Pedro María, con las piernas encogidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incisión que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo y corría por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para extraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio y negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galería.
Hacía algunas horas que trabajaba con ahínco para finiquitar aquel corte y empezar la tarea de desprender el carbón. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable. Pedro María sudaba a mares, y de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precisión, hacía más difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilación aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixiante, le producía ahogos y accesos de sofocación, y la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, sólo le permitía posturas incómodas y forzadas que concluían por entumecer sus miembros ocasionándole dolores y calambres intolerables.
Apoyado en el codo, con el cuello doblado, golpeaba sin descanso, y a cada golpe el agua de la cortadura le azotaba el rostro con gruesas gotas que herían sus pupilas como martillazos. Deteníase entonces por un momento para desaguar el surco y empuñaba de nuevo la piqueta sin cuidarse de la fatiga que engarrotaba sus músculos, del ambiente irrespirable de aquel agujero, ni del lodo en que se hundía su cuerpo, acosado por una idea fija, obstinada, de extraer ese día, el último de la quincena, el mayor número posible de carretillas; y esa obsesión era tan poderosa, absorbía de tal modo sus facultades, que la tortura física le hacía el efecto de la espuela que desgarra los ijares de un caballo desbocado.
Cuando la circa estuvo terminada, Pedro María sin permitirse un minuto de reposo se preparó inmediatamente a desprender el mineral. Ensayó varias posturas buscando la más cómoda para atacar el bloque, pero tuvo que resignarse a seguir con la que había adoptado hasta allí, acostado sobre el lado derecho, que era la única que le permitía manejar la piqueta con relativa facilidad. La tarea de arrancar el carbón, que a un novicio le parecería operación sencillísima, requiere no poca maña y destreza, pues si el golpe es muy oblicuo la herramienta resbala, desprendiendo sólo pequeños trozos, y si la inclinación no es bastante, el diente de acero rebota y se despunta como si fuese de mazapán.
Pedro María empezó con brío la tarea, atacó la hulla junto al corte y golpeando de arriba abajo desprendiéronse de la vena grandes trozos negros y brillantes que se amontonaron rápidamente a lo largo de la hendidura; pero a medida que el golpe subía, el trabajo hacíase muy penoso. En aquel pequeño espacio no podía darse a la piqueta el impulso necesario: estrechada entre el techo y la pared, mordía el bloque débilmente, y el obrero, desesperado, multiplicaba los golpes arrancando sólo pequeños pedazos de mineral.
Un sudor copiosísimo empapaba su cuerpo, y el espeso polvo que se desprendía de la vena, mezclado con el aire que respiraba, se introducía en su garganta y pulmones produciéndole accesos de tos que desgarraban su pecho dejándole sin aliento. Pero golpeaba, golpeaba sin cesar, encarnizándose contra aquel obstáculo que hubiera querido despedazar con sus uñas y sus dientes. Y enardecido, furioso, a riesgo de quedar allí sepultado, arrancó del techo un gran tablón contra el cual chocaba a cada instante la herramienta.
Una gota de agua, persistente y rápida, comenzó a caerle en la base del cuello, y su fresco contacto le pareció en un principio delicioso; pero la agradable sensación desapareció muy pronto para convertirse en un escozor semejante al de una quemadura. En balde trataba de esquivar aquella gotera que, escurriéndose antes por el madero, iba a perderse en la pared y que ahora abrasaba su carne como si fuera plomo derretido.
Sin embargo, no cejaba con su tenaz empeño, y mientras el carbón se desmoronaba amontonándose entre sus piernas, sus ojos buscaban el sitio propicio para herir aquel muro que agujereaba hacía ya tantos años, que era siempre el mismo, de un espesor tan enorme que nunca se le veía el fin…
Pedro María abandonó la faena al anochecer y tomando su lámpara y arrastrándose penosamente por los corredores, ganó la galería central. Las corrientes de aire que encontraba al paso habían enfriado su cuerpo, y caminaba quebrantado y dolorido, vacilante sobre sus piernas entorpecidas por tantas horas de forzada inmovilidad…
Cuando se encontró afuera sobre la plataforma, un soplo helado le azotó el rostro, y sin detenerse, con paso rápido descendió por la carretera. Sobre su cabeza grandes masas de nubes oscuras corrían empujadas por un fuerte viento del septentrión, en las cuales el plateado disco de la luna, lanzado en dirección contraria, parecía penetrar con la violencia de un proyectil, palideciendo y eclipsándose entre los densos nubarrones para reaparecer de nuevo, rápido y brillante, a través de un fugitivo desgarrón. Y ante aquellas furtivas apariciones del astro, la oscuridad huía por unos instantes, destacándose sobre el suelo sombrío las brillantes manchas de las charcas que el obrero no se cuidaba de evitar en su prisa de llegar pronto y de encontrarse bajo techo, junto a la llama bienhechora del hogar.
