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Detrás de las costumbres me sentirás silbar
Presentación de La cabaña del Monje, de Bernardo González Koppmann,
Helena Ediciones, Talca, 68 págs., en Universidad de la Frontera, Temuco.

Por Cristian Cayupán






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Para abordar el último libro de Bernardo González Koppmann (Talca, 1957), es necesario, en primer término, dilucidar algunas pistas que se perfilan a lo largo de la obra y van configurando las claves que se evidencian, y otras veces se oculta misteriosamente, para entender el universo lírico alojado en La cabaña del Monje; enclaves que de repente están ahí emergiendo a los pies de la montaña para socializar un verso en algún refugio y,  otras veces, se esconden en lo más profundo del ser.

Como segundo punto, es necesario señalar que el libro se presenta en tres momentos: el primero, “La canción de Urías”; el segundo, “La cabaña del Monje”, y el último, “Hierba del barraco”.

Desde una lectura superficial se hace patente que la tendencia poética de Bernardo está familiarizada con una tradición fundamentalmente campesina, al más puro estilo criollo, donde se le puede vincular en una preferencia con la poesía de nuestro Juvencio Valle, Jorge Teillier, Jorge González Bastías y, por qué, no con Jaime Medina Cárdena y Alejandro Lavín, entre otros.
   
Jorge Teillier siempre nos resucita con su famoso prólogo “Sobre el mundo donde verdaderamente habito”, incluido en su antología Muertes y maravillas, en el que nos plantea que “la poesía es lo distinto al lenguaje convencional, por una parte, y por otra, lo ‘bello’, lo idealizado como las cuatro estaciones en los cuadros donde se aprende idioma”. Al decir del gran lárico, entonces, no existen barreras ni fronteras que dobleguen al lenguaje. Este es uno de esos casos.

Se considera que la poesía es una forma del lenguaje y del ser; es un ideal y un logro supremo de identidad, nobleza y esclarecimiento de lo real, incluso fundándolo y otorgándole sentido.[1] Hoy, González Koppmann nos suministra esta morada en la que podemos reposar y oxigenar la palabra; y te digo esto, Bernardo, porque “detrás de las costumbres me sentirás silbar” aunque sea el último verso de una poesía apenas susurrada, en un oscuro huerto, “tanteando los troncos de los árboles / las piedras mojadas de rocío / el mango de la pala que dejaste en el galpón / como un pámpano olvidado”.

El primer apartado, “La canción de Urías”, es una apertura al texto que se presenta como un capítulo disímil en lo formal a los dos posteriores en contexto -personajes, citas, epígrafe, metalingüística-, pero conservando lo más transparente de la poesía de Bernardo que es la sencillez del tratamiento depurado de la palabra poética.

Así, se advierte una concepción eminentemente judaico-cristiano; un pasaje casi litúrgico. Se evidencia esta directriz con personajes bíblicos citados a esta cabaña para llenarla de sabiduría, hermandad y complementar esa palabra escrita en la memoria del hombre a través de los siglos; citas como de San Juan de la Cruz, Samuel y el relato de David al conocer a Betsabé, la esposa de Urías, que en antiguo hebreo quiere decir Mi luz es Yahvé, denotan esta tendencia.

Son los desfases del tiempo, lo disociativo del primitivismo moderno, la reelaboración de su propia liturgia interior en esa procesión de la vida que cada uno sostiene con sus creencias. Nos aliamos con la memoria, otras veces nos enemistamos, y allí intentamos juntar los fragmentos que son útiles y necesarios  para construir nuestra identidad.
 
Entonces, Urías se despide de su amada, rompiendo el tópico, porque es necesario comenzar despidiéndose, y en una voz agónica, lastimada, dice: “Adiós, Betsabé mía, hija de mis quebrantos / aquí tendido me voy a otra luz, a otro canto / que en tu vientre se aloje la sabiduría”.

