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Escritos olvidados de Baldomero Lillo

Publicado en Anales de literatura hispanoamericana,
N°25. Ed. Unív. Complutense, Madrid, 1986



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González Vera publicó en 1942, en la Editorial Nascimento de Santiago, los cuentos dispersos de Baldomero Lillo, en un libro que consideraba el «tercero y final». Lo denominó Relatos Populares, adoptando con ello el título genérico de algunas de las narraciones escritas para El Mercurio de Santiago en 1906 y 1907.

Sin embargo, su valiosa labor de recopilación de la obra de Baldomero Lillo distaba de estar concluida. En 1956 publicó José Zamudio, en Ediciones Ercilla de Santiago, El hallazgo y otros cuentos del mar con la advertencia de que se trataba de textos «recogidos por primera vez». El estudioso completó la presentación de los resultados de su exploración de viejos periódicos en 1963 con el libro Pesquisa trágica. Cuentos olvidados, a cargo de Ediciones Luis Rivano, Santiago.

Raúl Silva Castro recogió todas estas recopilaciones en su edición de las Obras Completas de Baldomero Lillo, publicada por la Editorial Nascimento de Santiago, en 1968. El crítico las reunió en la sección «Varios» del libro, en la cual incluyó, además, escritos, cuyo hallazgo se debía a su investigación personal.

Las narraciones que presentamos en esta nota, agregan dos nuevos eslabones a la cadena de textos olvidados de Baldomero Lillo. Se trata de «El Bofetón» que inicia la serie de Relatos Populares y de la omitida parte final del cuento «Mis vecinos», el que aquí se publica por primera vez en forma completa. Ambos aparecieron bajo el pseudónimo de «Vladimir»: «El Bofetón», el 28 de diciembre de 1906, y la tercera parte de «Mis vecinos», el 3 de febrero de 1907, en El Mercurio de Santiago.

El título Relatos Populares evoca, pero para distanciarse y diferenciarse de ellos, a los cuentos populares anónimos que, arraigados en el mito, se desligan de su circunstancia actual e inmediata y nos son legados por la tradición oral. Pensamos que este efecto de distanciamiento se logra por la utilización de la palabra «relato», más bien reservada entonces para referirse a narraciones, cuyo núcleo lo constituían sucesos observados en la realidad social contemporánea. Por eso el titulo Relatos Populares debe ser leído como el anuncio de una serie de relaciones que buscan presentar el carácter, las costumbres, las creencias y el lenguaje de un estrato social que penetra en nuestra literatura con el criollismo de comienzos de siglo.

Aun cuando el cuento «Mis vecinos» no se inserte expresamente en la serie Relatos Populares, constituye un buen ejemplo para este propósito, al que debe sumarse, en virtud del carácter naturalista del criollismo, el rechazo de todo suceso extraordinario que escapa de la lógica y explicación racional. Este último rasgo queda explicitado en la reflexión final, incluida en la reescritura del viejo tema del difunto que castiga a sus ofensores, que se nos ofrece en «El Bofetón».


El Mercurio, 28 de diciembre 1906.

 

 

El bofetón

De repente, tras un recodo del camino, me cerró el paso el cortejo. Jamás el espectáculo de la muerte me produjo más ruda e intensa emoción.

El cadáver, tendido de espaldas en una especie de camilla hecha con dos maderos sobre los cuales se habían cruzado algunas ramas de boldo y arrayán, era conducido en hombros por cuatro campesinos jóvenes y vigorosos, cuya marcha descompasada imprimía a la fúnebre carga sacudidas tan violentas, que me parecía a cada instante ver al difunto deslizarse de su féretro y rodar en el polvo espeso y blanco de la carretera calcinada por el sol.

¡Qué extraño cortejo aquél! El traje mortuorio del cadáver consistía en una camisa hecha jirones y un par de calzoncillos de lienzo que apenas llegaban a las rodillas. Los pies enormes, anchos, terrosos, conservaban aún las ojotas del vagabundo. Como aquel muerto de que nos habla Gorki, iba también con la cabeza descubierta, cara al sol.

Puse mi caballo al paso y traté de indagar algo sobre el difunto, interrogando a los labriegos. Mas, sus respuestas incoherentes satisficieron sólo a medias mi curiosidad. La causa de la poca precisión de sus noticias era muy simple. Sendas botellas asomaban sus cuellos por los bolsillos de sus chaquetas cortas de huaso: iban borrachos perdidos.

Sin embargo, de sus embrolladas contestaciones pude comprender que el muerto había llegado en la noche al rancho de uno de ellos y que al día siguiente lo encontraron sin vida cerca del fuego. Nada sabían del nombre y profesión del desconocido. Ni siquiera de dónde venía ni adónde se encaminaba. El huésped, a pesar de su repugnancia, no pudo menos que hacerse cargo del entierro y, mediante la oferta de una botella de aguardiente a cada uno, encontró aquellos tres mocetones que le ayudaran en la faena.

