Toda escritura es una marranada.
Las
personas que salen de la nada intentando precisar cualquier
cosa
que pasa por su cabeza, son unos cerdos. Todos los escritores son unos
cerdos.
Especialmente los de ahora.
Antonin Artaud
Uno
Ahora soy una madre y también una mujer casada, pero no hace
mucho fui una delincuente. Mi hermano y yo nos
habíamos quedado huérfanos. Eso de alguna manera lo justificaba todo.
No teníamos a nadie. Y todo había sucedido de la noche a la
mañana.
Nuestros padres
murieron en un accidente automovilístico durante las primeras
vacaciones que hicieron solos, en una carretera cercana a Nápoles,
creo, o en otra horrible carretera del sur. Nuestro coche era un Fiat
amarillo, de segunda mano, pero que parecía nuevo. De él sólo quedó un
amasijo de hierros grises. Cuando lo vi, en el desguazadero de la
policía donde había otros coches accidentados, le pregunté a mi
hermano por el color.
-¿No era
amarillo?
Mi hermano dijo
que sí, claro que era amarillo, pero eso fue antes. Antes del
accidente. Las colisiones deforman el color o deforman nuestra manera
de percibir el color. No sé qué quiso decir con eso. Se lo pregunté.
Dijo: luz... color... todo. Pensé que el pobre estaba más afectado que
yo.
Esa noche dormimos
en un hotel y al día siguiente volvimos a Roma en tren, con lo que
quedaba de nuestros padres, y acompañados por una asistente social o
una educadora o una psicóloga, no lo sé, mi hermano se lo preguntó y
yo no oí la respuesta pues iba mirando el paisaje por la
ventana.
En el entierro
sólo apareció una tía, hermana de mi madre, y detrás de mi tía
aparecieron sus hijas atroces. Yo miré a mi tía todo el rato (que
tampoco fue mucho) y en más de una ocasión creí descubrir una media
sonrisa en sus labios, o a veces una sonrisa entera, y entonces supe
(aunque en realidad ya lo sabía desde siempre) que mi hermano y yo
estábamos solos en este mundo. El entierro fue breve. A la salida del
cementerio besamos a nuestra tía y a nuestras primas y ya no las
volvimos a ver. Mientras caminábamos a la estación de metro más
próxima, le dije a mi hermano que mi tía había sonreído, por no decir
que abiertamente se había carcajeado, mientras introducían los ataúdes
en sus respectivos nichos. Me contestó que él también se había dado
cuenta.
A partir de ese
momento los días cambiaron. Quiero decir, el transcurso de los días.
Quiero decir, aquello que une y que al mismo tiempo marca la frontera
entre un día y otro. De pronto la noche dejó de existir y todo fue un
continuo de sol y luz. Al principio pensé que era debido al cansancio,
al shock producido por la repentina desaparición de nuestros padres,
pero cuando se lo comenté a mi hermano me dijo que a él le pasaba lo
mismo. Sol y luz y explosión de ventanas.
Llegué a pensar
que nos íbamos a morir.
Pero nuestra vida
siguió los parámetros establecidos antes de la muerte de nuestros
padres. Todas las mañanas íbamos a la escuela. Hablábamos con aquellos
a quienes considerábamos amigos. Estudiábamos, no mucho, pero
estudiábamos. La pensión de nuestro padre, tras unos trámites no
demasiado complicados, pasó a nuestras manos. Pensamos que nos iba a
tocar más y protestamos. Una mañana, delante de un burócrata que trató
de explicarnos por qué razón mi padre en vida cobraba equis dinero y
tras su muerte a nosotros nos tocaba menos de la mitad, mi hermano de
improviso se puso a llorar. Insultó al funcionario y lo tuve que sacar
a rastras de la oficina. No es justo, gritaba. Así es la ley, oí que
decía el compungido funcionario a mis espaldas.
Busqué trabajo.
Todas las mañanas compraba el periódico y leía en el patio de la
escuela la sección de ofertas y subrayaba lo que me interesaba. Por la
tarde, después de comer cualquier cosa, salía de casa y no volvía
hasta después de haber visitado todas las direcciones. Las ofertas
eran mayormente para trabajos de puta, encubiertos o no, pero yo no
soy una puta, fui una delincuente, pero no una puta.
Un día encontré
trabajo en una peluquería. Lavaba cabezas. No cortaba, pero me fijaba
cómo lo hacían las otras y me preparaba para el futuro. Mi hermano
dijo que era estúpido ponerse a trabajar, que con la pensión de
orfandad podíamos vivir felizmente. Orfandad, la palabra daba risa.
