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Baldomero Lillo | Eduardo Barrios | Autores |



 








Baldomero Lillo [1]

Por Eduardo Barrios
Publicado en Revista Chilena, N°65, septiembre de 1923




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Señoras, señores:

¿Qué forma íntima de perdurabilidad toma en cada cual de nosotros el gran escritor después de su muerte?

Comienzo formulando esta pregunta porque nos hallamos aquí, con el deseo tal vez algo presuntuoso de honrar a Baldomero Lillo, un núcleo de sus compañeros y otro de su público emocionado; y, aunque a todos nos congrega idéntico movimiento de amor y una misma convicción nos une, pienso inevitablemente primero en cuanto difiere la significación personal que post mortem adquiere para estos dos grupos la figura excepcional.

Converjen sin duda unánimes nuestras miradas en su término, allá donde la admiración quiere que el juicio y la historia den a Baldomero Lillo su puesto de eternidad. Al revisar, dentro de pocos instantes, algunos valores esenciales de «Sub-Terra» y «Sub-Sole», estaremos todos conformes en reconocer que tuvimos un cuentista extraordinario, verdadero fundador de dinastía literaria en Chile y blasón de genialidad cordial para dignificar esta raza dura; sentiremos asimismo, sin discrepancia, henchirse nuestro orgullo y tenderse más confiada nuestra esperanza sobre las futuras generaciones de narradores chilenos; aun más, a todos, este corazón gigante, esta mentalidad poderosa, nos ennobleció ya el pulso del amor frente a los pobres, a los oprimidos, a los desarmados de la vida, y reconoceremos por lo tanto un santo en é1, además de un escritor. Sin embargo, nuestros puntos de vista para apreciar a este hombre y su obra, o los caminos andados por nuestros espíritus junto al artista, diré más bien, ¿fueron iguales para el público y el camarada?

Evidentemente, no.

Han de diferir entonces las imágenes perdurables que de Baldomero Lillo acompañen a cada cual en el devenir de los días. Y he aquí por qué ahora, en este momento de sinceridades, antes de subrayar la obra, presumo útil sumar al ensueño de quienes apenas contaron entre sus lectores, algunos trazos míos sobre el hermano mayor cuya sola presencia a mi lado era ya sombra aliviadora, confianza, protección callada y tónica de fuerza y desinterés, de sencillez y amor, de humildad y grandeza.

Muchos años hace que Baldomero habíase retirado a San Bernardo y sus amigos no le teníamos como apoyo tangible en el batallar de la producción. La necesidad de cercarse contra los peligros del trabajo, para prolongar su vida sin salud hasta cumplir con los hijos ese ideal de dar el maximum que fue su aspiración primera, le había impuesto la resignación de aceptar una exigua renta de jubilado. El cultivo de un huerto pobre y el amor de su hermano Samuel debían suplir lo demás. Y amparado en aquel clima, en aquel abrigo de sus pulmones, vivió años sin venir a Santiago, como el enfermo que teme destaparse.

Pero hay almas que se incorporan en definitiva a nuestra atmósfera interior, almas que amamos aun sin medir bien nuestro sentimiento, ya por encima de la conciencia y de la voluntad, y con las cuales hemos de vivir siempre, irremisiblemente. Podrán aparentar olvido nuestros actos materiales, hasta reprocharemos nosotros mismos en nuestra conducta con ellas cierto abandono y despreocupación del trato visible; pero en lo íntimo, y no sólo durante las horas de meditación, sino en medio de los pensamientos cotidianos y los mil movimientos anímicos sin mayor importancia que tejen el fondo del yo virtual, ellas pasan, siempre, día a día; cruzan silentes como el vuelo de una mariposa sin cuerpo ni color; con nada chocan, nada perturban ni deciden; no las vemos casi; y, no obstante, allí están siempre, volando, pasando, acompañando, y son lo mejor de nuestro mundo interno, porque son amor sin interés.

La hora en que esta sombra amada de Baldomero más a menudo me frecuenta es la una y media de la tarde. Seis años atrás, cuando aun era él empleado universitario como yo, a esa hora lenta llegaba de San Bernardo. Iba primero a su sala de Oficial de las Facultades, para colgar el sombrero frente al retrato del Abate Molina, y en seguida tomaba rumbo a mi oficina de la Pro-Rectoría.