Desde lo alto de la montura podía contemplar a mi sabor el cadáver. Era un viejo cuya nariz larga de una delgadez extrema, dividía en dos la faz amarilla y apergaminada. Los ojos vidriosos percibíanse por entre los párpados mal cerrados. La mandíbula inferior, caída un tanto sobre el pecho, dejaba al descubierto la negra cavidad de la boca desdentada, horrible. Un enjambre de moscas revoloteaban encima de aquella cabeza coronada de largos y enmarañados cabellos grises. Y un tábano que hacía rato hostigaba tenazmente a mi cabalgadura, se posó de improviso en la frente del difunto y paseó por ella su grueso cuerpo matizado de rojo. Cuando me preparaba para asustarlo con la extremidad de la huasca, levantó el vuelo y desapareció en la atmósfera caliginosa con la velocidad del relámpago.

Empezaba una pendiente y los conductores hicieron alto para descansar. Colocada en el suelo la camilla, extrajeron de las faltriqueras las botellas y aplicándoselas a los labios quedaron un momento inmóviles con la vista clavada en el cielo. Después de beber, el más joven avanzó dando traspiés en mi dirección y levantando en alto la botella díjome con voz entrapajosa:

— ¿Un traguito, patrón?
Le hice señas rechazando el convite. Se volvió haciendo una pirueta y acercándose a la camilla, profirió, mientras vertía el líquido en la boca del muerto:
— Tome un trago, compadre, y caliente el cuerpo. Esto da coraje y si el Diablo quiere refrescarlo con plomo derretido, le hace un guapo y lo agarra por los cuernos.

La ocurrencia fue celebrada por todos con grandes carcajadas.

Indignado por aquella odiosa profanación, clavé las espuelas al caballo, y huasca en alto, avancé hacia los sacrílegos, dispuesto a castigarlos como merecían. Pero, con la rapidez del rayo dos de ellos se avalanzaron sobre las varas y tiraron de ellas echando a rodar el cadáver por el suelo y juntos con los otros que se habían armado de piedras, esperaron a pie firme la acometida. Tiré de las riendas y reflexioné. La ventaja no estaba de mi parte y me limité a afearles su acción con las más enérgicas expresiones. Luego los amenacé con dar aviso a la autoridad si no recogían el cuerpo y lo llevaban al cementerio para darle la debida sepultura.

A pesar de la embriaguez de que estaban poseídos, obedecieron, aunque a regañadientes. Rehecha la camilla, tendieron encima de las ramas el cadáver cubierto de pies a cabeza con un blanco sudario de polvo, y después de afirmar nuevamente las varas sobre los hombros, la comitiva, escoltada por mí, prosiguió la interrumpida marcha a través de las desnudas y rojizas lomas, bajo un sol de fuego.

Excitados por el alcohol y por aquella atmósfera sofocante, los conductores de la camilla cantaban a voz en cuello. Sus báquicas canciones resonaban lúgubre y siniestramente en la callada y solemne soledad de los campos. El difunto, sacudido violentamente en todo sentido, amenazaba a cada paso descolgarse del féretro, lo cual me obligaba a no apartar de él la vista, temeroso de presenciar otra escena como la anterior.

De repente, y, mientras uno de los conductores, el mismo que había profanado el cadáver, perdido el tino por la locura alcohólica, profería las más espantosas blasfemias, el muerto alzando la diestra la dejó caer sobre la boca del maldiciente, con tal fuerza, que la sangre saltó a borbotones, en rojas oleadas de la nariz y los labios hendidos por la terrible rudeza del choque.

Un grito ronco, inarticulado, se escapó del pecho del herido, cuyos ojos casi fuera de las órbitas contemplaban el brazo vengador y amenazante que colgaba de la camilla como dispuesto a repetir el golpe.

Ante aquella espantable visión, galvanizado por el miedo hinqué involuntariamente las espuelas al caballo, el cual dando un bote hacia adelante que estuvo a punto de derribarme, se desbocó galopando furiosamente en el camino desierto, en el que sus ferrados cascos resonaban como el redoble del trueno. Cuando pude por fin sujetarlo y volver atrás, encontré la camilla y el cadáver abandonados en tierra. Me empiné en los estribos y miré en derredor, buscando a los desaparecidos conductores, y, después de un instante de observación, los distinguí fuera de la carretera, en plena campiña, huyendo como ciervos perseguidos por una jauría de lebreles. Ningún obstáculo los detenía en su vertiginosa carrera. Fosos, cercas, matorrales eran salvados con agilidad pasmosa. El del bofetón iba un poco distanciado de sus compañeros, quienes, de vez en cuando, volvían la cabeza para mirar atrás y algo muy pavoroso debían ver sus ojos porque redoblaban la velocidad, pareciendo no tocar con sus pies al suelo. Tal vez la vista del rostro ensangrentado de su camarada aguijoneaba su terror con el recuerdo del extraordinario suceso, o quién sabe si tomaban a su rezagado compañero por el muerto mismo que les iba a los alcances.

