Un hápax es una palabra que se menciona sólo una vez en un libro, contexto o idioma. Una que me gusta mucho es Nortelrye, de Chaucer, que significa “educación”. Otra, hifalto, poema VIII de Trilce.
Bruno Montané Krebs (Valparaíso, 1957) y su poesía resultan una especie de hápax, una poesía cada vez única, asteroide que merodea la galaxia a ratos insufrible de nuestra lírica. Si bien ya había vuelto a Chile, una de esas veces acompañado por Leopoldo María Panero, último gran poeta de España, esta es la primera vez que reside en el país una vez que lo dejó siendo joven. En Wallmapu, como él mismo dice. Hay cierta justicia histórica y personal en el hecho de que regresara justo a principios de octubre, para vivir con nosotras y nosotros un Chile redivivo. Sobre todo, por algo que quiero plantear rápidamente, dada la admiración que me produce: Bruno ha demostrado ser incorruptible, de “una humildad testaruda”, y tenerlo aquí es un gran aporte para el nuevo ethos que se fragua entre nos. Hay cosas que más vale saber aprovechar, y su presencia es una de ellas. También quisiera enfatizar algo que nunca está lo suficientemente claro: en este oficio de pocas y pocos, la generosidad es baluarte, y Bruno la cultiva como una mata de episteme, en su amistad y en sus poemas, porque si, como señalara Juarroz, todo poema es un acto de amor, quisiera decir que todo poema es un acto de generosidad destinada a quien no está “habilitado para leerla”. La poesía está destinada a una exigencia, como sostiene Agamben, y el panorama ante nosotros así lo exige.
En un contexto, espero pretérito, donde los codazos abruman el diálogo y las diferencias en vez de ser sostenidas como riqueza se acentúan como trincheras, El futuro nos pilla en el presente, trastoca la temporalidad de nuestra perenne incomprensión de la experiencia vital. En ese sentido, creo que Bruno es un poeta que ha sabido permanecer en la rueda y en la rama, con un estoicismo a prueba de todo, con una obra que nos interpela ética, poéticamente.
Quisiera entrar en El Futuro con el siguiente verso-axioma: “La poesía solo tiene paciencia”. Es curioso que falte la tilde, que no es un error, sino que aprovecha la polisemia para connotar al sujeto que está al centro de esta frase que, a pesar de su enorme potencia, resulta insoportable. Recordar que esta frase pertenece al poema Vértigo, palabra comúnmente asociada con Rimbaud, que ahora está en casa. También, en este poema y a lo largo de toda su obra, hay un tema trascendental: la relación económica del poeta con las palabras y el dinero, sobre todo hoy, que las palabras son una mercancía que produce un nivel de capital ofensivo, por ejemplo, en Google. Ni se diga en redes sociales, donde usuaria y usuario trabajan gratis y en contra suyo. En el caso de la poesía, el valor-signo de las palabras es una relación que debemos revisar y criticar entre todas y todos. Pienso en la dimensión económica de la obra de César Aira, un aspecto que al menos yo no he visto tratado en ninguna parte. En el poema recién mencionado, leemos: “La economía sabe que el poeta no hace nada, / tan solo atender a las voces y al vacío”. Es decir, escucha y apela a lo que no hay, cosas que el sistema social no permite por definición; el sistema económico es sordo y anónimo y consume con sadismo la vida de quienes producen las mercancías. Cabe señalar que Bruno nunca ha gozado de ningún tipo de prebenda socioliteraria, ningún fondo de cultura o beca, por completo ausente del capitalismo cultural porque, no olvidemos, que la cultura está en una etapa capitalista avanzada. Su poesía, en ese sentido, también es la huella de carbono de una vida de vacas flacas, que a su vez dotan de una fuerza medio pránica desde donde el poeta se afirma a un vacío escultórico, dimensión que trataré en breve. Su visión de mundo, a pesar de que el título se me presenta como un optimismo inusitado y en retrospectiva aparentemente contradictorio, no es para nada optimista. Esto reviste de una vitalidad siempre atenta y siempre en duda. Seguramente ha de ser uno de los poetas que más desconfía del oficio y de sí mismo, y por supuesto de las reglas del campo que hacen circular capitales de manera francamente espantosa. En definitiva, como si ser poeta fuera algo deseable. Y aún más: rentable. “Uno siempre es un poeta de la economía”, afirma. No quisiera que se perciba resabio romantizante alguno respecto de lo que digo, hablo en términos estrictamente estructurales.