Ya sabía yo quién venía cuando se aproximaban por el patio resonante unos pasos sin afán, trancos de vagabundo ensimismado, secos golpes de taco, a la vez confiados y livianos, como que pesaban sobre ellos apenas un alma empinada y un cuerpo ingrávido. Pero mis ojos salían siempre ávidos a su encuentro, desde mi rincón, y le recibían en la puerta.

Aparecía.

—¿Qué dice el gran Vladimir?
—¡Psh! Nada.
—¿Nada nuevo? —
Nihil novo sub sole.

Frases ya rituales entre nosotros. Poco venía tras ellas. Rara vez, acaso nunca de veras, había para él algo nuevo. Entre las brasas de su corazón habían ardido ya todas las fuerzas turbulentas del mundo.

Pero aunque yo lo supiera y conociese la respuesta estribillo, le interrogaba, se me ocurre que por el mero placer de llamarle grande. «Gran Vladimir», le decía; y por el disimulo risueño del mote, que por lo demás no era sino el pseudónimo con que había firmado ya memorables artículos en El Mercurio, él me toleraba el homenaje.

Estábase buen rato conmigo, de pie ante mi escritorio. Aun veo, con el mismo respeto que siempre me impuso su alma buena y la misma ternura que a todos hacía manar su débil complexión, aquella figura larga, desgarbada, invariablemente de luto: el rostro, flaco, empenachado por la cabellera negra, áspera y revuelta como una llamarada, invadido por la barba indígena, rala y bravía, rastrojo en tierra pobre; los hombros, subidos, en ángulo, de donde caía la americana, abrochado el primer botón y abriéndose abajo los extremos; luego los pantalones, casi vacíos, encima de los huesos, siempre con la forma perdida y siempre cortos como los de un adolescente; por fin, los pies, grandes, separados, humildes, pies con fisonomía. Le veo pararse ante mi mesa y repetir, en silencio, sus gestos favoritos: ladear la cabeza; levantar la mano, con los dedos tendidos y juntos, para sacudir de una ventanilla de la nariz no sé qué pelusilla o qué polvo imaginario; y quedar después masticando febrilmente... ¿qué? Nada. Parece que sus nervios le exigían acompasar su actividad interior con aquel tic de gastarse la dentadura.

Pocas palabras cambiábamos. Por lo general, hablaba yo. Él, sólo por excepción resultaba locuaz, apenas cuando su agudo sentido del ridículo había sorprendido algo que referir. Porque en la charla prefería relegar el dolor a su vida profunda y a su obra, a ese conjunto que, a semejanza del vientre del Laócoonte, era una superficie toda crispada por el sufrimiento y, dentro, una entraña trágica y convulsa. El beneficio de su trato brotaba de la oportunidad. Presentado un punto de juicio, su opinión era luz, y, sobre todo, era comprensión y piedad.

Cuando se iba, mis ojos le seguían otra vez con mi cariño hasta la puerta. Ahora mismo, en el recuerdo vivo, le siguen. Allá va la llamarada negra sobre la nuca hundida entre dos tendones, va ladeada sobre los hombros endelebles y suspendidos. Por detrás, la americana cae doblando un pliegue hasta el ruedo. Y van también las piernas dentro de los pantalones encogidos. Como entonces, hoy le veo; como entonces, me inclino con respeto y me baño de ternura.

Sólo que hoy, al decirme «ha estado conmigo», mi alegría no es la de antes. En aquel tiempo, decirme «ha estado conmigo» significaba una tranquilidad pasajera, el detenimiento de una angustia; porque día sin verle importaba día de inquietud, de la alarma frecuente en que nos ponían las caídas periódicas de su organismo socavado. Y hoy, verle en mí es tan sólo paz, culto encendido de veneración.

Así pasa Baldomero Lillo por entre mis pensamientos cotidianos, por entre los mil movimientos anímicos imperceptibles que tejen el fondo de mi yo virtual. He aquí, pues, su forma de perdurabilidad íntima para mí: sombra amada que cruza silente y discreta como el vuelo de una mariposa sin cuerpo ni color, todos los días, y con nada choca, nada perturba, sobre nada pesa. Eficaz y sin embargo casi inadvertida compañía, proyección muda de amor y santidad.


