Dos Cuentos
Católicos
Roberto
Bolaño
I. La vocación
1. Tenía diecisiete años y mis días, quiero decir todos
mis días, uno detrás de otro, eran un temblor constante. Nada me
entretenía, nada vaciaba la angustia que se acumulaba en mi pecho.
Vivía como un actor imprevisto dentro del ciclo iconográfico del
martirio de San Vicente. ¡ San Vicente, diácono del obispo Valero y
torturado por el gobernador Daciano en el año 304, ten piedad de mí !
2. A veces hablaba con Juanito. No, a veces no. A menudo. Nos
sentábamos en los sillones de su casa y hablábamos de cine. A Juanito
le gustaba Gary Cooper. Decía: la apostura, la templanza, la limpieza
de alma, el valor. ¿Templanza? ¿Valor? Le hubiera escupido a la cara
lo que se ocultaba tras sus certezas, pero prefería enterrar las uñas
en el reposabrazos y morderme los labios cuando él no me miraba e
incluso cerrar los párpados y hacer como que meditaba sus palabras.
Pero yo no meditaba. Al contrario: se me aparecían, bajo la forma de
un carrusel, las imágenes del
martirio de San Vicente. 3. Primero: atado a un aspa de madera,
es descoyuntado mientras le desgarran la carne con garfios. Y luego:
sometido al tormento del fuego en una parrilla sobre brasas. Y luego:
preso en una mazmorra cuyo suelo está cubierto de cascotes de vidrio y
de cerámica. Y luego: el cadáver del mártir, abandonado en lugar
desierto, es defendido por un cuervo contra la voracidad de un lobo. Y
luego: desde una barca es arrojado su cuerpo al mar con una rueda de
molino atada al cuello. Y luego: el cuerpo es devuelto por las olas a
la costa y allí piadosamente enterrado por una matrona y otros
cristianos. 4. A veces sentía mareos. Ganas de vomitar. Juanito
hablaba de la última película que habíamos visto y yo asentía con la
cabeza y notaba que me estaba ahogando, como si los sillones
estuvieran en el fondo de un lago muy profundo. Recordaba el cine,
recordaba el momento de comprar las entradas, pero era incapaz de
recordar las escenas que mi amigo, ¡mi único amigo!, rememoraba, como
si la oscuridad del fondo del lago lo hubiera invadido todo. Si abro
la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo tragaré
agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los siglos.
5. En ocasiones entraba en la habitación la madre de Juanito y
me preguntaba cosas íntimas. Cómo iban mis estudios, qué libro estaba
leyendo, si había ido al circo que se había instalado en las afueras
de la ciudad. La madre de Juanito vestía siempre muy elegante y era,
como nosotros, una adicta al cine. 6. Alguna vez soñé con ella,
alguna vez abrí la puerta de su dormitorio y en vez de ver una cama,
un tocador, un armario, vi una habitación vacía, con suelo de
ladrillos rojos, que sólo hacía las veces de antesala de un largo
pasillo, un pasillo larguísimo, como el túnel de la carretera que
atraviesa la montaña y que luego se dirige hacia Francia, sólo que en
este caso el túnel no estaba en la parte alta de la carretera sino en
la habitación de la madre de mi mejor amigo. Esto más vale que lo
recuerde constantemente: mi mejor amigo. Y el túnel, al revés de lo
que suele pasar en un túnel de montaña, parecía suspendido en un
silencio fragilísimo, como el silencio de la segunda quincena de enero
o de la primera quincena de febrero. 7. Actos nefandos en
noches aciagas. Se lo recité a Juanito. ¿Actos nefandos, noches
aciagas? ¿El acto es nefando porque la noche es aciaga o la noche es
aciaga porque el acto es nefando? Qué preguntas son ésas, dije casi
llorando. Tú estás chalado. Tú no entiendes nada, dije mirando por la
ventana. 8. El padre de Juanito es de estatura pequeña pero de
porte arrojado. Fue militar y durante la guerra recibió varias
