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“Cuarentena”, de Arturo Bustos
Poemas para atravesar la tormenta con el sombrero puesto
Colección Hijos del Maule, Talca, 2020, 116 páginas.


Por Bernardo González Koppmann





.. .. .. .. ..

Y de nuevo, cuando la sombra pasa,
eres el tibio rostro de niña cogido por mis manos,
mientras el pájaro
vuela solo y lejos por los cielos.

Gonzalo Millán

I

Arturo Bustos, nacido en Chillán en 1960 y radicado en Talca desde 1990, es un poeta que se mantuvo prácticamente inédito hasta el año pasado, 2019, cuando rompe su largo silencio con la publicación de “Hado negro”. Buena usanza ésa, la de esperar a que el fruto madure.

Cuarentena, su tercer libro[1], nos viene a confirmar una voz original, sólida y necesaria en el panorama literario maulino. Estos versos que a continuación trascribimos sirvan de respaldo y pruebas al canto a tal afirmación. A confesión de parte, relevo de pruebas, dicen los viejos: “Cuando entré al cuarto / un rayo de sol / jugaba al luche sobre el abuelo muerto. // Cuando salí, mi infancia traía ya / ojos lejanos.” (“Alethia”)[2]. Sin duda, este antiguo poema nos ofrece enormes posibilidades para hurgar en sus fundamentos los orígenes de la poética de Bustos; ese estilo mordaz, lacónico, simple y directo que lo singulariza.

Esta voz “original, sólida y necesaria” que iremos develando en este preámbulo viene a reafirmar una de las principales tendencias de nuestra tradición poética, cual es la corriente metafísica, onírica y levemente existencial (Anguita, Gómez Correa) que decantará en textos breves, sugerentes y alados (Rafide, Villablanca) frente a estilos más realistas y telúricos, de amplia difusión en el Maule (Neruda, De Rokha, Barquero).

Si tuviéramos que considerar la propuesta de Bustos en una perspectiva más amplia, indudablemente deberíamos relacionarla con la antipoesía (Parra) y la generación del 60, en Chile (Uribe Arce, Floridor Pérez, Quezada, Ramón Riquelme, Sergio Hernández, incluso Gonzalo Millán), cuyo caballito de batalla manifiesto fue el poema breve. Detrás de nuestras fronteras los poetas exterioristas nicaragüenses (Ernesto Cardenal), la poesía cotidiana (Benedetti), los imaginistas angloamericanos (William Carlos Williams, Ezra Poud) y los herméticos europeos (Ungaretti, Cuasimodo) fueron para nosotros —bardos de provincia— de un influjo innegable; también, remontándonos a épocas arcaicas, pesó mucho por estas latitudes el legado greco (Safo) latino (Marcial, Catulo), la milenaria poesía hebrea (Salomón), persa (Omar Khayyam), china (Li Po, Tu Fu) y los haikús japoneses (Basho, Issa). De todo ello se ha nutrido nuestro autor.

Como vemos Arturo Bustos no es ningún aparecido de generación espontánea, ni mucho menos.

II

Cuarentena es un conjunto de alrededor de cien textos escuetos y compactos donde el poeta con ojo fotográfico recoge el latido de la hora presente, manejando diestramente un lenguaje sencillo, directo, desacralizador. Verbigracia: “Entonces / vi a la muerte portando / un cartel en la protesta. / “Democracia, ahora”, / exigía. / Y así fue.”[3] Y no es casual que, precisamente, el libro se inicie con este poema. Veamos.

Este pequeño texto, aparentemente escrito al desgaire, es muy importante porque contiene íntegra en su frágil estructura la poética que Bustos va a desplegar en el poemario. Abordaremos ahora mismo el poema, con zoom aplicado, para intentar penetrarlo a cabalidad.

El texto en cuestión se inicia con el adverbio de tiempo “Entonces”; obviamente se refiere al contexto, a la coyuntura, a los días previos a la pandemia cuando en Talca —y en Chile entero— el estallido social de octubre de 2019 prendía y se manifestaba masivamente por todo el territorio. Y fue en ese momento histórico cuando el poeta plenamente seguro de sí mismo afirma “vi”, a la manera de los profetas apocalípticos. No es menor este minúsculo verbo, que podría pasar perfectamente desapercibido para cualquier transeúnte, consumidor compulsivo o cesante, porque ver o vaticinar ha sido desde siempre primordial atributo de los vates; en la sociedad celta prehistórica el vate se preocupaba del culto, de la adivinación y de la medicina. Cortita y al grano; vate es el que ve, el que vaticina.