Después de haberlos perdido de vista y pasada ya la primera impresión que me produjo el acontecimiento, empecé a reflexionar sobre lo sucedido, buscando una explicación. Recordé que al muerto, a consecuencia sin duda del golpe que recibiera cuando para apoderarse de las varas y agredirme lo hicieron rodar por el suelo, se le desprendieron los brazos que llevaba cruzados encima del pecho; y para volverlos a su sitio, hubo que oprimir la diestra con la siniestra que había conservado su rigidez. Luego, con los vaivenes que la desigual marcha de los conductores imprimía al cadáver, nada más sencillo que la mano resbalase poco a poco hasta que de pronto un movimiento brusco de la camilla soltó el brazo del todo, cayendo como una rama que se desgaja sobre el rostro del blasfemo, que iba precisamente a la derecha del difunto, el cual era conducido con los pies hacia adelante. Sin embargo, a pesar de lo satisfactoria que yo estimaba esta explicación, sentí que dejaba en mi espíritu un vacío y una interrogación. ¿Por qué a ése y no a otro, por qué aquella precisión para golpearlo en la boca? ¿Era casualidad, sólo casualidad?

Y, mientras galopaba en dirección al pueblo más cercano para dar aviso de lo ocurrido y recogiese el cadáver que dejaba a mis espaldas, abandonado a las aves de rapiña, seguía interrogándome:

¿Prodigio, casualidad, azar?

Y el camino solitario y la campiña desolada me respondían con su elocuente silencio.


El Mercurio, 25 de enero de 1907

 

 

 

Mis vecinos


I

Muy jóvenes, de una edad casi, el marcado aire de familia de los cuatro parecía indicar un parentesco muy próximo: hermanos, tal vez, aunque esto nunca lo supe de cierto.

La casa que habitaban, enfrente de la mía, ostentaba encima del ancho portón un enorme letrero con caracteres dorados que decía: «La Montaña de Oro. —Gran Fábrica de Biombos y Telones».

A pesar de nuestra vecindad apenas nos conocíamos, y de la vida de los cuatro hermanos, primos o socios solamente, muy pocos datos podría suministrar, pues raras veces se asomaban a la puerta de la calle, permaneciendo de la mañana hasta la noche recluidos en el interior de las habitaciones.

Sin embargo, estoy cierto de que uno de ellos, no sé cuál, era casado, porque lo encontré un día al doblar la esquina acompañado de su mujer y de cinco niños pequeños. Pero, también debían serlo, seguramente, los demás, pues había otras tres damas, madre cada una de media docena de rapaces que, a veces, burlando la forzada reclusión en que se les tenía, se escapaban a la calle como una bandada de diablillos, atronando el barrio con sus gritos peleándose unos con otros y lanzando pedradas que hacían apurar el paso a los transeúntes, asombrados por aquella repentina irrupción de pilletes rubios los unos, morenos los otros, con falda los menos y pantalón corto los más. Era de ver entonces los apuros de las mamás para reducir a la revoltosa prole. ¡Qué de gritos, qué de carreras tras el bullidor enjambre! Cuando la última cabeza rubia o morena trasponía el umbral de la mampara, la calle recobraba bruscamente su silencio adusto de vía aislada y distante del centro de la ciudad.

Eran, pues, cuatro familias con un total de treinta miembros a lo menos la que moraba en aquella casa, todos los cuales parecían disfrutar de una envidiable salud, según lo demostraba la montaña de comestibles que entregaban ahí diariamente los proveedores.

Recién llegado al barrio, los singulares hábitos de mis vecinos despertaron mi curiosidad. A pesar de la aparatosa muestra y de las bruñidas planchas de bronce que decoraban el majestuoso portón, ningún signo de actividad advertíase en el establecimiento. No se veía acudir a los clientes ni despacharse mercaderías. Y la mampara que daba acceso al interior permanecía siempre obstinadamente cerrada. Sólo, cuando un vendedor ambulante lanzaba su grito desde la acera, abríase la barnizada hoja y asomaba por el hueco un rostro femenino que, con un discreto ¡Pst! atraía la atención del comerciante, quien, después de vender parte o el todo de su mercancía, se retiraba asaz satisfecho del negocio que acababa de efectuar.