Transido de frío, con las ropas pegadas a la piel, penetró en el estrecho cuarto. Algunos carbones ardían en la chimenea, y delante de ella, colgados de un cordel, se veían un pantalón y una blusa de lienzo, ropa que el obrero se puso sin tardanza, tirando la mojada en un rincón. Su mujer le habló entonces, quejándose de que ese día tampoco había conseguido nada en el despacho. Pedro María no contestó, y como ella continuase explicándole que esa noche tenía que acostarse sin cenar, pues el poco café que había lo destinaba para el día siguiente, su marido la interrumpió, diciéndole:
—No importa, mujer, mañana es día de pago y se acabarán nuestras penas.
Y rendido, con los miembros destrozados por la fatiga, fue a tenderse en su camastro arrimado a la pared. Aquel lecho compuesto de cuatro tablas sobre dos banquillos y cubiertas por unos cuantos sacos, no tenía más abrigo que una manta deshilachada y sucia. La mujer y los dos chicos, un rapaz de cinco años y una criatura de ocho meses, dormían en una cama parecida, pero más confortable, pues se había agregado a los sacos un jergón de paja.
Durante aquellos cinco días transcurridos desde que el despacho les cortó los víveres, las escasas ropas y utensilios habían sido vendidos o empeñados; pues en ese apartado lugarejo no existía otra tienda de provisiones que la de la Compañía, en donde todos estaban obligados a comprar mediante vales o fichas al portador.
Muy pronto un sueño pesado cerró los párpados del obrero, y en aquellas cuatro paredes reinó el silencio, interrumpido a ratos por las rachas de viento y lluvia, que azotaban las puertas y ventanas de la miserable habitación.
La mañana estaba bastante avanzada cuando Pedro María se despertó. Era uno de los últimos días de junio y una llovizna fina y persistente caía del cielo entoldado, de un gris oscuro y ceniciento. Por el lado del mar una espesa cortina de brumas cerraba el horizonte, como un muro opaco que avanzaba lentamente tragándose a su paso todo lo que la vista percibía en aquella dirección.
Bajo el zinc de los corredores, entre el ir y venir de las mujeres y las locas carreras de los niños, los obreros, con el busto desnudo, friccionábanse la piel briosamente para quitarse el tizne adquirido en una semana de trabajo. Ese día destinado al pago de los jornales era siempre esperado con ansia y en todos los rostros brillaba cierta alegría y animación.
Pedro María, terminado su tocado semanal, se quedó de pie un momento apoyado en el marco de la puerta, dirigiendo una mirada vaga sobre la llanura y contemplando silencioso la lluvia tenaz y monótona que empapaba el suelo negruzco, lleno de baches y de sucias charcas. Era un hombre de treinta y cinco años escasos pero su rostro demacrado, sus ojos hundidos y su barba y su cabello entrecanos le hacían aparentar más de cincuenta.
Había ya empezado para él la época triste y temible en la que el minero ve debilitarse, junto con el vigor físico, el valor y las energías de su efímera juventud.
Después de haber contemplado un instante el triste paisaje que se desenvolvía ante su vista, el obrero penetró en el cuarto y se sentó junto a la chimenea donde en el tacho de hierro hervía ya el agua para el café.
La mujer, que había salido, volvió, trayendo pan y azúcar para el desayuno. De menos edad que su marido, estaba ya muy ajada y marchita por aquella vida de trabajos y de privaciones que la lactancia del pequeñuelo había hecho más difícil y penosa.
