“¿Qué tal si rompemos un cuarzo petrificado para ver los árboles de otras eras?”
AMD
Alejandra Díaz Moya (Curepto, 1991) vuelve a zarandearnos suave y despiadadamente con su segundo libro, donde prosigue en la búsqueda metafísica —existencialista, psicologista, esotérica— que dé respuestas profundas a la realidad lacerante que disloca su mundo interior. Ya con “Depresión intermedia”, Litoraltura Ediciones, 2020, en su debut literario, nos había sorprendido gratamente con un cuaderno de notas, especie de diario de vida con incrustaciones de poemas, donde el protagonismo lo asume un hablante masculino que brega desprovisto del locus amoenus (la infancia, la aldea natal) en una búsqueda esquizoide de la humanidad en fuga por los barrios marginales de Talca, en un intento fallido por encontrar la armonía perdida en medio de lo absurdo de una contracultura posmoderna avasallante. Ahora, con “Lagunas de estación” nos ofrece, en 27 relatos divididos en dos partes (I, La casa de campo y II, Surco y destino) las entrañables y sabias conversaciones que mantuvo con Pablo, el hermano ausente, guardadas en su memoria emotiva, o hurgando en aquellas conexiones anímicas e inmateriales que se han venido reiterando desde la más tierna infancia hasta el momento de la inesperada separación, el duelo, la sanación y la hora presente.
Los dos libros de ADM se pueden leer como novelas autobiográficas, porque ambos desarrollan una trama muy personal, subjetiva, íntima, siempre en primerísima persona, aunque, asimismo, sus bien acotados capítulos se pueden transformar fácilmente en pequeños relatos aislados, únicos, independientes entre sí, casi apuntes minimalistas y espontáneos, bellos textos redactados en una prosa poética descarnada y sugerente, en un juego ambivalente entre lo culterano y lo popular. Valga añadir que, en el intento por crear un estilo original, la autora fusiona en su escritura distintos subgéneros (cartas, notas, apuntes, relatos, cuentos, novelas y poemas) sin tratar de imponer a nadie su propuesta literaria, dado que su verdad no se puede expresar de otra manera, sino de forma quebrada, fracturada, dislocada. Sus narraciones son confesiones personales, dolientes, a veces al borde mismo de la alucinación o el embeleso; en otras ocasiones su talante es más reposado, quieto, sereno, pero siempre revestido de un vuelo lírico que atrapa al lector por la calidad de la prosa y el verso, de la belleza, en suma, lejos de cualquier temple de ánimo improvisado, al desgaire.
En “Lagunas de estación” estamos frente a una prosa breve e intensa, cautivante, donde Alejandra resalta la impronta visceral de la infancia (la verdadera patria, según Rilke), habitada por espíritus o fantasmas que moran en la armonía del primer esplendor, quienes intentan fraternalmente cobijar a la doliente en su angustia citadina en el trastierro. Se vislumbra en esta escritura la presencia totémica, mítica, de lo esencial: el lugar de origen, la luz del amanecer en su ventana campesina, la raíz desnuda de la vida, en fin, la herida abierta y fragante haciéndose fundamento existencial para intentar superar el "vacío fértil", oxímoron justo y preciso para definir un emergente y rotundo universo poético, que, por lo demás, es la impronta o el sello de toda una generación que brega por recuperar la inmensa humanidad extraviada en una sociedad enferma de ansiedad, egoísmo y consumismo, donde se desechan los sentimientos más nobles, ancestrales, y el ethos (la identidad) se rifa al mejor postor.
El milagro -no encontré otra palabra más humilde- de crear un lenguaje vivo se produce aquí evocando desde plantas, gotas de rocío, bichitos entre las hojas, camarones, guarisapos, garzas rosillas inaugurando el atardecer, juguetes recuperados en el patio de la casa, hasta la evocación de sensaciones psicosomáticas en sus entrañas, cuando se hacía (caca) entretenida y asombrada como andaba en el descubrimiento del mundo, del cosmos, con esa mirada que sólo cabe en los ojos y en el alma de una niña de Calpún. Una Poesía de estas hechuras sorprende y se hace necesaria, imprescindible, a la hora de empezar a reconocernos, a reconciliarnos, con la plenitud y la hermosura de un ser que ama, que siente en el fondo de su vilipendiada naturaleza humana que aún respira y late ante la maravilla y el asombro de estar vivo.
Entremos altiro a fundamentar el arte poética de Alejandra Moya Díaz.