Sin embargo, vi a algunos que con la cesta vacía en el brazo, quedábanse parados delante de la puerta observando con atención la fachada, la muestra, las planchas de bronce y luego se alejaban a pasos cortos con aire pensativo y como recapacitando. Sin duda, me decía, echan sus cuentas y avaloran sus ganancias. El examen del local es, seguramente, para recordar la residencia de tan magníficos parroquianos. Y entre las rarezas de mis vecinos, esas escenas con los mercaderes ambulantes, llamó poderosamente mi atención. Apenas el grito de uno de éstos resonaba en la calle, entreabríase la mampara y asomaba el rostro de mujer lanzando el discreto y consabido ¡Pst! Si el comerciante era algo sordo o había ya pasado delante de la puerta, abríase un poco más la hoja y daba paso a una avispada mujercita de ocho o nueve años, quien, corriendo detrás del distraído lo hacia volver con sus agudas voces: ¡Casero, venga Ud.!

Y no había medio de que un vendedor de aves, de pescado, de frutas, etc., pasara inadvertido para mis incógnitos y vigilantes vecinos. Pasmábanme a veces las múltiples y variadísimas compras que a cada instante se hacían en aquella casa. Será hotel, pensaba, bodega, depósito de víveres, casa de consignación. ¿Habrá ahí dentro alguna sala de banquete permanente, o los que me parecen modestos industriales son una legión de Gargantúas disfrazados de enanos?

Una mañana entreabrí el postigo de la ventana para observar el estado del tiempo, borrascoso desde la noche anterior. Lo primero que vi, a través de la lluvia, fue la fachada de la casa del frente con su llamativa muestra y sus letreros rimbombantes. El portón estaba abierto y, de pie en el umbral, mis cuatro vecinos que, según me pareció, acababan de levantarse. Calzados con alpargatas de cáñamo, abotonados hasta el cuello los verdosos chaquets, sus vientres voluminosos se destacaban sobre sus gruesas y cortas piernas como otros tantos globos aerostáticos. Pensé en el consumo de vituallas que me parecía tan excesivo y mi extrañeza en este punto se modificó notablemente.

¡Qué bien cebados están! no pude menos de murmurar. Y sus rostros apopléticos, con repugnantes papadas, sus cuellos de un diámetro mayor que la cabeza, sus espaldas, sus hombros, sus brazos con bíceps hinchados, enormes, daban a sus cuerpos pletóricos una apariencia tan pesada y grotesca que hacía pensar involuntariamente: De seguro que no será la anemia la que hará presa en estos delicados organismos...

Mientras aprovechaba esta ocasión de examinar a mis singulares vecinos, una burra, conducida por dos ancianos, se detuvo delante de la puerta. En tanto que el viejo, el marido sin duda, sujetaba el cabestro, la mujer ordeñaba al animal cuyo largo pelaje adherido a la piel dejaba escurrir el agua que caía torrencialmente.

De repente, observando la curiosa escena, me asaltó este pensamiento: Debe haber en la casa un niño enfermo, alguna guagua de meses. Y empezaba a sentirme conmovido, tratando de adivinar cuál de los cuatro era el padre del presunto enfermito, cuando la anciana se aproximó a la puerta llevando en la diestra un vaso lleno de blanca y espumosa leche. Ese es, dije, al percibir que lo cojía el primero de la derecha, mas al ver que se llevaba el vaso a la boca agregué: Ahora la prueba y, en seguida, se la lleva corriendo a su pequeñín. ¡Oh! excelente padre, qué bueno y cariñoso debe ser! Pero mi sorpresa se trocó en indignación, viendo cómo devolvía el vaso vacío y se quedaba imperturbable en el sitio, enjugándose los labios con el dorso de la mano.

Me quedé perplejo. No comprendía absolutamente nada y menos comprendí aún, observando que los restantes de mis simpáticos vecinos seguían las aguas de su predecesor, bebiéndose cada uno un vaso de aquella leche destinada, en general, para los débiles y convalecientes.

Erguidos en el umbral aguardaban la repetición, es decir, el segundo vaso con tan cómica gravedad, que tuve que esforzarme para no reír. Mas la pollina, un escuálido animalejo, convencida, sin duda, de que dejarse exprimir de ese modo en desmedro de su borriquillo que protestaba de aquel despojo lanzando plañideros rebuznos, era una burrada muy grande, se puso a tirar coces con tales bríos que hubo que suspender la operación.

Aquel episodio estuvo a punto de hacerme soltar la carcajada, pero a la vista de los miserables vejetes ahojó la risa en mis labios. Calados por la lluvia que caía sin interrupción, ambos esforzándose en sujetar a la borrica que coceaba y tiraba del ronzal, queriendo marcharse a toda costa. Bajo las ropas empapadas por el agua, marcábanse las angulosas líneas de sus fláccidos y esqueletados cuerpos. El espectáculo era lamentable y así deben haberlo estimado mis vecinos porque, volviendo la espalda, traspusieron la mampara que se cerró tras ellos herméticamente.