* * *


Tal como hablaba únicamente cuando algo tenía que decir, n escribía sino cuando alguna semilla de la vida le había brotado en planta robusta de piedad. A sus cuentos regocijados, como aquel delicioso «Cañuela y Petaca», aquella trágica ironía de «Caza Mayor» o aquella sabrosa página de humor sobre la huelga del año 1905, tuvieron por gracia el temblor de una lágrima compasiva.

Yo le conocí en la época en que ya casi no escribía. «Sub-Terra», publicado en 1904, «Sub-Sole», en 1907, y la chispeante serie de cuadros firmada «Vladimir» habían hecho ya su camino de gloria. No obstante, cerca de mí compuso su cuento tal vez más emotivo: «Era él sólo», esa existencia agobiada de chico huérfano y sirviente, suicida por falta de fuerzas para resistir la montaña de sus menesteres. Y más adelante, sublevada su alma de justo por el crimen de los mil obreros ametrallados en Iquique el 21 de Diciembre del año 7, se propuso alzar su alarido en una novela que cayera como un látigo de redención. Pero hemos perdido esa obra formidable, de seguro una obra maestra, por la honradez del escritor. Habría contenido esa novela el excedente de pasión que siempre hay en todo artista grande y, sin prédicas, —Baldomero Lillo tuvo demasiado buen gusto para predicar dentro de su labor rebelde,— habría logrado largo alcance de redención.

El novelista planeó su libro. Debía reflejar la vida obrera en el salitre; pero él no la conocía por experiencia directa y vivida. Me consultó entonces —lo digo sin petulancia— me consultó mucho, anotó elementos que yo, como ex-empleado de la pampa de fuego, pude allegarle. Hasta hizo un viaje allá, durante unas breves vacaciones. Mas desistió al cabo. Se atribuye el abandono de esta concepción a la decadencia rápida de los pulmones del escritor. La causa fué la honradez de su conciencia artística. Me lo dijo un día: «No sé lo bastante de ese ambiente, no lo he asimilado como el de las minas de carbón».

Luego, si le preguntaban qué se proponía escribir en cambio, respondía humilde, sin el menor gesto, con toda la probidad dignísima de su alma: «Nada. Sin tener nada merecedor de contarse, nada. Buscar temas con empeño, por hacer hervir la marmita del éxito, no es cosa que me seduzca».

Y permaneció en silencio, hasta que al fin la enfermedad le vedó todo trabajo.

Aquí tenemos, pues, las dos virtudes esenciales de su obra: la piedad y la honradez.

Toda su existencia voló sobre los planos de este avión. Nació el año 1867, en Lota, donde su padre colaboraba en la dirección del establecimiento carbonífero, Tarde, porque desde niño tuvo salud precaria, marchó a estudiar las humanidades al Liceo de Lebu. De allí regresa al mineral para hacerse cargo de uno de los almacenes de la Compañía. Y a partir de esa edad, en el contacto diario con el trabajador esquilmado, trémulo ante los niños mineros esclavizados por la miseria, conmiserado aun frente a las bestias soterradas en la negrura de las galerías, las alas del novelista empiezan a desplegarse de su tronco estremecido.

Los libros de Tolstoy, Gorki y Dostoiewsky abriéronle los ojos a su atmósfera; y cuando vino a Santiago, a casa de su hermano Samuel, el cóndor voló.

Y esto vino a ocurrir en la madurez de su vida: a los 37 años nos dió Baldomero Lillo su primer libro.

Tanto había en él ya inflamado en su genialidad, que resultaron sus cuentos una apretada acumulación de dolor. Permitiéndose una paradoja, se podría decir que la piedad de Baldomero Lillo constituye la más enorme y refinada de las crueldades. Multiplica los detalles penosos, amalgama los elementos trágicos, los ordena con cálculo sabio, certero, aun alevoso, para ir angustiando al lector, desgarrándolo, llevándolo hasta los límites de la tortura. Con sus personajes, llega al ensañamiento. Y es precisamente de esta acumulación cruel y de este destrozo que en el corazón nos causa, de donde nace la imperecedera emoción estética que su obra nos procura. Aborreceríamos al autor, si no corriese entre todas esas pulpas amargas la linfa dulce de su vertiente de amor.