La naturaleza humana -cuando consigue armonizar lo corporal, emocional y espiritual- nos otorga enormes posibilidades de conocernos a nosotros mismos al momento de absorber la realidad en su contexto, más que en su pretexto. Esto se potencia cuando una persona ha desarrollado intensamente sus percepciones sensoriales, goza de un cuerpo sano y un sistema nervioso fuerte y templado. Nosotros, pobrecitos mortales, vamos a organizar para bien tales experiencias infusas captadas desde la niñez sólo en la medida que nos sostengamos en fundamentos sólidos, verdaderos, indestructibles y, si se quiere, eternos, llámese esto ciencia, filosofía, política, arte, religión o todas juntas como ocurre en algunos sujetos superdotados. Ahí, en estas arenas movedizas, es donde se van a manifestar nuestras individualidades y entrarán a tallar una infinidad de factores que nos conducirán a la lucidez plácida o a la locura, con toda su gama de posibilidades o depresiones intermedias. En el caso de AMD, ella pone sus fichas o arma sus paradigmas íntimos, su propuesta o visión de mundo, su universo poético, en suma, desde el vientre de su madre, del entorno rural mágico, desde la familia campesina, las expediciones al fondo de la tierra o a las profundidades de las galaxias, desde las leches de su nodriza, desde el río, el mar, las montañas, el horizonte y el puelche, sostenida en los prodigios precoces del organismo, sensaciones viscerales y erógenas que irá explorando en su propio cuerpo. Así mismo, echará mano, en la búsqueda de su propia personalidad, a una inteligencia y sagacidad inusual para captar la fenomenología circundante descrita, acudiendo prontamente -amén de seguir estudios académicos- a la música y a la poesía como recursos estéticos cardinales, donde se refugia de los acosos fundamentalistas, se reconoce plenamente mujer, íntegramente humana y recompone su alma sufriente cuando escribe un poema o musita una canción.
Sin embargo, cuesta arrastrar y mantener consigo toda esa carga emotiva, semántica y empírica de una bella época que se verá arrasada por temporales, sismos y epidemias, vaya donde vaya, porque duele el destete, el destierro o la pérdida de esa armonía original que fluía desde las cuevas de los camarones hasta la constelación de Escorpio. Irá nuestra poeta por los caminos de la vida sufriendo, entre gallos y medianoche, ajustes y regresiones, padeciendo lagunas de estación que inevitablemente secarán los vientos primaverales cargados de polen, quedando sobre el légamo el gozoso latido de nuevos brotes, frutos e hijos prolongando sus latidos, su karma y sus recuerdos de infancia más allá de las estrellas, donde se reconcilian las dudas con las certezas, los ángeles con los demonios y la vida con la muerte. Ese cúmulo de gratificaciones, miedos e incertidumbre seguirán manifestándose hasta el día del juicio final en presencias tutelares o ausencias insondables, encuentros y desencuentros que ella contempla, medita y anota con una sabiduría de vieja de aldea. Podríamos explayarnos haciendo referencia a ciertas experiencias mística o religiosas que se insinúan en algunos párrafos -como velatorios, rosarios, animitas, la fe del carbonero y los ritos de las beatas del lugar- prácticas que se vienen fusionando sincrónicamente a fuego lento entre el chamanismo y el cristianismo durante siglos, ampliando considerablemente las posibilidades de esta escritura.
AMD, de un tiempo a esta parte, se ha encaminado hacia una sólida y convincente propuesta literaria donde echa mano a múltiples recursos para construir un estilo propio. Celebramos y agradecemos, por ejemplo, el intertexto -donde hace mención a la música pop o rock pesado, así como también a la filmografía de suspenso, terror e intriga; menciona a escritoras existencialistas modernas y contemporáneas, a referentes científicos, señala culturas arcaicas, expresiones cotidianas del habla de la tribu, en fin, reintegra e incorpora a su registro todo lo que se mueve o respira-; asimismo, emplea el racconto y el flashback al momento de dialogar con Pablo, protagonista señero de “Lagunas de estación”. Innegable es la fuerte presencia de figuras o tropos como la hipérbole y la personificación de flores, bichitos, objetos amados y astros; también el oxímoron y, especialmente, la sinestesia, en la medida que va avanzando la novela, cuando apela a las experiencias sensoriales para trascender en su dolor, quizá apoyada en la mítica ayahuasca, un sorbito de fernet o en el sexo tántrico a la manera de los poetas chinos, que esperan milenios antes de probar la miel de los cálices y transformarse en flamenco o flor de loto.
Sin duda, un libro que cautiva. Se agradece a la autora por prolongar y enriquecer desde una mirada femenina la enorme tradición de poetas maulinos.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com “Lagunas de estación”, de Alejandra Moya Díaz, o prosas del dolor que sana
Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2023, 88 páginas
Por Bernardo González Koppmann