El Mercurio, 30 de enero 1907.

 

II

Desaparecidos los cuatro obesos personajes, cerré el postigo y, cogiendo la pluma, reanudé la tarea del día anterior.

El sábado por la mañana un espectáculo extraño me detuvo en la puerta de mi vivienda. En el pasadizo de la casa del frente, en la acera y en el medio de la calle había un compacto grupo de personas que discutían acaloradamente. Mi primera impresión fue que, esas gentes eran los operarios de la Montaña de Oro que se habían declarado en huelga, pidiendo aumento de jornales. Pero la cesta y el blanco delantal que ostentaban los unos y la fusta y espuelas que esgrimían y calzaban los otros, desvanecieron esta primera suposición. La rezongadora turba, y lo indicaban muy claramente su indumentaria y sus destempladas voces de corneta, no estaba compuesta por obreros, sino por proveedores y mercaderes ambulantes.

Había ahí de todo: vendedores de aves, de pescado, de frutas, repartidores de vino, de leche, carniceros y panaderos. Parecían grandemente excitados. Hablaban a gritos, gesticulaban amenazantes, mostrando los puños a la vetusta fachada. Los más audaces se habían internado en el pasadizo y daban golpes en la mampara con la apremiante insistencia de quienes conocen el derecho que les asiste para ser exigentes y aún importunos.

El silencio que reinaba en la Fábrica de Biombos y de Telones me sorprendió. ¿Se habrían mudado de casa mis vecinos? Pero el portón estaba abierto, la muestra en su sitio y el aspecto que presentaba el establecimiento era el mismo que de costumbre. Y mientras, intrigado por estos sucesos, trataba de comprender el por qué aquella baraúnda, se abrió repentinamente una de las puertas laterales del pasadizo y apareció bajo el dintel la imponente figura de uno de mis vecinos. Indicó con la diestra la salida y profirió con voz tonante:

— ¡Fuera de aquí, insolentes!

Mas, como la orden no fuera obedecida con la presteza que el tono requería, cogió por el cuello a uno de los reacios y, dándole un vigoroso empellón, lo lanzó como una pluma al medio de la calle. Esta muestra de energía calmó como por encanto la belicosidad de los más exaltados, y nadie se atrevió ya a traspasar el umbral del inviolable portón. Durante un momento miráronse a la cara desconcertados, luego resonó un sordo murmullo y el grupo iba sin duda a tomar otra vez su actitud agresiva. cuando abriéndose la mampara, salió del interior la avispada muchachita de nueve o diez años, la misma que echaba a correr tras los vendedores ambulantes cuando éstos, al pasar delante de la casa, no acudían al primer llamado.

Desde donde me encontraba no podía verla. Su minúscula personita desaparecía tras el compacto grupo que obstruía la puerta de calle; pero, en cambio, oía su aflautada vocecilla que parecía pedir a aquellos señores algo que éstos se negaban a conceder. A cada momento se la interrumpía con dichos y frases como éstas:

— No dejo un litro más si no me pagan la leche de la semana pasada!
— Y yo no entrego nada si no me cancelan la carne del otro mes!
— Páguenme, primero, el pan atrasado y después hablaremos.
— Yo vengo por la cuentecita de los pollos y las gallinas. Son tres docenas sin contar el pavo y los tres capones.
— Yo no estoy para esperar más. Si no me arreglan en el «auto» los seis congrios y las ocho corvinas, los demando y los echo al diario.
— ¿Y las perdices? ¿Qué hay de las perdices? ¿Hasta cuándo me embroman? Quiero mi plata ahora mismito. Son quince pesos y siete reales.
— Dígale también de los huevos, de las veinte docenitas que me están debiendo.
— ¿Y la fruta? no se olvide de la fruta. Uno es pobre y necesita lo suyo.
— Yo cobro las verduras. Hace más de un mes que me tiene hostigado la cancioncita: Mañana, casero, mañana sin falta le doy su plata.