heridas. Sus medallas cuelgan de una pared de su estudio, en un
estuche con tapa de vidrio. Cuando llegó a la ciudad, dice Juanito, no
conocía a nadie y quienes no lo miraban con temor lo hacían con
resentimiento. Aquí conoció, al cabo de unos meses, a mi madre, dice
Juanito. Durante cinco años fueron novios. Luego mi padre la llevó al
altar. Mi tía a veces habla del padre de Juanito. Según ella, fue un
jefe de policía honrado. Al menos, eso se decía. Si una sirvienta
robaba en casa de sus señores, el padre de Juanito la encerraba tres
días y no le daba ni un mendrugo. Al cuarto día la interrogaba él
personalmente y la sirvienta se apresuraba a confesar su pecado: el
lugar exacto donde estaban las joyas y el nombre del gañán que las
había robado. Después los guardias detenían al hombre y lo ingresaban
en prisión y el padre de Juanito metía a la sirvienta en un tren y le
aconsejaba que no volviera. 9. Estas acciones eran celebradas
por todo el pueblo, como si el jefe de policía demostrara con ellas su
preeminencia intelectual. 10. Cuando llegó el padre de Juanito
sólo tenía trato social con los asiduos del casino. La madre de
Juanito tenía diecisiete años y era muy rubia, a juzgar por las fotos
que cuelgan en algunos rincones de la casa, mucho más que ahora, y
había terminado sus estudios en el Corazón de María, el colegio de
monjas que está en la parte norte de la ciudadela. El padre de Juanito
debía de tener unos treinta. Todavía, aunque ya está jubilado, va
todas las tardes al casino y bebe carajillos o una copa de coñac y
también suele jugar a los dados con los asiduos. Otros asiduos que ya
no son los asiduos de su época, pero como si lo fueran, porque la
admiración ya se da por sentada. El hermano mayor de Juanito vive en
Madrid, en donde es un abogado famoso. La hermana de Juanito está
casada y también vive en Madrid. En esta bendita casa sólo quedo yo,
dice Juanito. ¡Y yo! ¡Y yo! 11. Nuestra ciudad cada día es más
pequeña. A veces tengo la impresión de que todos se están marchando o
están encerrados en sus cuartos preparando las maletas. Si yo me
marchara no llevaría maleta. Ni siquiera un hatillo con unas pocas
pertenencias. A veces hundo la cabeza en las manos y escucho a las
ratas que corren por las paredes. San Vicente, dame fuerzas. San
Vicente, dame templanza. 12. ¿Tú quieres ser santo?, me dijo la
madre de Juanito hace dos años. Sí, señora. Me parece muy buena idea,
pero tienes que ser muy bueno. ¿Lo eres? Procuro serlo, señora. Y hace
un año, mientras iba caminando por General Mola, el padre de Juanito
me saludó y luego se detuvo y me preguntó si era yo el sobrino de
Encarnación. Sí, señor, le dije. ¿Tú eres el que quiere ser cura?
Asentí con una sonrisa. 13. ¿Por qué asentir con una sonrisa?
¿Por qué pedir perdón con una sonrisa de imbécil? ¿Por qué mirar hacia
otro lado sonriendo como un tarugo? 14. Por humildad.
15. Eso está muy bien, dijo el padre de Juanito. Cojonudo. Hay
que estudiar mucho, ¿verdad? Asentí con una sonrisa. ¿Y ver menos
películas? Sí, señor, yo voy poco al cine. 16. Vi alejarse la
figura erguida del padre de Juanito, parecía como si caminara con las
puntas de los pies, un hombre viejo pero todavía enérgico. Lo vi bajar
las escalinatas que llevan a la calle de los Vidrieros, lo vi
desaparecer sin un solo temblor, sin una sola vacilación, sin mirar ni
un solo escaparate. La madre de Juanito, por el contrario, siempre
miraba escaparates y a veces entraba en las tiendas y si tú te
quedabas afuera, aguardándola, podías escuchar, a veces, su risa. Si
abro la boca tragaré agua. Si respiro tragaré agua. Si sigo vivo
tragaré agua y mis pulmones se encharcarán por los siglos de los
siglos. 17. ¿Y tú qué vas a ser, gilipollas?, me dijo Juanito.
