. Este mundo, por otro lado, no quiere ser una cosmogonía abstracta: el mundo de lo vivido en González se ve intencionadamente limitado a un hábitat humano y social, situado incluso cronológica y geográficamente en la región del Maule. Con ello, junto con subrayar su simpleza programática, esta escritura puede plantearse un campo de juego mayor en cuanto profundidad, como se puede apreciar en la medida en que se avanza en la lectura y la fantasía popular -el canto ominoso de algunas aves, la “carga” fantástica de determinados parajes y plantas-, al mismo tiempo en que el aspecto material de la vida resalta en el lenguaje que González ha calibrado como un buen transmisor de lo real. Cabe señalar que, en cuanto lo dicho, la escritura puede variar desde formas relativamente simples de octosílabo, hasta verso libre de un aliento relativamente largo (sin llegar nunca al desborde del “versículo” rokhiano), planteándose distintas modalidades emocionales e intencionales en cada caso. En todas estas formas, González acostumbra mostrar un manejo avanzado de las posibilidades del verso, al momento de acceder a la temática que opone e intenciona la síntesis del hombre con el mundo que lo rodea, sea en el sentido de la naturaleza material como en la esfera trascendente que el autor identifica como la que aquella expresa.

Creo necesario plantear esto último, dado que existen vertientes, que yo considero secundarias, en la escritura de González; una que se encarga de manera específica de temas políticos, con respecto a la lucha contra la dictadura iniciada el 73 y la memoria y consecuencias de esta lucha; y otra que se refiere al amor, o más precisamente al erotismo. Si bien en ambas de estas vertientes se puede apreciar algunos momentos afortunados, en términos de composición quedan efectivamente como momentos menores, incluso en la disposición final de los poemas en cada uno de los libros.

¿Cuál es el lugar de una poética como la González Koppmann en el mapa de la producción literaria contemporánea en Chile? Es fácil responder: más allá del vistazo intencionado que genera estadísticas de posteos en redes sociales, no existe un mapa de la producción literaria actual de nuestro país. Las escrituras de provincia que han escogido ciertos anclajes específicos a la tradición escritural -y junto a la de González Koppmann, debo pensar también en la del también maulino Américo Reyes-, quedan ya no como anomalías de un inexistente sistema literario chileno, sino es que la misma existencia de estas escrituras demuestra la inexistencia de una posible lectura sistemática del conjunto orgánico de la actividad creativa nacional. En un entorno en que el país no se entiende ni se entenderá a sí mismo, es tranquilizador y agradable acceder a una poética que sí se comprende a sí misma y que sabe no ponerse obstáculos para llegar a su lector.



 

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