Todos hablaban atropelladamente, ahogando la voz de la pequeña que trataba, al parecer, de convencerlos de que en tanto se les satisfacían los créditos pendientes, debían suministrar las provisiones para el consumo del día. Pero las voces de:

— No, no!
— Gracias!
— No estamos para la cartera.
— Yo no espero más.
— Ni yo tampoco, iban de momento en momento aumentando considerablemente su diapasón, cuando de súbito un coche americano arrastrado por una pareja de fogosos caballos se detuvo delante de la Fábrica y fue a atracar al borde de la acera. En el mismo instante, atraído sin duda por el golpear de los ferrados cascos, se presentó en la puerta de calle el irascible dueño de casa entablándose entre él y la persona que ocupaba el coche el siguiente diálogo:

Vecino. — ¿Qué lo trae por acá, mi señor don Pablo?
Don Pablo. — El placer de darle una buena noticia. Vecino.
— ¿Qué será? Don Pablo.
— Comunicarle que nuestra casa acepta la propuesta de los mil biombos y los paga al contado, con la condición de que se le vendan otros mil más al mismo precio.
Vecino. — Imposible, don Pablo. No podemos complacer a ustedes en este punto. Tenemos compromisos con otras casas para entregar cien biombos a la semana... Será para el mes que viene.
Don Pablo. — (Alargando un papel por la ventanilla). Qué le hemos de hacer. Esperaremos. Aquí tiene usted una letra por cinco mil pesos pagaderos a la vista en el Banco de Chile. Es nuestra primer remesa por esta compra.
Vecino. — (Con dignidad, haciendo un ademán negativo). ¡Pero esto es incorrecto, aún no les hemos remitido la mercadería!
Don Pablo. — No importa. Esas formalidades no rezan con una casa como la de ustedes. Además (con una sonrisa, aludiendo a los que escuchan) aquí hay bastantes testigos...
Vecino. — (Cogiendo el papel con displicencia). Como usted quiera. Abonaremos los cinco mil y en el acto voy a dar por teléfono, a nuestra bodega, las órdenes del caso. Dentro de una hora tendrán ustedes los biombos en su poder.
Don Pablo. — (Sacando la cabeza por la ventanilla en tanto que el coche se aleja). No corre tanta prisa. Mándenos la factura. Hasta luego.
Vecino — (Haciendo una reverencia). Hasta luego, mi señor don Pablo. Mientras el carruaje desaparece en la esquina de la calle, el portador de la letra vuelve la espalda y entra en la habitación de donde ha salido, pero ha dejado acaso la puerta abierta, porque oigo perfectamente a través de la calle esta conversación:

— ¡Juan!
— ¡Señor!
— En cuanto sean las once váyase al banco y deposite estos cinco miI pesos.
— Bien, señor. Pausa de algunos segundos.
— ¡Juan!
— ¡Señor!
— También tráigase mil pesos en sencillo. Se los da a (aquí un nombre se me escapa) para que pague a toda esa gente la miseria que dicen se les debe.
— Bien, señor.

Era de ver lo cómico del cambio que desde la llegada del coche se había operado en la actitud de los descontentadizos comerciantes! Cambio que se acentuó con la escena final en el interior de la casa. Ni una sombra quedaba en sus desconfiados rostros, de la pasada tormenta. La seguridad de ser pagados les devolvió instantáneamente el buen humor y su solicitud para atender a los pedidos que se les hacían por la entreabierta mampara sólo podía compararse con su obstinada y terca negativa de poco antes.

Eran las ocho de la mañana cuando la calle quedó libre. Sólo quedaba frente a la Fábrica, en actitud de tímida espera, una anciana andrajosa, en la que reconocí a la propietaria de la burra de leche. Sin duda, la viejecilla formaba también parte del meeting de «ingleses» que se acababa de disolver.

De pronto y cuando miraba distraído a lo largo de la calle, las dos grandes hojas del portón, empujadas por manos invisibles, se cerraron silenciosamente. En ese instante el ruido de un coche resonó en el empedrado. El carruaje, el mismo que estuviera un momento antes, conducía también a la misma persona, al espléndido don Pablo, según pude ver a través de la ventanilla. Apenas el auriga refrenó los caballos, se abrió la portezuela y saltó sobre el asfalto el pasajero, despareciendo como una sombra por la puerta que acababa de entreabrirse y que se cerró tras él con un gran estrépito de trancas y de cerrojos.

Mas, por breve que fue esta aparición y desaparición, tuve tiempo de reconocer en el comprador de biombos a uno de mis vecinos cómicamente disfrazado con anteojos, peluca rubia y sombrero de pelo.

Entre tanto que yo buscaba la explicación de esta comedia, el cochero, desde el pescante, se desgañitaba gritando:

— ¡Patrón, no sea sinvergüenza, págueme la carrera!


El Mercurio, 3 de febrero 1907.

 

 

III

Lo menos cuatro cuadras habíame alejado calle arriba y aún oía a mis espaldas el retumbo furioso del mango de la fusta, cayendo sobre las claveteadas hojas del ancho portón. El encolerizado auriga había descendido del pescante y se paseaba por la acera, pateando de coraje y llamando a grandes voces a la policía.

Pasó algún tiempo y perdí de vista a mis vecinos. Sin duda el trabajo del taller absorbía su tiempo de tal modo que no disponían ni siquiera de un minuto para asomarse a la calle.

