La personalidad de Baldomero Lillo puede exhibirse y exaltarse sin mengua alguna, dentro de cualquier literatura nacional de América. Se formó en una hermosa zona minero-industrial, carbonífera, en donde el afán y la pasión del lucro fijan sus términos en forma elemental y escueta: de una parte, el capital que no discrimina entre los medios de que se vale para la consecución de sus propósitos; de otra, una masa pasiva y paciente que aún no descubre los instrumentos positivos y potenciadores de la protesta fundamentada, elocuente, justiciera, y que, mientras tanto, se desahoga en sofrenada murmuración, en rezongo informe, con vago y remoto sentido de sus derechos.
No es Baldomero Lillo un mero contemplador del mundo circundante. Tampoco cabe un lindero convencional entre su yo íntimo y el drama que más tarde, intensificado en sí mismo, impregnará de aliento vital la estructura de sus cuentos. Hay un exacto vaivén, una suma cabal de lo simplemente necesario, entre sus posibilidades creadoras y su conciencia social. Cual un actor más, desempeña su doble cometido, de funcionario y de artista, entre mineros y empleados, campesinos e indígenas, mujeres, niños y animales, siempre entre las creaturas más sensibles a toda suerte de injusticias y abusos, prisionero también de los negros
crepúsculos de la materia y del espíritu.
Por todo ello, precisamente, no es posible separar su vida de su obra. Son ellas tan idénticas que constituyen una ecuación que multiplica y reitera el impacto significativo de sus cuentos.
Desde la aparición de "Sub-terra", en agosto de 1904, se percibió, con meridiana claridad, que había genio, aunque fuera en bruto, en Baldomero Lillo, y que éste abría un nuevo derrotero a nuestros cultivadores de la prosa; cuentistas o novelistas, él les señalaba, de modo imperativo, categórico, la vía más apropiada para el desenvolvimiento de una obra generosa en contenidos, de mayor arrastre y más vastas resonancias.
"Esta sí que es obra de arte —decía Antonio Bórquez Solar—, porque nos habla de lo que nos interesa a todos, porque se pone al servicio de todos los ideales humanitarios de estas épocas; que hoy tiene por grande misión el arte propender al mejoramiento de la especie". (La Ley, 17-1X-1904). Humberto Vargas, también en La Ley, concluía: "Este libro, fuera del mérito literario y artístico, tiene la gloria de ser el primero, entre nosotros, que, inspirado en los nuevos ideales de redención humana, trata una de las faces capitales de la Cuestión Social, como es la económica... El autor, inaugura brillantemente un nuevo periodo de la literatura chilena" (4-X-19041. Sin embargo, cierta academia literaria declaró que "Sub-terra" era "herético, revolucionario y pernicioso, y un peligro para la estabilidad del régimen social"...
No faltaron reticencias ni dubitaciones frente a la verosimilitud del material de sus cuentos admirables. Los cerebros y el gusto no estaban preparados para asimilar la nueva savia que aquellas páginas incorporaban al tronco angular de la literatura chilena. Pero nuestro cuentista no estaba sólo y no olvidamos, por cierto, contribuciones al nuevo espíritu de poetas como Pedro Antonio González, Antonio Bórquez Solar, Diego Dublé Urrutia y Carlos Pezoa Véliz; de prosistas como Federico Gana o Augusto D'Halmar, etc. Unos y otros, en mayor o menor grado, ponían a prueba las doctrinas progresistas de Lastarria; construían sobre las bases literarias de un Alberto Blest Gana o de un Vicente Grez, acortando poco a poco las distancias entre la ilusión y la realidad, entre la proyección y el acto. Dentro de semejante criterio, la obra de Baldomero Lillo es un jalón perfecto.
En vano intentarán explicar sus creaciones con auxilio de referencias foráneas. Hasta ahora, la crítica oficial, por comodidad o pereza, no ha intentado cavar hondo en el terreno de nuestros valores. Así, con Lillo, no se ha tenido en cuenta que no es él un ente aislado, que su obra no es el producto espontáneo de un talento excepcional, sino que ésta y él pertenecen a una cronología y geografía humanas bien determinadas; que todo él es cifra integradora y fecunda de un proceso histórico-literario que arranca, concretamente, del movimiento cultural de 1842; que sus concepciones son la manifestación de contradicciones latentes en el múltiple organismo de su época.
Leal, a sí mismo, Baldomero Lillo empleó sus dones y recursos en la divulgación franca de una verdad profunda. Desplegó sus méritos en la transmutación estética de lo que había vivido y sentido desde niño. Fue realista porque vio las cosas tal como eran, desprovistas de la maleza de las confusiones surgida de cobardías o intereses creados; fue realista porque rescató y consolidó esa visión en beneficio del conocimiento liberador de los hombres.
Ahondando en las angustias, en las humillaciones y en las desesperanzas de nuestros semejantes, Baldomero Lillo dio a sus relatos dimensiones trágicas, estimulantes, energéticas.
Su obra es testimonio y patrimonio permanentes de un solidario anhelo de renovación social.
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Por Aldo Torres
Publicado en LA NACIÓN, 19 de enero de 1958