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Escritura cocida a leña
Cristian Moyano Altamirano
(Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2014, 48 páginas)

Por Bernardo González Koppmann



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Un libro breve pero intenso es el que nos ofrenda Cristian Moyano [1] en su último trabajo “Todo cocido a leña”. En su conjunto son 24 textos, algunos apenas de cuatro o cinco versos, agrupados en tres apartados o capítulos (“Sueños de barros”, “Recuerdos de trigo” y “Vida de piedras”).

La escritura de Moyano presenta rasgos distintivos, que la hacen peculiar en el concierto poético chileno actual; a saber, resalta su simpleza extrema en la construcción de las imágenes, todas arraigadas semánticamente al quehacer artesanal, bordeando a veces lo prehistórico de la recolección, el arreo, el piso de tierra y el arado de palo. Utiliza el habla de la tribu en su variante rural, lo que nuestro autor se encarga de dejarlo bien claro y preciso; es el habla del campesino pobre que resiste a la invasión de la vida moderna con todos sus embelecos, modismos estos que pretenden despojarlo hasta del nombre originario de las cosas que ama. Así construye esta obra, con una temática que nos rememora a un tiempo pretérito donde los gestos humanos se enraizaban en los sueños de las materias elementales [2].

En el primer apartado, “Sueños de barros”, el autor se sitúa con todos sus pertrechos en el territorio de su canto, Quebrada de Alvarado [3], y relee la historia en “versos escritos en la pared de abobe”. A poco andar por esta propuesta el poeta nos despoja de un sopetón la mirada paternalista, romanticona o escapista de lo rústico arcaico que representan para los pijes citadinos las faenas humildes de su parentela. Creo que estamos frente a un realismo sucio rural, como queda de manifiesto en el poema “Vives en el campo”: “Todo no se puede en la vida. / Vives en el campo / pero igual los gatos de mierda / se mean y cagan dentro de las casas”. Hay un dejo escéptico, aunque no derrotista, en su visión de mundo; y es que no podría ser de otra manera, dada la ambición desmedida de turistas y parceleros acomodados que le echan el ojo a estas bellezas naturales para su afán y esparcimiento. Este cuerpo nos instala en los motivos esenciales de su Poesía.

En el segundo capítulo, llamado “Recuerdos de trigo”, encontramos la hermosura de lo auténtico en versos rotundos, consolidando definitivamente una escritura cocida a leña que trasciende con mucho el signo, la grafía; así, al adentrarnos en estas páginas vamos reconociendo paso a pasito vocablos llenos de significados y símbolos rupestres casi. Poesía de alto vuelo hallamos en este singular libro donde Moyano, o el hablante, nos pasea por la memoria viva de personajes que aún deambulan a pata pelá con la leyenda al apa. “Condenados”, “Huellas de infancia” o “Costumbres” son poemas que se incrustan en el paisaje y lo humanizan. Leamos de este cuerpo el texto “Los almacenes”, como ejemplo de lo anterior: “I) Los almacenes de pueblo se deshojan / como un sueldo mínimo en un supermercado. // II) Los almacenes de pueblo / te saludan, / te fían, / te preguntan por tu madre, / te dan una yapa. / Los supermercados / te piden el vuelto.” Moyano no ceja frente al abuso del sistema neoliberal, que nos envuelve como manzanas en papel mantequilla. Los invito a que reparemos en el poema “A la entrada de mi casa”, que viene a ilustrar lindamente nuestras aproximaciones teóricas: “A la entrada de mi casa / Jacinto armó un nido de pájaros / en una cantimplora de barro / hecha por las manos de la humanidad / igual que la casa / la  casa que intenta  tener su huerta / que intenta tener su viña / que intenta tener las cosas de una casa / la casa de barro / que intenta ser casa / que intenta vivir al ritmo de la casa // A la entrada de mi casa / Jacinto armó un nido de pájaros”.