De la segunda de sus virtudes ya señaladas como esenciales, redunda otra todavía: la chilenidad. No se trata, por supuesto, de la chilenidad perseguida hasta la búsqueda penosa, pintarrajeada con los coloretes del poncho, «las nevadas cumbres,» los arreos del huaso y los baratos vocativos; sino de la natural y fluída, lógica e insospechable del observador sincero. Baldomero Lillo escribió siempre sinceramente cuanto vio y sintió; y como tanto su ambiente como su alma eran chilenos, autóctono hubo de resultar por fuerza, sin premeditación ni empeño, irremediablemente, su arte. No hay, en realidad, otro medio de ser «nacional», que este de ser simplemente sincero. Una vez resuelta esta actitud con firmeza, bien podemos suprimir sin peligro alguno los «ño Peiros», los «huainas» y todas las infelices libretas de folklore.

Si; fue Baldomero el más chileno de los narradores de su generación, y lo fue nada más que porque entre las fuentes vivas y el papel tendió con sinceridad espontánea y absoluta el arco de su talento.

Su estilo —punto vulnerable de su labor— quedó imperfecto sin duda por razón de estas mismas virtudes. La sinceridad chilena le alejaba de los modelos elegantes de Europa; la acumulación apretada de valores emotivos y episodios elocuentes produjo a su vez ese paso roto, como de sumandos añadidos, que ritma su prosa; y quién sabe si también por el reventar algo tardío de su vena, factor de solidez para su obra, improvisó con urgencia precipitada su técnica literaria. Poco importa esto, al fin. El arte de combinar las palabras parece condenado a desarrollarse entre auroras y crepúsculos cada vez más próximos, y la duración de estos días se hace por lo tanto cada vez más corta. Lo esencial es la honda significación de lo vaciado en la forma. Además, la forma de Baldomero Lillo hubo de pertenecer al siglo XIX, y en esa época la literatura literaria fue retórica, libresca, brillante y afeitada, reñida con toda síntesis y toda transparencia, acartonadora de toda carne viva de humanidad y de toda sutileza del espíritu. Sin ella, Baldomero Lillo se alzó grande, inmenso, plenamente humano, algo brutal como su raza y, como el Cristo, sangrante y desnudo hasta de piel el corazón.

Pues bien, paralelo al piadoso cruel, paralelo a este perverso graduador de los crescendos de la angustia, cuyos cuentos Sub-Sole y La Compuerta Num. 12, por ejemplo, hicieron llorar a sollozos cuando en esta misma sala fueron leídos, escribió todavía el Baldomero humorista. Se recopilarán algún día los cuadros santiaguinos que publicó en «El Mercurio», allá por el invierno y la primavera del año 6, si es aproximada mi memoria.

Lillo realizó allí el reverso de sus tragedias: la sabrosidad regocijada en la exacta observación. Manteniendo viva la verdad, encendió el diamante de la risa, y sin más que volver por su cara risueña el prisma. La risa interna, callada y perenne, sin la carcajada estridente y pasajera que arranca el chiste, nos queda de esas páginas retenidas de espíritu y nos acompaña para siempre, entre las conquistas definitivas de la vida.

Esta gracia culmina en sus cuentos del tono de «Cañuela y Petaca» y «Caza Mayor». Allí el humorista alcanza las proporciones de la gran ironía y del símbolo cristalizador de la infelicidad humana. «Caza Mayor» es la cúspide; su gracia limita con lo trágico. Allí está el punto en que lo cómico descorre el telón del drama. El pobre viejo cazador, burlado por el perro del amo, peor aún, por el perro del mayordomo, y enredándose en su propia mansedumbre, involucra la historia de siglos de opresión y vencimiento.

Pero no porque la culminación de esta vena de Lillo se encuentre ya retenida en las páginas del libro, han de abandonarse los cuadros humorísticos a que aludo. El Ateneo, que tanto le debe, está obligado, a mi juicio, a eternizar en un volumen póstumo esa labor. Si con los grandes artistas solemos resultar présbitas y necesitar perspectiva para medirlos en su talla entera; si nos hemos reunido hoy para reverenciar al más alto de nosotros, que sea ésta la primera ventaja de su muerte.

Después, Ella sola hará lo demás. La muerte es el viento sobre el fuego, que apaga las lámparas, pero sopla y aviva las hogueras que alumbran las razas.

Abramos con religiosidad el culto de esta gran hoguera nuestra.


 

[1] Leído en el Ateneo de Santiago, en la velada que dedicó a la memoria del glorioso cuentista el 10 de Noviembre último.

 

 

 



 

 

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