Los proveedores continuaban acudiendo a la Montaña de Oro, pero todos los días veía entre ellos caras nuevas, desconocidas en el barrio, Los sábados, con gran disgusto de mi parte, eran días de inusitado movimiento. Los delantales blancos formaban una legión que obstruía la calle, y tal era el tumulto y el vocerío a veces, que una mañana un escuadrón de policía montada acudió al galope y dispersó al grupo, creyendo tal vez en un nuevo 23 de octubre.

Las extrañas costumbres de mis vecinos y el misterio en que aparecían envueltos aguijoneaba mi curiosidad, mas nada habría logrado saber de sus interioridades sin la ayuda de un viejo vendedor de aves que acudía todos los sábados en busca de un vaso de agua para apagar la sed.

Como le interrogase acerca del objeto de aquellas periódicas asambleas de las gentes de su gremio, me contestó melancólicamente:

— Venimos, señor, a ver si nos pagan algo de lo que nos deben.
— ¿Y cómo es que a ustedes que se pasan de listos, según es fama, les suceden estos percances?
— ¡Ah, señor, por eso mismo que usted dice, por pasarme de listo y creerme un «peje» que ve debajo del agua, me veo ahora quebrado, sin capital para trabajar!
— ¿Cómo, tan grande es el clavo?
— ¡Ciento doce pesos, patrón, ni un cobre menos es el clavito que le han remachado a este zorzal que fantaseaba de aguilucho! Y para que me tenga lástima y no se incomode cuando venga a molestarlo, voy a decirle lo que todavía no le he contado a nadie:

— A ésos (y me señaló la casa del frente) yo los conocí en otro barrio, porque ha de saber usted que, cuando en uno se les brocea la mina, se trasladan a otro donde no los conozcan.
— Pero esas mudanzas deben ser ruinosas... La conducción de los útiles, de las maquinarias...

El narrador clavó en mí una mirada llena de sorpresa y me interrumpió:

— ¿De qué máquinas habla usted?
— De las del taller. Esas con que se fabrican los biombos y los telones.

Sonrió el viejo y me contestó:

—El acarreo de esas máquinas no cuesta gran cosa, porque todavía no se ha descubierto la mina de que se ha de sacar el fierro para fundirlas. Créame, patrón, ahí no funcionan otras máquinas que éstas, y abrió y cerró las mandíbulas mostrando los pocos dientes que conservaba. Eso sí, trabajan de día y de noche y no se gastan ni descomponen nunca! ¡Vaya si lo sabré yo!

Y después de este paréntesis, continuando el relato, prosiguió:

— La primera vez que, por mi desgracia, me presenté en la casa me compraron, pagándome sin regatear, los pollos y gallinas que llevaba. Esto me engolosinó y volví al día siguiente con una docena de patos que acababa de comprar casi de balde en la Estación Central. Pedí por ellos un disparate; pero, contra lo que yo esperaba, me dijeron que, aunque el precio era muy barato, no se interesaban porque tenían un casero antiguo que les entregaba las aves por semanas y no querían hacerle un desaire, dejándolo por otro a quien no conocían.

Como echar zancadillas a los de la profesión es algo que los polleros no podemos resistir, dije que si el otro les dejaba las aves por semanas, yo se las dejaría por meses. ¡Y vea usted lo que es la tonta vanidad y el afán de desbancar a uno del oficio! Rogué para que me recibiesen los patos y tragué el anzuelo, creyendo que yo, inocente de mí, era el que tenía la caña de pescar en la mano.

Y tan estúpidamente confiado me mostré que, cuando eché de ver la tramoya, estaba ya clavado hasta la coronilla. No me creo un lince, pero tampoco soy un idiota, los años me han dado experiencia y sé cuál es mi mano derecha; sin embargo, ellos han hecho conmigo lo que han querido.

Contar sus astucias y sus tretas para engatuzarnos sería cuento de nunca acabar. Bástele saber que, para no dejar entre sus garras las pocas plumas que me quedan tengo que ir cuando voy a cobrarles, con las manos vacías. Una de las últimas que me jugaron y que también quiero contarle, fue la que me obligó a proceder así:

Llegué una mañana con la firme intención de perder todo el día, si era preciso, antes de irme sin sacarles nada. Llevaba en la cesta cuatro capones como cuatro pavos, y me decía, si me invitan a entrar como ya lo hicieron una vez, echo mano a lo primero de valor que pille y me largo en seguida callandito. Pues, señor, ni que me hubieran adivinado. Apenas me presenté, se abrió la puerta y salió uno de esos tramposos de gordinflones y me invitó con grandes aspavientos y zalamerías a pasar adelante para hacer la mañana. Entramos a una pieza que supuse sería el comedor y nos sentamos junto a una mesa donde había vasos y botellas. El canasto con las aves lo dejé a la entrada, encima de un banco. Bebimos una copita de pisco y muy luego entablamos conversación sobre lo que él llamó cuentecita, una friolera que me cancelarían en cuanto se aprobasen los presupuestos, pues habían hecho grandes negocios con el Fisco. Estábamos a fines de mayo, mas yo no sabía entonces lo que esto significaba.