Terminado el mezquino refrigerio, marido y mujer se pusieron a hacer cálculos sobre la suma que el primero recibiría en el pago y, rectificando una y otra vez sus cuentas, llegaron a la conclusión de que pagado el despacho les quedaba un sobrante suficiente para rescatar y comprar los utensilios de que la necesidad les había obligado a deshacerse. Aquella perspectiva los puso alegres y como en ese momento comenzase a sonar la campana de la oficina pagadora, el obrero se calzó sus ojotas y seguido de la mujer que, llevando la criatura en brazos y el otro pequeño de la mano, caminaba hundiendo sus pies desnudos en el lodo, se dirigió hacia la carretera, uniéndose a los numerosos grupos que se marchaban a toda prisa en dirección de la mina.
El viento y la lluvia que caía con fuerza les obligaba a acelerar el paso para buscar un refugio bajo los cobertizos que rodeaban el pique, los que muy luego fueron insuficientes para contener aquella abigarrada muchedumbre.
Allí estaba todo el personal de las distintas faenas, desde el anciano capataz hasta el portero de ocho años, estrechándose unos a otros para evitar el agua que se escurría del alero de los tejados y con los ojos fijos en la cerrada ventanilla del pagador.
Después de un rato de espera el postigo de la ventana se alzó, empezando inmediatamente el pago de los jornales. Esta operación se hacía por secciones, y los obreros eran llamados uno a uno por los capataces que custodiaban la pequeña abertura por la que el cajero iba entregando las cantidades que constituían el haber de cada cual. Estas sumas eran en general reducidas, pues se limitaban al saldo que quedaba después de deducir el valor del aceite, carbón y multas y el total de lo consumido en el despacho.
Los obreros se acercaban y se retiraban en silencio, pues estaba prohibido hacer observaciones y no se atendía reclamo alguno, sino cuando se había pagado al último trabajador. A veces un minero palidecía y clavaba una mirada de sorpresa y de espanto en el dinero puesto al borde de la ventanilla, sin atreverse a tocarlo, pero un:
—¡Retírate! imperioso de los capataces le hacía estirar la mano y coger las monedas con sus dedos temblorosos, apartándose en seguida con la cabeza baja y una expresión estúpida en su semblante trastornado.
Su mujer le salía al encuentro ansiosa, preguntándole:
—¿Cuánto te han dado?
Y el obrero por toda respuesta abría la mano y mostraba las monedas y luego se miraban a los ojos quedándose mudos, sobrecogidos y sintiendo que la tierra vacilaba bajo sus pies.
De pronto algunas risotadas interrumpieron el religioso silencio que reinaba allí. La causa de aquel ruido intempestivo era un minero que viendo que el empleado ponía sobre la tablilla una sola moneda de veinte centavos, la cogió, la miró un instante con atención como un objeto curioso y raro y luego la arrojó con ira lejos de sí.
Una turba de pilletes se lanzó como un rayo tras la moneda que había caído, levantando un ligero penacho en mitad de una charca, mientras el obrero, con las manos en los bolsillos, descendía por la carretera sin hacer caso de las voces de una pobre anciana que con las faldas levantadas corría gritando con acento angustioso:
—¡Juan, Juan! —pero él no se detenía, y muy pronto sus figuras macilentas, azotadas por el viento y por la lluvia desaparecieron arrastradas, a lo lejos, por el torrente nunca exhausto del dolor y la miseria.
Pedro María esperaba con paciencia su turno y cuando el capataz exclamó en voz alta:
—¡Barreteros de la Doble! —se estremeció y aguardó nervioso, con el oído atento a que se pronunciase su nombre, pero las tres palabras que lo constituían no llegaron a sus oídos. Unos tras otros fueron llamados sus compañeros y al escuchar de nuevo la voz aguda del capataz que gritaba:
—¡Barreteros de la Media Hoja! —un escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se agrandaron desmesuradamente. Su mujer se volvió y le dijo, entre sorprendida y temerosa:
—No te han llamado, ¡mira! —y como él no respondiese empezó a gemir, mientras mecía en sus brazos al pequeño que aburrido de chupar el agotado seno de la madre se había puesto a llorar desesperadamente. Una vecina se acercó:
—¿Que no lo han llamado todavía?
Y como la interpelada moviese negativamente la cabeza, dijo:
—Tampoco a éste —señalando a su hijo, un muchacho de doce años, pero tan paliducho y raquítico que no aparentaba más de ocho.