De este modo parco, certero, al estilo de la poesía china clásica, donde el correlato objetivo nos muestra cosas, entidades, seres amados en su dimensión histórica atemporal, Moyano desenmascara el vacío existencial, la hipocresía y la ambición grotesca del bárbaro invasor mercantilista [4]. Imposible no relacionarlo con “El poema de las tierras pobres” de Jorge González Bastías, con Miguel Hernández, con más de algún poeta étnico, con el primer Efraín Barquero o con el último Antonio Gamoneda.

En la tercera parte del libro, “Vida de piedras”, nuestro autor, al igual como lo plasmara en “Silbo de afirmación en la aldea” el venerado poeta de Orihuela, nos despliega aquí toda una forma de ser campesino auténtico, toda una forma de ser campesino, toda una forma de ser… En este conjunto despeja firmemente las dudas, si es que aún quedara alguna, respecto a lo restituyente y definitivo de esta Poesía en estado natural. Es una propuesta que nos interpela a vivir inmersos en la verdad primigenia de lo elemental; es una respuesta estética al existencialismo nihilista de hombres y mujeres contemporáneos, entes desorientados, habitantes de un siglo XXI que se desbandan en tecnologías galopantes. En “Doña Ramona” encontramos estos versos que vienen, intuyo, a reafirmar lo dicho: “Con 93 años / vive en una casa de piso de tierra / y un manzano vivo dentro de ella // Compara las estaciones del año / con su vida / en el ciclo del manzano”.

En uno de los últimos poemas del libro, “Le pone el pecho Eusebio”, expresa: “Le pone el pecho Eusebio / le pone el pecho / con no vender su tierra / y seguir viviendo como vivían algunos antiguos / sin patrón ni ley / ni que lo bajen del caballo / y lo mandoneen como un perro / Le pone el pecho Eusebio / le pone el pecho”. Aquí se resuelve su queja y pasa esta Poesía y toda su propuesta a una fase superior de toma de conciencia histórica. He aquí una muestra de lenguaje poético en toda su plena madurez, como representación del cabal conocimiento antropomórfico del contexto y las circunstancias que lo constriñen y cuestionan como ser humano. El poeta descifra en estos versos los motivos profundos de su canto y de su vida entera, que no es otra que luchar por la tierra de sus antepasados para “seguir viviendo como vivían algunos antiguos” y defenderla contra viento y marea de la ambición desmedida de los afuerinos.

Creo que con lo dicho ya es bastante, pero quisiera terminar estas reflexiones con un par de ideas. Lo primero, reparar que con el hermoso poema “Viejos campesinos, con el cual el poeta Moyano se empieza a despedir del lector, nos lega toda una manera de enfrentar la vida y sus desafíos; es la certeza de una existencia plena, humana, trascendente que se revalida en sus manifestaciones culturales propias. Detengámonos un momento, por favor, a leer este texto: “Árboles muertos de pie, cargando la cruz de la nieve, / de viejas historias de palmatorias alumbrando la eternidad de las malezas, / sabiendo que debajo de las piedras / hay un pequeño mundo mágico / en donde nadie es dueño de nada. / Y en la copa de la palma / saben que ahí viven las águilas con las culebras, / desde esa cima dominan la campiña. / Viejos campesinos / que se reúnen a la sombra engreída e indomable de la vieja higuera, / sabiendo que a la vuelta de la esquina / está la muerte borracha  / que tratará de conquistarlos / con un cacho de buey burbujeando en chicha.” ¿Qué más les podría faltar a estos lugareños para ser felices, a pesar de los pesares? En esa pregunta están todas las respuestas, creo.

Y una segunda cosita, para concluir. Les sugiero que fijemos el ojo atentamente en lo que implica el rescate de la vida y sus expresiones cuando los objetos - y los gestos - se hacen a pulso, y se cuecen a fuego lento, a leña, a chamiza, a bosta. La plusvalía de esta escritura entonces se potencia, se dignifica, como el buen pipeño de rulo zarandeado en coligue o cuando la tortilla corredora se amasa en una cocina tiznada de la República de Andorra. Cristián Moyano ha levantado su propuesta desde la marginalidad ancestral, que por callada y humilde se ignora, plantando un árbol dentro de la Palabra; sin duda, pretensión literaria novedosa, rebosando ese canon al que nos tenía acostumbrado tanto texto seriado, cursi, hiperventilado, crudo. Y se agradece.