Cada poema de Bruno está escrito como una poética, lo que denota un aspecto ensayístico, a ratos aforístico. “El miedo repite las imágenes”, comienza uno. Y al mismo tiempo, estos poemas rechazan la poética anterior, en una dirección autofágica. Son muchos los poemas que tienen la palabra poema incrustada como una señalética para deambular por “el sueño del otro”, como si constantemente estuviera refiriéndose a lo que para Charles Olson era conseguir una obsesión. Es en ese sentido que veo una dimensión escultórica en toda su obra. Vuelve una y otra vez a decirse y desdecirse, en una maniobra negativa, muy a la manera de algunos místicos, que a fuerza de repetición consiguen entrar en otro espacio o por fin salir de este. Al mismo tiempo, es una poesía material. Preocupada de sus condiciones de posibilidad. Pocos poetas han tematizado tanto la dimensión económica a la hora de escribir poesía que, al parecer, exige un voto de pobreza franciscano. Un acto gratuito libre de transacción. En el centro de El Futuro percibo lo secreto, para invocar a Nezahualcóyotl, como una roca a la cual el poeta acude a dar unos cincelazos que después hará desaparecer con otros golpes de cincel, y así hasta que probablemente la piedra desaparezca y quede frente a un vacío, que guardará, como una piedra de la locura, “en la mano que gira en nuestra mente”.
Lo escultórico
La repetición conduce a una modificación por la insistencia del gesto, que nos enfrenta con “la incomprensible inteligencia del tiempo”. Y quizás la repetición tenga que ver con el miedo al futuro, ese loop repasa la experiencia de manera fantasmática, a tropezones. Al centro de la experiencia poética está el miedo que, si no estuviera allí, como un sol apestado de gérmenes, no posibilitaría el coraje que se requiere para escribir poesía. Los poemas de Bruno son la insistencia por lograr escribir un poema, uno solo que pueda contener la repetición de ese gesto ad infinitum. “Sigo escribiendo, lentamente y de a poco”, responde en una entrevista, y complementa citando a Thelonius Monk, “escribo cada poema como si fuera parte de un gran largo solo”. De allí la filiación con lo escultórico. Trabaja solo en una pieza, puliendo la piedra de la paciencia que, al restallar, produce más paciencia.
Un escritor que vivió la agitada Barcelona de los años treinta en el barri del Raval, Jean Genet, verdadero enfant terrible, en su conocido texto El taller de Giacometti, se pregunta por la recepción futura de una obra: “No acabo de comprender eso que llaman arte innovador. ¿Debería ser comprendida, una obra, por las generaciones futuras? ¿Y por qué? ¿Qué significaría eso?” Entonces se responde: “toda obra de arte, si quiere alcanzar las proporciones más grandiosas, debe, con una paciencia y una aplicación infinitas desde los momentos desde su elaboración, retroceder por los milenios, regresar si es posible a la inmemorial noche poblada de muertos que se reconocerán en esa obra. […] la obra de arte no está destinada a las generaciones de los hijos. Es ofrecida al innumerable pueblo de los muertos”. La poesía de Bruno no persigue una innovación anodina, no tengo claro ni me interesa clarificar qué busca; ese margen es lo que vuelve inagotables a sus poemas, a pesar de su conspicua claridad. Recuerda a los maestros japoneses que practicaban su trazo en una piedra a orilla de río, expuesta al magro sol de la isla, untando el pincel en el agua para rayar sobre la piedra que el sol secaba no sin cierta lentitud. Y ese retroceder por los milenios tal vez sea una aproximación-pliegue al futuro que nos presentan estos poemas. El Futuro es un cuaderno en blanco, que de a poco hace aparecer sus trilobites. Quizás el futuro no sea otra cosa que la memoria y los sueños, su materia incoherente, aunque un poema nos advierte que “No debemos probar la pureza de nuestros sueños”. También puede ser “un cielo al revés”, como comienza el libro.