Nos pusimos a sacar cuentas. En efecto, podíamos vivir, pero
privándonos de casi todo. Mi hermano dijo que él podía renunciar a
tres comidas diarias. Lo miré y no supe si hablaba en serio o en
broma.
-¿Cuántas veces
comes al día?
-Tres. Cuatro.
-¿Y cuántas veces dices que estás
dispuesto a comer en el futuro?
-Una.
Al cabo de una
semana mi hermano se puso a trabajar en un gimnasio. Por las noches,
al volver a casa, hablábamos y hacíamos planes. A mí se me ocurrió
soñar con tener mi propia peluquería. Tenía mis razones para pensar
que el futuro estaba en las peluquerías pequeñas, en las tiendas de
moda pequeñas, en las tiendas de discos pequeñas, en los bares
minúsculos y muy selectos. Mi hermano decía que el futuro estaba en la
informática, pero puesto que trabajaba en un gimnasio (barría, fregaba
suelos y baños), se puso a hacer pesas y todas esas cosas que
desarrollan la musculatura.
Paulatinamente
fuimos dejando de lado los estudios. A veces yo no iba al instituto
por la mañana (la luz incesante se me hacía insoportable), otras veces
era mi hermano el que no iba. A medida que fueron pasando los días
ambos nos quedábamos en casa por las mañanas, añorando la escuela pero
incapaces de salir a la calle, tomar el autobús, entrar a nuestras
respectivas aulas y abrir los libros y cuadernos en donde nada íbamos
a aprender.
Matábamos el
tiempo viendo la tele, primero las entrevistas, después los dibujos
animados, finalmente los programas matinales con entrevistas y
conversaciones y noticias de los famosos. Pero de eso hablaré más
tarde. La tele y el video ocupan un lugar importante en esta historia.
Aún hoy, cuando enciendo la tele, por la tarde, cuando ya no tengo
nada que hacer, me parece ver en la pantalla a la joven delincuente
que una vez fui, pero la visión no dura mucho, sólo el tiempo que
tarda el aparato en encenderse. En esos segundos, sin embargo, puedo
ver los ojos de la persona que yo fui, puedo ver su pelo, sus labios
desdeñosos, sus pómulos que parecen fríos y su cuello que también
parece de mármol frío y cuya breve visión consigue casi siempre
helarme.
Por aquellos días,
debido a su trabajo en el gimnasio, mi hermano adquirió una costumbre
curiosa.
-¿Quieres ver mis
progresos? -decía.
Entonces se sacaba
la camisa y me enseñaba los músculos. Aunque hacía frío y ya no
teníamos calefacción, se sacaba la camisa o la camiseta y me mostraba
unos músculos que tímidamente iban emergiendo de su cuerpo como
tumores, protuberancias que nada tenían que ver con él o con la imagen
que yo tenía de él, con su cuerpo de adolescente flaco y esmirriado.
Una vez me dijo
que soñaba con ser Mister Roma y luego Mister Italia o el Amo del
Universo. Yo me reí en su cara y le expresé francamente mi opinión.
Para llegar a ser el Amo del Universo había que entrenarse desde los
diez años, le dije. Creía que el culturismo era como el ajedrez. Mi
hermano me respondió que así como yo soñaba con tener una
minipeluquería, él también tenía derecho a soñar con un futuro mejor.
Ésa fue la palabra que empleó: futuro. Fui a la cocina y puse la
comida en el fuego. Spaghetti. Luego llevé los platos y cubiertos a la
mesa. Siempre pensando. Finalmente le dije que a mí el futuro no me
importaba, que se me ocurrían ideas, pero que esas ideas, si lo
pensaba bien, nunca se proyectaban hacia el futuro.
-¿Y hacia dónde,
entonces? -chilló mi hermano.
Hacia ninguna
parte.
Después nos
poníamos a ver la tele hasta que nos quedábamos dormidos.
A eso de las
cuatro de la mañana yo solía despertarme con un sobresalto. Me
levantaba de mi sillón, retiraba los platos sucios de la mesa, los
lavaba, limpiaba la sala, limpiaba la cocina, le echaba otra manta por
encima a mi hermano, bajaba el sonido de la tele, me asomaba a la
ventana y miraba la calle con su doble hilera de coches estacionados a
cada lado, y no podía creer que fuera de noche todavía, que esa
incandescencia fuera la noche. Daba lo mismo cerrar los ojos o
mantenerlos abiertos.
Una novelita lumpen
Roberto
Bolaño
Editorial Mondadori, Barcelona,
2002, 121 páginas.