Quedamos, entonces, más que complacidos con la lectura de “Todo cocido a leña”. Poesía sincera escrita a la intemperie y plenamente consciente del valor de resistir con el alma y con el cuerpo, con el silencio y con la voz, a las apariencias estériles, a fórmulas vacías en lenguajes amanerados, a signos o formas externas que a nosotros aquí y ahora no nos dicen nada; aguachentas rúbricas y caracteres insustanciales, inexpresivos e irrelevantes que nos acosan en Chile, por lo demás, desde hace más de 500 años a la fecha. Toda una mirada honesta sobre la historia y sus gentes, como hace un buen rato ya lo profetizara Arthur Rimbaud: “Avanzamos, ¿no será mejor retroceder?”. Eso.

 

Notas:

 

[1] Cristian Moyano Altamirano (Quebrada de Alvarado, 1974) ha publicado en Poesía los siguientes títulos: Hace siglos que no iba a la ciudad (1998), Taciturno (1999), Las cosas de Magdalena (2002), Las confesiones del caballero andante (2004) y El olivar (2011).

[2] “Los temas de la poesía de Moyano han sido a lo largo de sus libros el amor, la familia, la lucha por la sobrevivencia. Todo ello en contraste con la irrupción del neoliberalismo, la industrialización, la explotación, la extensión de las ciudades. Su escritura está marcada por la resistencia frente a la pérdida de sentido de lo cotidiano, proponiendo como respuesta el arraigo a la tierra y la dignificación del campesinado, como también a la cultura callejera, al viaje como aprendizaje y su rechazo total, pero lírico, a la brutalidad de un sistema que proclama la muerte de la semilla, la venta de la tierra, el desprecio por formas de vida que se desenvuelven en el sudor de la faena.” (La idea de arraigo en la poesía de Cristian Moyano”, ensayo inédito de Felipe Moncada.)

[3] Quebrada de Alvarado se caracteriza como un lugar de valles rodeados de altos cerros costinos, que por su parecido con su símil europeo fue denominado “República de Andorra” por los acompañantes de Pedro de Valdivia.

[4] “En estas tierras se repite el patrón colonial: las mejores tierras de cultivo fueron designadas por “derechos de usurpación”, reduciéndose progresivamente en el tiempo, mediante parcelaciones y ventas; mientras que, por otro lado, los campesinos con menos derechos se fueron instalando en las laderas de los cerros, como ahora lo hacen algunas “parcelas de agrado”, claro que bajo la noción de lujo. En este último caso ya no se trata sólo de tener un lugar donde vivir, además se requiere compulsivamente de espacios rurales donde descansar, como si el enriquecimiento de las ciudades a partir de la explotación de los campos no se conformara con los bienes acumulados, sino que asimismo necesitara volver a “acercarse a la naturaleza”; aunque esto signifique el desplazamiento de antiguos campesinos ya arraigados a un territorio, bajo las promesas de dinero contante y sonante y de un arcaico discurso de modernidad. De ahí la importancia de defender esa heredad, aunque sea pequeña, de la ilusión de la venta; pues, para el capital no es difícil ofertar una cantidad irresistible de dinero generando desplazamiento campesino hacia la pobreza urbana, la cual, a su vez, tiene otros matices indignos como el hacinamiento, la dependencia de los servicios, el mísero salario y la exposición a la más cruda penetración cultural a través de los medios que en el confinamiento urbano pasan a sustituir el horizonte.” (La idea de arraigo en la poesía de Cristian Moyano”, ensayo inédito de Felipe Moncada.)




 



 

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