Bien; pero, ¿qué fue lo que percibió nuestro vate maulino en sus avistamientos? Nada más y nada menos que “a la muerte”, el señorío de la ineluctable muerte. Aquí me quiero detener un poquito, porque este tópico tan recurrente en los poetas universales -baste mencionar “El libro de los muertos”, “Coplas a la muerte de su padre”, “Diario de muerte”, “La muerte tiene los días contados”, entre muchos otros- ha sido el leitmotiv por esencia de la propuesta escritural de Arturo Bustos. Ella, parecida a la sombra de una amante desvergonzada, le ha seguido los pasos desde la niñez -como lo vimos al principio en el poema “Alethia”- acompañándole indistintamente ya sea como una lenta mochila o, en su defecto, como espesa manta; así, entre dimes y diretes, este extraño romance se ha mantenido hasta nuestros días. Para los que algo conocemos la obra de Arturo, huelga decir que nuestro poeta es perito aventajado en muertes, en todo tipo de muertes, las que en el fondo son la misma y única insaciable dama; no sólo la tutea, sino también acepta su obsesión y le perdona sus deslices.

Ahora, concentrémonos, para seguir con el comento del poema, porque viene la mejor parte. Doña Muerte, como veníamos diciendo, una mañana fue captada por el zoom del ojo del poeta; pero, aún no hemos mencionado cómo fue aquella revelación. Resulta que ella pasó exuberante, hecha toda una agitadora, “portando / un cartel en la protesta”. Notable, porque es aquí donde se desborda completamente la poesía sobre la hoja en blanco. Me explico. ¿Cómo el poeta asocia a una bella muchacha -rebelde, feminista, mapuche, migrante, estudiante, profesora o lo que sea, gritando, saltando, cantando- con la soberana muerte tan callando? ¿Cómo en tal hermosa revolucionaria se engendra la inexcusable muerte? ¿Más aún si el cartel que enarbola reza “Democracia, ahora”? Pues, bien. Resulta que la señorita muerte sonríe siniestra, persistente, decidida con su diente de oro entre la muchedumbre y de lejos, panópticamente, capta -ve, vaticina- que se acerca galopando a rienda suelta un jinete fantasma de oriente a occidente, su aliado perfecto, y que muy pronto -más temprano que tarde- tomará forma de pandemia, plaga o peste, qué más da, y barrerá con nuestras vanidades, apetencias, discriminaciones y fundamentalismos. Es en este trance cuando se abren las anchas alamedas, los cielos y los infiernos de par en par a una indefensa humanidad que huye despavorida ante el extraño del pelo largo como diablo que perdió el poncho y se oculta en el fondo de la casa. Así, el deseo le es concedido a la señora Muerte por los hados negros. Ella “exigía” democracia plena en su pancarta… y, díganme ustedes, ¿puede existir mayor igualdad, libertad y fraternidad entre los seres humanos que enfrentarnos frágiles, vulnerables e indefensos -cara a cara- con la inconmovible muerte? En esas disyuntivas no hay pobres ni ricos, negros ni blancos, lindos ni feos; todos somos al fin y al cabo carne de gusanos. Democracia total, reclamó la muerte. “Y así fue”. Tal cual; nadie, por angas o por mangas, se salvó de su visita.

III

Bueno, ¿y cuál es la respuesta existencial, de vida, la actitud lírica del bardo ante tal disyuntiva? Se salta olímpicamente todas las conceptualizaciones, modas, usos y costumbres de la enervante civilidad burguesa, con una honesta, exacta, precisa e intensa palabra -casa del ser- educada en el rigor, en su alethia (verdad) interior macerada en constantes desafíos y retos a través de sus peregrinajes íntimos de simple peatón tercermundista, con el alma intacta. Así se enfrenta al flagelo, casi con desacato, como quién no le teme a lo imprevisto: “No estoy en cuarentena. / Siempre he sido / un fantasma aislado / que, a veces, / por aburrimientos, / lanza / pesados libros viejos / contra la dureza torpe / de vuestras cabezas / adormecidas.” [4]  Sin embargo -y este es el mérito mayor de esta poesía-, desde tamaña toma de conciencia, desde una franca y objetiva mirada de las cosas que podríamos llamar, por supuesto, actitud carmínica, empieza a surgir en estas páginas algo parecido a un segundo renacimiento de lo mejor del ser humano; ya no tanto individualista, hedonista o pasional, como fraterno, gregario, solidario. “Entonces, / el hombre extrañó al hombre. / Pero, / no lo encontró ya / para abrazarlo.” [5]