Yo quería hablar, exigir, protestar, pero el maldito hablantín no me dejaba meter basa. Mareábame más que el pisco su palabrería. Varías veces me levanté para irme, aburrido de no sacar más que promesas y juramentos; pero, poniéndome la manaza en el hombro me obligaba a sentarme de nuevo, bebíamos otra copita y seguía la conversación. De repente, y no supe cómo, apareció en sus manos una baraja. Me desafió a jugar una brisca y creí calarle la intención, pues sabía de algunos acreedores a quienes la sota y el caballo convirtieron en deudores en menos que canta un gallo. Lo que es a mí, pensaba, no me hacen caer en la trampa. Conozco demasiado esa treta de las cartitas. Muy luego vi que no iba descaminado, porque el amigo me propuso, para dar interés a la brisca, que jugáramos alguna cosita. Aquí me vino de molde la ocasión para recordarle lo que me debían. Sonrió el muy pillo y me dijo como bromeando que me aceptaba así, sin plata, la parada que yo pusiese. Le contesté que no era ningún tahur y me paré para marcharme, disgustado de veras. En ese momento entraron los otros tres de la comparsa y con sus zalameras palabras volvieron a sujetarme en el asiento. Bebimos otra ronda de pisco y para hacerles ver que no era ningún malcriado, tomé las cartas que me pasaron.

Jugamos, así, varias briscas por pura diversión, y tan alegres y entretenidos eran mis compañeros que cuando sonó en el cerro el cañonazo de las doce, me pareció que no era ésa la hora, tan corto se me hizo el tiempo. Aquella vez sí que estaba decidido a irme, pero me dijeron que el almuerzo estaba listo y que tenía, so pena de que no me pagaran nunca, que hacerles el honor de acompañarlos. No sé si el pisco tenía en mi condescendencia algo de culpa, mas es lo cierto que no desairé el convite.

La cazuela de ave que nos sirvieron me pareció la mejor que había gustado en mi vida. Saboreándola pensé en la regalada vida de esos cuatro comilones y también pensé en el pobre diablo que pagaba aquel banquete. Este último pensamiento casi me hizo soltar la carcajada. ¿Sería algún pollero conocido? ¡Cómo iba a reírme si lograba saberlo!

Concluido el primer plato se notó que no había en la mesa ni vino ni chicha. Todos a una dijeron que no tenían sencillo y entonces una de las dueñas de casa me pidió con amabilidad:

— Casero, Ud. debe tener algunas chauchas sueltas. Présteme algunas , mientras cambio un billete de a veinte.

Saqué los últimos cuarenta centavos que tenía y se los pasé.

Acabado el almuerzo nos levantamos todos, y figúrese Ud. mi admiración al ver que el canasto con los capones no estaba donde lo había dejado. Me cuadré delante de los cuatro y les grité con toda la rabia que sentía dentro:

— ¿Dónde están mis capones?

Me miraban y se miraban como si no comprendieran lo que les decía y uno de ellos, dirigiéndose a una de las mujeres le preguntó:

— Mira, Carlotita, ¿dónde están los capones?
— ¿Qué capones?

Yo respondí furioso:

— ¡Los que estaban aquí en el canasto!
— ¡Vaya, pero si se los acaban de comer! Y levantando la voz preguntó a su vez:

— Maclovia: ¿No me dijiste que esos capones los habían comprado para el almuerzo?

La tal Maclovia, qué debe ser una buena alhaja, le respondió también a gritos:

— ¡Así me lo dijo, niña, la Susana!
— Registra si quedó alguno.
— Aquí no quedan más que las plumas.

Fue tal la rabia que sentí que, como un toro, embestí a los cuatro con la cabeza gacha. No sé cuánto duró la batalla, pero el caso es que me encontré en mitad de la calle con el delantal hecho hilachas, sin sombrero y sin canasto.

Bebió el narrador un nuevo vaso de agua, saludó y se fue. Antes de cerrar la puerta eché un vistazo hacia fuera. La calle estaba vacía, el portón cerrado y, sentada en el borde de la acera, en su actitud tímida y circunspecta, la anciana y andrajosa propietaria de la burra de leche.

Dieter Oelke
Universidad de Concepción
Chile



 

 

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Escritos olvidados de Baldomero Lillo.
Publicado en Anales de literatura hispanoamericana, N°25. Ed. Unív. Complutense, Madrid, 1986