La soterrada luz de la hermandad
(Un breve apunte sobre Catacumbas, antología de poesía social de Bernardo González Koppmann,
Ediciones Inubicalistas).
Javier Aguirre Ortiz
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En estas galerías, en los sótanos de la dictadura, en el estacionamiento del mall -de la inhumana mueca del mercado- un paseante insiste en preservar la llama de la solidaridad. Insiste en cada gesto, se fija en cada signo de otra luz, de aquella luz tan simple que despertaba el gallo; "aún hay giles vitrineando", se ríe con palabras de otro compañero lúcido (Riedemann), pero bajo todas las amenazas, pese a la pobreza, ellos, los otros, guardan lo esencial, "No tienen celular ni TV cable, / rara vez van al supermercado / compran su ropa en los baratillos / pero andan tomados de la mano". Y en cada palabra se escucha el brillo casi olvidado de la alegría, un inmenso cielo abierto, gratuito, entregado por todos, gozoso, que se escondía en lo oscuro de las letrinas "Nunca necesité / drogas / café / ni cigarrillos / para escribir / salmos / en las letrinas". Y la palabra, que es palabra libre de poeta, ensanchada por el viento, traspasada por la luz, se adelgaza, no se regodea en sí misma, sino que nos lleva por un camino abierto, ajeno a lo trillado, y así sus caminos se confunden con el mundo: "Pero en las alas de una mosca / encuentro la libertad". Y prefiere las alas de los pájaros a lo libresco, como en "BIBLIOTECA NACIONAL": "Mientras leemos a los muertos / se me olvida el nombre de los pájaros". La poesía no está en la poesía. Este, es señores, un poeta despertador. Ha atravesado todos los dolores para entregarnos la alegría.