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“Con los cinco sentidos”
Cuentos. Alfonso Morales Celis. Mosquitos Comunicaciones. Santiago 2012. 122 páginas

Por Bernardo González Koppmann

 

 

 

 

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Dieciséis cuentos conforman este cuarto libro de AMC, “Con los cinco sentidos”, que nos viene a confirmar en forma categórica la solidez de su escritura y el más que oportuno y pertinente universo poético que nos propone como una utopía posible y cercana de vivir inmersos en un claro humanismo que nos restaure el sentir y el pensar más allá del tráfago rutinario que nos succiona el alma.

Respecto a su escritura, podríamos aseverar sin ningún tipo de indecisión o incertidumbre que domina el oficio y los secretos de todo narrador de fuste que ha plasmando un estilo que ya reconocemos sólido, coherente, de hallazgos estéticos indudables y permanentes. La prosa de AMC (Talca, 1940) no recama en lo culterano ni experimenta con recursos ni motivos oportunistas o rebuscados para llamar la atención del lector con fuegos de artificio o luminosos anuncios que ofertan emociones y morbo al mejor postor. Por el contrario, el lenguaje que ha creado el autor coge los aportes más significativos de los cuentistas clásicos, e incorpora ponderadamente elementos novedosos de literatura contemporánea.

Ni soez ni alambicado, reúne, en un equilibrio notable de su prosa depurada y limpia, las mejores cualidades de lo clásico. Anotemos algunas características de su escritura, así, al pasar. Toma como tópico esencial al ser humano, su miseria y su grandeza. Esa creo es su fortaleza principal. Trabaja tanto lo minimalista como lo holístico sin inmutarse; va desde los gestos nimios casi imperceptibles a los hechos históricos traumáticos - todo ello evocado a partir de un perfume, un leve ruido o un color que ya se diluye -. Otro elemento distintivo de su estilo es la profundidad de sentimientos y pensamientos de sus personajes, casi todos seres sencillos que intentan doblarle la mano al destino en un regreso a lo verdadero, a lo definitivo, que alguna vez los hizo plenos. Agreguemos la serenidad del tono del libro, la mansedumbre ante lo desconocido, ante el desenlace insólito e inevitable, con una enorme confianza del narrador en las potencialidades de cada persona o personaje que se cruza en su camino con esa carga de gestos, palabras, miradas, sonrisas o silencios. De ahí nuestro autor saca o extrae las reflexiones más insospechadas. Por último, de lejos se deja ver en sus páginas más osadas la rebeldía ante lo burdo y grotesco del abuso del hombre prepotente sobre su prójimo. Cuentos siempre solidarios, bizarros, auténticos. Así, con estos elementos, y otros que ciertamente se me escapan, AMC ha construido una de las propuestas literarias más interesantes en nuestra región del Maule.

Cuentos de la madurez me atrevería a aseverar. AMC escribe como respira; pausado, llano, profundo. “Yo me muero como viví”, reza la letra de una canción de un trovador popular latinoamericano, y esta afirmación se aplica exactamente a la coherencia autor-ser humano en el caso de AMC. Es creíble su obra, es cercana, íntima, familiar. Tiene el don casi elegante de la parsimonia y la lentitud en el decir, en el escribir; agreguémosle a esos méritos la claridad de su estilo y nos encontramos entonces con un autor maduro, sólido, clásico. “La claridad es la cortesía del filósofo”, decía Ortega y Gasset. Este es precisamente el caso de Morales Celis. Hallo en su propuesta reminiscencia de González Vera, de Rulfo, incluso de Azorín, si de autores tradicionales nos referimos. Nunca tan obtuso como Kafka o introspectivo como Dostoievski; pero sí nos recuerda la estructura del cuento pulcro y figurativo de Maupassant en su concepción y desarrollo. Incluso me atrevería a decir que se asemeja en algunos párrafos a Chéjov en su recabar en los señuelos de la infancia y la adolescencia, pletóricas de juegos y vivencias que con el paso de los años se fueron transformando en refugio del ánima ante los acosos mordaces y crueles de la angustia moderna, todo dicho con la natural llaneza de lo auténtico, verídico e indesmentible que tiene lo cotidiano por donde traquetea la inmensa humanidad. Cuando el dolor o la ira acosa, la escritura de Morales Celis adquiere un tono imprecatorio; la injusticia o el abuso a un humilde personaje de su inventiva lo altera de tal forma que se le escapan chilenismos nunca mejor usados para poner a cada quien en su lugar. Entonces emerge un lenguaje de otro cuño, un temple más agresivo que viene a replantear las cosas por su nombre; al pan - pan y al vino - vino.

Necesario y oportuno también es dejar meridianamente claro que nuestro autor nunca se desespera en laberínticas disquisiciones amaneradas y cursis. No. Sabe lo que quiere y lo que busca de manera certera y definitiva; no se pierde en escarceos vacuos o manierismos irónicos, cuando no autocomplacientes, que lo entrampen o empantanen en una verborrea enervante. AMC es un narrador de “pluma suave”, como dice su editor, ponderado, silencioso, humilde si se quiere, pero la validez de su obra irá creciendo con el tiempo porque está construida con los sólidos materiales del dominio absoluto de las técnicas que emplea y por la cotidiana y entrañable hermosura de sus historias. Serenamente se aleja y serenamente retorna a sus amados aromas, eufonías, visiones y texturas ya restituido en sus páginas primordiales el orden de un mundo donde los seres humanos algún día, más temprano que tarde, se respeten, toleren y acompañen en su tránsito a lo desconocido, a lo por venir que se va delineando entre gestos amables y palabras certeras, oportunas, necesarias. Esa es la escritura de AMC que nos cautiva irremediablemente.