El fantasma de la muerte se presenta a poco andar en la lectura del primer capítulo y lo acompaña hasta expirar el mismo, cual procesión finamente hilada en la palabra que trasciende, esa palabra milenaria emparentada con el barro primigenio. El poema “Betsabé fue a una tumba / a llorar su desgracia” no es sino el epitafio de la vida, la cual debe sucumbir para volver a florecer de los retoños. 

González Koppmann se aleja del mundo funcional. ¿Acaso la poesía ha sido un lenguaje regular que nos proporciona objetividad? Por eso el vientre-matria de esta poesía está fundada eminentemente en axiomas propios del acto comunicativo del ser humano; esa epifanía que nos suministra un lenguaje no convencional, pero interiorizado en personas y sucesos eminentemente poéticos, polivalentes y significantes que bregan por decodificar en estos cantos el duelo y el dolor de Urías burlado por el rey David.

El segundo ítem lo ha titulado “La cabaña del Monje”, y es, -a mi parecer- la piedra angular de su propuesta escritural; cuanto menos, la piedra fundacional de esa cabaña construida con palabras sencillas para dar cobijo a los comensales. Así se puede dilucidar que es un homenaje al fallecido poeta y artesano Alejandro Lavín.  

Para los que conocemos la poesía de Bernardo es evidente la inclinación que tiene el poeta por la eco-poesía, con una fuerte tendencia del mundo campesino asociado al territorio maulino, así se testifica a lo largo de toda su trayectoria literaria y se reafirma en La cabaña del Monje como un elemento propio de ese universo expresivo y de su forma particular de relacionarse con la naturaleza. Así, el poeta quiere volver a cree en los membrillos, en las ciruelas, en las matas de papa; ve caer duraznos del cielo; pasea por el huerto de atrás como un grillo; cruza a caballo el Valle del Venado; ve zorros entre zarzamoras; otras veces, volátiles gaviotas, chercanes, gallos, mariposas, abejas. También lo reconocemos familiarizado al amparo de arbóreos y arbustos que componen el eco-mundo que habita: sauces, el gran pino, coigües, avellanos, entre otros.  

Extraigo del texto “Las viejas termitas se van con los escombros”, el siguiente fragmento:

“Cuando el dolor cae en densa niebla
a la agenda olvidada sobre el velador
y la ventana empañada se oscurece
como el carguero del ramal pasando por
un túnel, y del último día en la cabaña
del Monje bajo los avellanos no recordamos
sino el primer amanecer insomne
en este páramo escarchado…”

Aquí se perfilan patrones de convivencia emocional en que el sujeto poético e interlocutor hablante, válidamente arraigado en el mundo lírico  estimulado con una supra voz o desdoblamiento lingüístico, resplandece y despierta la vivacidad de actores restituyentes dentro de una misma enunciación, donde el receptor se convierte en una especie de emisor discursivo, provisto de un tono análogo, emparentado al poeta-autor.  En ello se vislumbra la sanación o reencuentro con el alma perdida enunciado en el primer momento.

El tercer capítulo denominado “Hierba del barraco” es la clausura de esta obra, pero también el epítome de lo que he expuesto con anterioridad. Llaman la atención dos piezas publicadas el año 2012 en la antología de poesía social Catacumbas; me refiero a los poemas “La frontera de lo irreal” y “Antes que se acabe el mundo”.

El primer poema -“La frontera de lo irreal”-, está orientado en la posibilidad más tangible de la imagen; esa ilusión que nos permite percibir y ver más allá de las fronteras objetivas. “La poesía obedece a un esfuerzo de inteligencia, a un control vigoroso de la sensibilidad y su expresión extrae al ser del sueño en que se agita. (…) Entonces, ¿qué sería la poesía? Nada más irreal que la existencia.”[2]

Bernardo nos señala en “La frontera de lo irreal” el modus operandi de todo su oficio: “los que bajo la escarcha hurgamos la leyenda perdida / el cuento con un final abierto”. Considero que en elloestá la médula del ejercicio y ceremonia metalingüística de González Koppmann. La leyenda perdida va tomando cierta acomodación o, bien, una especie de mutación según la recepción del observador, porque el texto se puede examinar desde la pérdida de un uso lingüístico con toda su riqueza mitológica, poética y filosófica o, además, desde la revitalización de las utopías y todo su modelo de construcción discursivo. Ese final abierto es la búsqueda de canales vigentes para la transición entre el objeto idealmente poético y la poética de lo imposible.