Aquella mujer, joven viuda, alta, bien formada, de rostro agraciado, rojos labios y blanquísimos dientes, se arrimó a la pared del cobertizo y desde allí lanzaba miradas fulgurantes a la ventanilla tras la cual se veían los rubios bigotes y las encarnadas mejillas del pagador.
Pedro María, entretanto, ponía en tortura su magín haciendo cálculos tras cálculos, pero el obrero como tantos otros que se hallaban en el mismo caso echaba las cuentas sin la huéspeda, es decir, sin la multa imprevista, sin la disminución del salario o el alza repentina y caprichosa de los precios del despacho.
Cuando se hubo acercado a la ventanilla el último trabajador de la última faena, la voz ruda del capataz resonó clara y vibrante:
—¡Reclamos!
Y un centenar de hombres y de mujeres se precipitó hacia la oficina: todos ellos estaban animados por la esperanza de que un olvido o un error fuese la causa de que sus nombres no aparecieran en las listas.
En primera fila estaba la viuda con su chico de la mano. Acercó el rostro a la abertura y dijo:
—José Ramos, portero.
—¿No ha sido llamado?
—No, señor.
El cajero recorrió las páginas del libro y con voz breve leyó:
—José Ramos, 26 días a veinticinco centavos. Tiene un peso de multa. Queda debiendo cincuenta centavos al despacho.
La mujer roja de ira, respondió:
—¡Un peso de multa! ¿Por qué? ¡Y no son veinticinco centavos los que gana sino treinta y cinco!
El empleado no se dignó contestar y con tono imperioso y apremiante gritó a través de la ventanilla:
—¡Otro!
La joven quiso insistir, pero los capataces la arrancaron de allí y la empujaron violentamente fuera del círculo.
Su naturaleza enérgica se sublevó, la rabia la sofocaba y sus miradas despedían llamas.
—¡Canallas, ladrones! —pudo exclamar después de un momento en voz enronquecida. Con la cabeza echada atrás, el cuerpo erguido, destacándose bajo las ropas húmedas y ceñidas los amplios hombros y el combado seno, quedó un instante en actitud de reto, lanzando rayos de intensa cólera por los oscuros y rasgados ojos.
—¡No rabies, mujer, mira que ofendes a Dios! —profirió alguien burlonamente entre la turba.
La interpelada se volvió como una leona.
—¡Dios! —dijo—, ¡para los pobres no hay Dios!
Y lanzando una mirada furiosa hacia la ventanilla, exclamó:
—¡Malditos, sin conciencia, así se los tragara la tierra!
Los capataces sonreían por lo bajo y sus ojos brillaban codiciosamente contemplando a la real hembra. La viuda arrojó una mirada de desafío a todos y volviéndose hacia su chico, que con la boca abierta miraba embebecido una banda de gaviotas que volaban en fila, destacando bajo el cielo brumoso su albo plumaje, como una blanca cinta que el viento empujaba hacia el mar, le gritó, dándole un empellón:
—¡Anda, bestia!
El impulso fue tan fuerte y las piernas del pequeño eran tan débiles que cayó de bruces en el lodo. Al ver a su hijo en el suelo, los nervios de la madre perdieron su tensión y una crisis de lágrimas sacudió su pecho. Se inclinó con presteza y levantó al muchacho, besándolo amorosamente, y secando con sus labios las lágrimas que corrían por aquellas mejillas pálidas a las que la pobreza de sangre daba un tinte lívido y enfermizo.
A Pedro María le había llegado el turno y aguardaba muy inquieto junto a la ventanilla. Mientras el cajero volvía las páginas, el corazón le palpitaba con fuerza y la angustia de la incertidumbre le estrechaba la garganta como un dogal, de tal modo que cuando el pagador se volvió y le dijo:
—Tienes diez pesos de multa por cinco fallas y se te han descontado doce carretillas que tenían tosca. Debes, por consiguiente, tres pesos al despacho.
Quiso responder y no pudo, y se apartó de allí con los brazos caídos y andando torpemente como un beodo.
Una ojeada le bastó a la mujer para adivinar que el obrero traía las manos vacías y se echó a llorar balbuceando, mientras apretaba entre sus brazos convulsivamente la criatura:
—¡Virgen santa, qué vamos a hacer!