Si nos tuviéramos que referir a sus tácticas y estrategia de escritor, a su modus operandi, éste lo encontramos nítido en varios de sus cuentos, y lo podríamos sintetizar de la siguiente manera: El narrador o hablante o sujeto lírico en primera persona percibe un pequeño gesto que yace encerrado en un aroma, en un tono, en una suave melodía cuando no en un silencio definitivo, y desde ese elemento detonador emerge toda una memoria emotiva que nos retrotrae a esas experiencias humanas - romances, exilios, duelos, humildes tragedias o alegrías cotidianas - que lo han marcado para siempre. En esta obra recrea con maestría el pequeño y mágico mundo de sus primeras percepciones  sensitivas, especialmente los motivos y tópicos de sus experiencias pueblerinas desde la primera infancia hasta el descubrimiento de la vejez a flor de piel. Luego, sus cuentos se pueblan de esas sensaciones decantadas, maceradas, adosadas a lo más entrañable del ethos popular, extrayendo de ellas a través de un lenguaje hecho a la medida cierta sabiduría de vida que nos reconforta y revalida en nuestros principios y concepciones humanistas, estéticas y existenciales. Dos ejemplos para ilustrar estas reflexiones. Veamos el primero: “El hombre, sorprendido, intenta aclarar la confusión. Pero su voz se inutiliza de silencio cuando un perfume familiar lo invade y lo transporta a una época sepultada en los dobladillos del tiempo…” (“Nº 5 Chanel”). El otro botón de muestra: “Olía a naranjas. Elena siempre olía a naranjas. Más bien a la piel amarilla y erosionada de la fruta. Más bien al aroma inconfundible de la bergamota, que emana de ella en el momento mismo que la herimos con el pulgar para despojarla de la capa de oro que cubre su desnudez deliciosa. Ese perfume me recordaba la niñez… mi juventud”.  (“El último tren”). De esos detalles tan nimios, de esas percepciones casi invisibles, se desprende luego como en cascadas la memoria y la imaginación de AMC para plasmar historias y narraciones de nunca acabar.

Sin duda, estamos en presencia de un conjunto de cuentos de alta calidad literaria. Narrador de oficio: ameno y veraz. Despliega sus observaciones líricas desde lo extremadamente fino (“Clases de piano”) hasta lo excesivamente rudo (“El hedor de la miseria”), en un sincronismo de donde extrae sus conclusiones de autor avezado. Todo lo anterior expresado en un lenguaje vivo aprendido en conversas familiares, de barrio adentro, de alma afuera. Con este léxico personalísimo le bastan dos o tres retazos, frases hechas en algunos casos, para construir certeros ambientes físicos e inmateriales en una descripción casi minimalista, somera, esencial. ¿Pudor o elegancia? Sin duda no es un autor atormentado; más bien sereno, parco, amable, escueto, preciso, elemental, esencia pura de las cosas y las gentes donde los personajes se mimetizan con el tiempo que no sabemos si pasa o si regresa.

Sus recursos narrativos son variados. Pasa de lo descriptivo casi naturalista (“La tía Edulia y el bisté de pana”) a un realismo mágico casi surrealista (“Blanco sobre fondo azul”), para retornar otro, como un hombre ya restituido en sus valores esenciales, a una realidad superior ampliada, enriquecida, reconquistada para el sueño y la vigilia. Una forma de humanizar, acaso, este mundo a la deriva entre fundamentalismos económicos que pretenden despojarnos hasta de nuestra propia manera de andar.

En algunos cuentos incorpora elementos del entorno inmediato, sugerentes lugares comunes - películas, canciones del dial, el metro, un restaurant, plazas, medias de dama, remedios, calles, zapatos, en fin -, rezagados artefactos del mundo moderno que se nos van tornando sorprendentes por la carga semántica y poética que el autor les va incorporando al resituarlos en el escenario pretérito del primer esplendor. Así, Morales Celis, siempre atento, como si se tratara de un cronista que debiera preparar un informe o estudio científico, antropológico casi, sobre la cultura de los rincones místicos, se afana rescatando de un cajón de velador, de un closet o de un baúl olvidado en el último cuarto de la casa de los abuelos los secretos de familia que los duendes no nos querían revelar. Y aquí viene la pericia: AMC construye su fraseo adivinando el mismo ritmo de la respiración de un lector imaginario, siempre lúcido y expectante, que se agita o relaja al compás de los tonos de las narraciones. Templanza, contemplación, intimismo, como en otras ocasiones osadía, humor o desfachatez experimenta a raudales quien lee y relee estos relatos donde nos reencontramos con la supremacía de lo elemental, de lo verdadero, de lo humano por sobre lo precario e inerte de las relaciones envilecidas. “El aroma del Paseo Puente”, por ejemplo, es una buena muestra de lo anterior. Un simple aroma de mujer como regalo de los cielos nos restituye como seres sensitivos e imaginativos entre la fetidez consuetudinaria que destilan ladronzuelos de cuello y corbata, ejecutivos y traidores que pululan entre una orilla y su ribera opuesta de un estuario sin cauce. ¿La calle, la vereda, el mercado, el barrio chino de una ciudad enajenada? Pero ahí, en ese ambiente hostil y disipado en su grotesca exhibición, el perfume genésico de “los más genital de lo terrestre” nos salva de la nada.

¿Qué más se le puede exigir a un escritor? Sólo cabe darle las gracias por esta obra que nos renueva el ánimo y nos hace sentir dignos en medio del naufragio. Muchas gracias.

Talca, Día del Libro 2013.

 



 


 

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