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“La caída del ángel negro”, una novela de amor en tiempos difíciles

Tomás J. Reyes, Zuramérica Ediciones & Publicaciones SA,
Santiago de Chile, 2020, 234 páginas.


Por Bernardo González Koppmann


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“No hay tiempo que perder, eres el último
de tu generación en apagar el sol
y convertirte en polvo.”
Enrique Lihn

 

I

Toda comunidad, como Talca o cualquier localidad chilena en los años 80 y 90, tuvo (y tiene) sus tribus urbanas o submundos ocultos con líderes carismáticos, algunos mesiánicos, otros perversos, pero, en su mayoría, inquietos, capaces y talentosos. Tal situación también se replicó, en este caso, en un típico barrio —llamado Paraíso— silencioso y monacal de una ciudad más tradicional que moderna, nombrada como San Cristóbal. En estricto rigor el arrabal corresponde, en la novela “La caída del ángel negro”, al mítico barrio Edén y la urbe en cuestión a la muy noble y leal ciudad del Piduco.

En resumidas cuentas, aquí nos topamos con la historia de un grupo de amigos preadolescentes congregados por un ángel negro en aquellos andurriales, quienes experimentan algunos ritos iniciático rodeados de una atmósfera rara, entre mística, gótica, neonazi y psicópata. Los hechos se desarrollan desde una inocente amistad entre dos niños de distintas clases sociales que se va tornando hosca y desagradable en la medida que uno de ellos pretende dominar al otro. De esta manera se irán involucrado en pequeños robos a vecinas distraídas, ingresos a recintos prohibidos, pasando por desordenes públicos en las apacibles calles del sector, hasta culminar con el acometimiento de dos sendos homicidios por el líder de la banda. En el intertanto se narra el desarrollo sicológico principalmente de los tres protagonistas del relato —Polo, Rubén y Flora— y los sitios más relevantes de barrio Paraíso que, paulatinamente, van desapareciendo debido a la modernidad que se deja caer por esos años tras el concepto de aldea global. Era el auge del neoliberalismo, hoy en franca crisis en nuestro país. Después de los crímenes perpetrados en el barrio y otras aberraciones, como veníamos diciendo, el grupo se dispersa y sólo 30 años después algunos vuelven a reencontrarse con sus vidas en distintas situaciones de crecimiento personal o estados de madurez. Polo, por ejemplo, se halla recluido en un siquiátrico en el sur de Chile, Flora en un convento de monjas en Argentina y Rubén ejerciendo de vendedor viajero acaba de retornar a su barrio de infancia desde la capital, donde se había trasladado con su madre para recuperar la paz perdida en la provincia.

II

Lo interesante de esta novela, a mi parecer, es la forma ingeniosa como se estructura la narración, el lenguaje coloquial utilizado y la trama que mantiene la tensión de principio a fin, con un desenlace cinematográfico.

Respecto a la composición y ordenamiento del libro, éste se divide en tres partes (“La torre del dragón”, “Los cuadernos de Flora” y “Rubén, Rubén”). “La torre del dragón” es un conjunto de 38 capítulos breves donde Rubén —el personaje principal, especie de niño inquieto e inocente que va descubriendo el mundo circundante con asombro y espanto— narra en primera persona su encuentro con Polo —muchacho esquizofrénico y perturbado—, la naciente amistad y consiguiente desencanto entre ambos, el fetichismo en carne propia (“Miré de reojo y volví a sentir la mirada agresiva de aquel retrato, sentí que estaba a punto de saltarme encima”), algo de tercas y trepidantes experiencias con fuerzas esotéricas y los primeros escarceos amorosos que sacuden su alma pueblerina. De vez en cuando un narrador en tercera persona pone orden en la cronología del relato, el cual salta y vuelve del pasado al presente y viceversa, utilizando el racconto y el flashback con pericia y acierto. 

Respecto al segundo apartado —“Los cuadernos de Flora”— es un interesante y sorpresivo quiebre de la narración que se venía desplegando, para incrustar en la novela largos fragmentos del diario de vida de una monja, quien, a su vez, también había participado en la pandilla de Polo. Flora era amiga íntima de Rubén, y tras un confuso incidente se aleja del barrio con su familia y nadie más supo nada de ellos por mucho tiempo, sumiendo a su joven enamorado en una profunda depresión. En el citado diario la hermana Verónica —nombre que la religiosa utiliza en el convento— va describiendo escenas de su escabroso pasado, contándonos página a página como va reconciliándose consigo misma y su entorno no con pocas dificultades, debilidades y uno que otro renuncio. Lo importante de este segmento es que la novela se torna ágil, dinámica, entretenida, otorgándoles de paso hondura psicológica a sus personajes.

En la última parte (“Rubén, Rubén”) se retoma la historia del barrio Paraíso interrumpida por “Los cuadernos de Flora” y en ella intercalan sus voces nuevamente Rubén y el mencionado narrador, pero, en esta oportunidad, Polo asume un papel protagónico y nos cuenta sobre su desgraciada vida, la desastrosa convivencia familiar y el dramático parricidio de su madre y hermana, víctimas de uno de sus momentos de locura, para, posteriormente, oír de propia confesión cómo se quema a lo bonzo “con una gran sonrisa irónica y sin un solo gemido de dolor”. Este apartado consta de los diez capítulos finales del libro, similares a los que encontramos en “La torre del dragón”. La novela termina con uno suceso que viene a darle sentido a todas las peripecias de Rubén y los sufrimientos de Flora. Ese desenlace se lo dejaremos como guinda de la torta al lector o lectora para que disfrute a concho este hermoso libro que, en la última frase, adquiere un vuelo definitivo.

III

Para ir terminando, dos reflexiones y una conclusión.

El lenguaje utilizado por Tomás J. Reyes en “La caída del ángel negro” denota un notable dominio de estilo y recursos literarios, además, de un acercamiento feliz a los lindes de la poesía. “Entraba un solitario rayo de luz desde una ventana pequeña en lo alto. Hipólito lo detuvo con la mano, quería guardarlo para sí, quería conjugar la oscuridad y la tristeza de aquel calabozo”. Detalles o hechos banales que, sin embargo, otorgan humanidad y templanza al relato; lo hacen verosímil, cercano, creíble, así las descripciones de los ambientes son precisas, certeras, lo cual denota conocimiento del mundo o del contexto que relata. Incluso, la sospecha que me asaltaba respecto a que algunos pasajes de la novela podrían ser autobiográficos, me las acaba de despejar por teléfono el autor. “Mitad y mitad”, me dijo. “Me bajé en el terminal y reconocí aquel olor particular de la ciudad, difícil de definir. Si me obligaran diría que es una mezcla de flores, frituras y leña quemada en invierno”. ¿Quién antes había definido el aroma de Talca?

Para concluir, sólo me resta decir que la escritura maciza, templada y tan personal que tenemos la ocasión de leer en esta novela de amor escrita en Talca —porque, fuera de ser una obra total que merodea los ámbitos del terror, lo sicologista, lo policíaco, lo místico, lo esotérico, lo erótico, lo social o costumbrista es, insisto, sobremanera, una novela amor— nos interpela, pero, asimismo, nos ratifica que toda buena literatura está construida en base a historias interrelacionadas, atingentes, interesantes, bellas, sean éstas reales o ficticias, las cuales nos otorgan la oportunidad de reencontrarnos con lo intrínsecamente humano, íntimo y entrañable de toda existencia, por humildes o altaneros que sus protagonistas sean. Al final del día, de una época o de la vida entera pareciera que la poesía todo lo ilumina.


Chonchi, 10 de febrero del 2021.



 

 

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