El individuo hablante despierta una preocupación mayor que lo lleva a recorrer ese mundo abstracto de la imagen poética a partir de la experiencia del mundo real, tangible, debido -en este libro- a sus innumerables viajes a sus montañas maulinas, andariego como los viejos poetas chinos, los bardos ciegos finlandeses o los machis ancestrales duchos en sabiduría a la intemperie, porque, ¿qué es la poesía sino un eterno viajar por senderos provisto de una soledad material que se intensifica en el poeta? Esa preocupación se observa, precisamente, en el poema “Antes que se acabe el mundo”; porque todos los días hay un mundo que empieza y termina en el hombre. Y nos dice Bernardo en un tono testimonial:

“Antes que se acabe el mundo
debo ir a la montaña a casa del alfarero
y hurgar entre sus trastos arrumados
hasta dar con el pez de piedra
que presagió el poeta chino
debo decirle al arriero que me lleve
por última vez a las vegas del volcán
porque ahí perdí el cuchillo de mi abuelo
a ver si lo encuentro debajo de la marca
que usé de cabecera; debo sentarme
junto a un viejo coigüe a meditar
puede que aparezcan tres añañucas
bajando la quebrada por una huella
de trumao. Antes del juicio final
intentaré conversar con el leñador…”

Acá se deja en evidencia lo que he expuesto con anterioridad: presencia del ornato, la biodiversidad o eco-poesía le acompaña a lo largo de toda su propuesta e inscripción poética; por otro lado, se advierte que el sujeto evocado, retratado, con el cual la criatura hablante dialoga modestamente, son personajes provincianos con los más variados y ancestrales oficios de la especie humana como es el alfarero, el leñador, el arriero, el talabartero, solo por nombrar algunos, a veces desdeñadas entidades que van materializando la sociolingüística de una poética humana, en una sintonía agreste que se nos da tan auténtica en esta poesía. Esa es la preocupación de González Koppmann, alcanzar a conversar con el alfarero antes de que se acabe ese oficio, ese mundo que evoca al barro ancestral y bíblico; compartir con el leñador esa palabra que sirve para calentarse.

Así, entonces, el poeta se despide diciéndonos “Ya tengo la lentitud de las montañas”, reconciliado con su entorno natural y consigo mismo.
 
Teorías literarias, vanguardias indulgentes, dogmatismos retóricos, cánones, críticos, lingüistas, académicos, periodistas, editores, lectores, profesores, alumnos, iniciados, cultores, bibliotecólogos, chamanes, entre otros,  tendrán algo más que de plantear sobre este libro, porque la poesía de Bernardo no es palabra estéril con cláusulas ni caducidad.

 

Temuco, 3 de noviembre de 2015.

 



Durante la presentación

 

 

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Notas

 [1] Gavilán, Ismael; “Digas la palabra que digas”; 2015; Ediciones Inubicalistas.

[2] Rosamel del Valle, citado en Alegría, F. (2007).

 

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Referencias consultada:

- Alegría, Fernando; 2007; Poesía chilena en el Siglo XX; Ediciones LAR, Literatura Americana Reunida.
- Gavilán, Ismael; “Digas la palabra que digas”; 2015; Ediciones Inubicalistas.
- Teillier, Jorge; 2005; Muertes y Maravillas; Editorial Universitaria. S.A., Segunda Edición.



 



 

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