Lo económico
Como señalé anteriormente, en la poesía de Bruno la dimensión escultórica se cruza con lo que llamaré la dimensión económica. Aquí encontramos su relación con el trabajo. La cantidad de versos o alusiones al dinero es vasta, ora amarga, ora socarrona, ora genuinamente desprendida. Esta dimensión de su poesía me interesa sobremanera, pero este no es el espacio para tratarla con la profundidad que se merece. Por lo tanto, sólo la dejaré enunciada con la ayuda de La posdata comunista, de Boris Groys: “Mientras viva bajo las condiciones de la economía capitalista, el ser humano necesariamente permanecerá mudo porque su destino no le habla; porque si el humano no es interpelado por su destino, tampoco puede responderle”. En esta situación es donde la poesía libera una lucha ancestral, incomprendida y a ratos insulsa. Aunque la verdadera poesía nunca es vacua. Sin embargo, el filósofo ruso-alemán añade: “en el capitalismo la propia lengua funciona como mercancía, es decir, es muda desde el origen”. El futuro nos plantea esa pregunta: ¿cómo hacer la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio de la lengua? Y, sobre todo, ¿qué lengua queremos hablar? Incluso las manifestaciones más subversivas son captadas rápidamente por la máquina de transformación simbólica que supone el capitalismo. De hecho, hace un tiempo pensaba en acuñar la noción poetas capitalistas, lo que parece un oxímoron, pero para la lógica en que opera nuestro sistema económico social, nada es imposible. Quizás la poesía de Bruno está para transferirnos su propia paciencia, la que necesitamos más que ninguna otra cosa, ya que la paciencia aún no es una mercancía –¿o sí? – y “el poema es el trabajador sumergido en esa tarea […] frente al enfatismo de las máquinas y el interminable negocio de la muerte”.
Imaginemos que El Futuro es una roca inmensa que flota en medio del espacio, una roca invisible a la cual sólo se llega por el camino del silencio y el cincel. Otra forma de llegar a ese lugar es a través de los sueños. Quien llega a esa inmensa roca parlante, trabaja a ciegas, se transforma en “un soñador cuyo sueño pasó a sus manos”, como se refiere Rilke a Rodin. El Futuro, de Bruno Montané, es un libro que viene a contradecir en buenos términos todo su trabajo anterior a la vez que lo confirma como camino hacia. Esto es aparente, como si pudiéramos ver aglutinados en un video casero todos los movimientos de la vida de un escultor, tal vez demasiado mimetizado con su obra. Sólo que la mirada de El Futuro es necesariamente pretérita. Así se abre la puerta del futuro “y la luz separa el rostro del cuerpo”. Podría aplicarse la idea radical de Carlos Cociña, cuando afirma que todo lo que ha escrito en los últimos años hasta hoy le permitirá escribir Aguasservidas, su primer libro. El Futuro ya estaba en El maletín de Stevenson. El poeta se tiende una broma macabra, trabaja para vivir sus consecuencias. En este sentido, un/a poeta nunca fracasa. No termino de entender el título, es inaudito. Lo repito en mi mente. Esta incomprensión es lo que nos hará volver al futuro, porque no lo entendemos y no sabemos qué hacer con el presente. Para mí, este libro, es una apertura.
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HÁPAX: EL FUTURO EN LA POESÍA DE BRUNO MONTANÉ KREBS
Por Sebastián Gómez Matus
Publicado en Revista Lecturas, 26 de diciembre de 2019