Y cuando su marido adelantándose a la pregunta que veía venir, le dijo:
—Debemos tres pesos al despacho— la infeliz redobló su llanto al que hicieron coro muy pronto los dos pequeñuelos. Pedro María contemplaba aquella desesperación mudo y sombrío, y la vida se le apareció en ese instante con caracteres tan odiosos que si hubiera encontrado un medio rápido de librarse de ella lo habría adoptado sin vacilar.
Y por la ventanilla abierta parecía brotar un hálito de desgracias: todos los que se acercaban a aquel hueco se separaban de él con rostro pálido y convulso, los puños apretados, mascullando maldiciones y juramentos. Y la lluvia caía siempre, copiosa, incesante, empapando la tierra y calando las ropas de aquellos miserables para quienes la llovizna y las inclemencias del cielo eran una parte muy pequeña de sus trabajos y sufrimientos.
Pedro María, taciturno, cejijunto, vio alejarse su mujer e hijos cuyos harapos adheridos a sus carnes fláccidas les daban un aspecto más miserable aún. Su primer impulso había sido seguirlos, pero la rápida visión de las desnudas y frías paredes del cuarto, del hogar apagado, del chico pidiendo pan, lo clavó en el sitio. Algunos compañeros lo llamaron haciéndole guiños expresivos, pero no tenía ganas de beber; la cabeza le pesaba como plomo sobre los hombros y en su cerebro vacío no había una idea, ni un pensamiento. Una inmensa laxitud entorpecía sus miembros y habiendo encontrado un lugar seco se tendió en el suelo y muy pronto un sueño pesado lleno de imágenes y visiones extraordinariamente extrañas y fantásticas, cerró sus párpados.
Y soñó que estaba allá abajo, piqueta en mano, atacando la vena, y cosa rara, le parecía que aquella masa oscura, quebradiza como el cristal, no tenía la consistencia de otras veces. Sacudió la lámpara para ver mejor y su extrañeza desapareció. No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que hería la acerada punta de la herramienta, sino una masa rojiza, blanda, gelatinosa. Entonces, sintió que una vivida claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre y las lágrimas vertidas por las generaciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de la mina y por los que aún poblaban sus infernales pasadizos. Y sin asombro vio que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura y que poco a poco tomaba el tinte y consistencia del extraordinario filón.
Luego la visión se transformó y se encontró delante de un inmenso crisol donde era arrojado el extraño mineral y que dejaba escapar por una abertura de su parte inferior un chorro dorado que saltaba como una cascada, esparciéndose en áureos arroyuelos por los campos.
Al contacto del oro la tierra se estremecía y, como al golpe de una varilla mágica, brotaban de su seno palacios y moradas espléndidas en cuyas estancias resplandecientes como el día, innumerables parejas se entrelazaban al acompasado son de voluptuosas danzas.
De pronto los bailes y las músicas cesaron y una luz extraña, rarísima, iluminó los aposentos. Los diamantes que brillaban en los cabellos y gargantas de las mujeres se desprendieron de sus engarces y rodaron como lágrimas por los níveos hombros y senos de las hermosas, haciéndolas estremecerse con su húmedo contacto. Los rubíes dejaban al caer manchas sangrientas sobre los regios tapices. Y las paredes, las escalinatas, los bronces y los mármoles, tomando un tinte rojo, violáceo, horrible, parecían de sangre coagulada.
Mientras Pedro María contemplaba aquella brusca transformación, una espantable turba se abalanzó sobre los edificios: eran esqueletos que con sus garfiados dedos despedazaban esos templos de la fortuna y del placer, arrancando trozos que se adherían a sus osamentas convertidos en jirones de carne palpitante.
A medida que los esqueletos se vestían de aquella extraña manera, adquiriendo sangre y músculos, los palacios se desvanecían desmenuzados por aquellos millares de tenazas y aceradas garfios. Nada restaba de las soberbias moradas, ni los cimientos. Y cuando hubo desaparecido el último escombro, la última piedra, sólo quedó en aquel sitio una muchedumbre de viejos, de jóvenes y niños tiznados y sucios.
El obrero se despertó súbitamente. Los cobertizos estaban desiertos y las gotas de lluvia modulaban su alegre sinfonía, escurriéndose rápidas por el alero de los tejados.
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Cuento de Baldomero Lillo
Publicado en La Nación, 2 de febrero de 1941