Vagando errantes, convalecientes, restablecidos ya del espanto y sus secuelas, como rústicos y pedestres habitantes de una nueva vida que se vislumbra allá, bien a lo lejos, nos deslizamos por estos textos experimentando en nosotros una cierta paz interior, algo levemente parecido a la felicidad. “Por culpa del encierro / florecen voces en / los rincones. / Cada día / debo regarlas / sagradamente / para que canten / sus poemas.” [6]

El impacto del virus pizpireta, el susto de la puta madre que nos hemos llevado, nos ha sensibilizado un poco; no todo se compra, se usa y se bota. Y aunque esta plaga no ha pasado, ni mucho menos, es grato leer a un poeta como Arturo Bustos cuando dice: “No sé / si estoy ahora / o si sólo soy / un recuerdo perfecto / de lo que fui / ayer.” [7] No importa que no sepamos bien en este instante, cabalmente, para donde va la micro, pero sí sabemos que la humildad, la modestia de los sinceros, la puesta en valor de lo ínfimo y elemental como respirar aire puro, la poesía en suma, nos está restituyendo la humanidad. No somos objetos desechables, somos lo que simplemente habíamos olvidado ser, personas, hijos de la luz y de la madre tierra o Pacha mama, seres amorosos y trascendentes que hemos recibido el tremendo regalo de estar vivos en este espacio y en este momento. Así se escribe, así se lee, así se ama la poesía, cabritos.

Antes de dar paso a los poemas de Arturo, una última consideración. El covid 19 se llevó hace unos días a un querido y entrañable exalumno de Curepto, Ramón Ramírez Fuentes (qepd). Su abuelo materno me contó, allá por los años 80´, cuando yo trabajaba en ese pueblo perfectamente labrador y monacal, del día que enterraron a Jerónimo Lagos Lisboa en San Javier; el señor Fuentes era administrador del fundo del poeta, y lo conocía bastante bien. Me decía el venerable anciano, entre lluvias y mates, que esa tarde, al regreso del cementerio y mientras los deudos ordenaban el saloncito, vio en la chimenea cómo se extinguía el último leño, la última lumbre[8] de ese hogar; toda una época, la etapa más hermosa de su vida, se hacía polvo y ceniza mientras afuera norteaba un viento que vendría a azotar el rostro impávido de los campesinos del Maule. Ahora su nieto Moncho se le ha ido a reunir, y pronto iremos nosotros. Todo ello, a propósito del poema final de “Cuarentena”, con el cual cerramos este prefacio: “No hay que temer, / dijeron sus difuntos. / Te esperamos con abrazos / y rostros sonrientes. / Tendremos frescos / sobre la mesa / tus mejores recuerdos. / Reiremos hasta el comienzo del Ángelus. / Después, batiremos nuestras alas / sobre el pasado / para disolver / en el tiempo / los pecados / antaño / cometidos.” [9] Así sea.

Talca, 7 de mayo de 2020.


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Notas

[1] Previamente ha publicado “Hado Negro” (2019) y “Bajo este oscuro sol” (2020), por Colección Hijos del Maule, Talca.

[2] El poema “Alethia” fue publicado en “Poetas del Maule”, Editorial Caballo Verde”, Santiago, 1998.

[3] Primer poema de “Cuarentena”, Colección Hijos del Maule, 2020. Talca, página 11.

[4] Idem, página 18.

[5] Idem, página 58.

[6] Idem, página 77.

[7] Idem, página 102.

[8] “La última lumbre”, Sociedad de Escritores de Chile, Santiago, 1945.

[9] Último poema de “Cuarentena”, Colección Hijos del Maule, 2020. Talca, página 115.



 

 

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Poemas para atravesar la tormenta con el sombrero puesto.
Colección Hijos del Maule, Talca, 2020, 116 páginas.
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