¿Ser o hacer?, dije yo. Ser, gilipollas. Lo que Dios quiera, dije.
Dios pone a cada uno en su lugar, dijo mi tía. Nuestros antepasados
fueron gente de bien. No hubo soldados en nuestra familia, pero sí
curas. Como quién, dije yo mientras empezaba a dormirme. Mi tía gruñó.
Vi una plaza llena de nieve y vi a los campesinos que acudían con sus
productos al mercado, barrer la nieve e instalar cansinamente sus
tenderetes. San Vicente, por ejemplo, saltó mi tía. El diácono del
obispo de Zaragoza, que en el año 304, aunque quien dice 304 puede
decir 305 o 306 o 307 o 303 de nuestra era, fue apresado y trasladado
a Valencia en donde Daciano, el gobernador, lo sometió a crueles
torturas, a resultas de las cuales murió. 18. ¿Por qué crees
que San Vicente va vestido de rojo?, le pregunté a Juanito. Ni idea.
Porque todos los mártires de la iglesia llevan una prenda roja, para
ser distinguidos como tales. Este niño es inteligente, dijo el padre
Zubieta. Estábamos solos y el estudio del padre Zubieta helaba los
huesos y el padre Zubieta o mejor dicho las ropas del padre Zubieta
olían a tabaco negro y a leche agria, todo mezclado. Si decides
ingresar al seminario, nuestras puertas están abiertas. La vocación,
la llamada de la vocación, hace temblar, pero no exageremos. ¿Temblé?,
¿sentí que se removía la tierra?, ¿experimenté el vértigo del
matrimonio divino? 19. No exageremos, no exageremos. Los rojos
visten igual, dijo Juanito. Los rojos visten de caqui, dije yo, de
verde, con franjas de camuflaje. No, dijo Juanito, los putos rojos
visten de rojo. Y las putas también. Un tema que despertó mi interés.
¿Las putas? ¿Las putas de dónde? Pues las putas de aquí, dijo Juanito,
y supongo que también las de Madrid. ¿Aquí, en nuestra ciudad? Sí,
dijo Juanito y quiso cambiar de tema. ¿En nuestra ciudad o en nuestro
pueblo o en nuestro desamparo hay putas? Pues sí, dijo Juanito. Yo
creía que tu padre las había corregido a todas. ¿Corregido? ¿Es que te
has creído que mi padre es un cura? Mi padre fue un héroe de guerra y
después comisario de policía. Mi padre no corrige nada. Investiga y
descubre. Punto. ¿Y dónde has visto tú a las putas? En el cerro del
Moro, donde han vivido siempre, dijo Juanito. Dios santo. 20.
Mi tía dice que San Vicente. Basta ya con tu tía y con San Vicente, tu
tía está loca perdida. ¿Cómo vas a tener una familia que se remonte
hasta el año 300? ¿Dónde has visto tú una familia tan antigua? Ni la
casa de Alba. Y al cabo de un rato: tu tía no es mala persona, al
contrario, es buena, pero no tiene el juicio muy claro. ¿Esta tarde
iremos al cine? Dan una película con Clark Gable. Y la madre de
Juanito: id, id, yo fui hace dos días y es una historia
entretenidísima. Y Juanito: madre, es que éste no tiene dinero. Y la
madre de Juanito: pues se lo prestas tú y santas pascuas. 21.
Dios se apiade de mi alma. A veces siento deseos de que se mueran
todos. Mi amigo y su madre y su padre y mi tía y todos los vecinos y
los viandantes y los automovilistas que dejan sus coches estacionados
junto al río y hasta los pobres inocentes niños que corretean por el
parque junto al río. Dios tenga piedad de mi alma y me haga mejor. O
me deshaga. 22. Si todos se murieran, además, ¿qué haría yo con
tantos cadáveres? ¿Cómo podría seguir viviendo en esta ciudad o
semiciudad? ¿Me ocuparía yo de enterrarlos a todos? ¿Arrojaría sus
cuerpos al río? ¿De cuánto tiempo dispondría antes de que la carne se
corrompiera, antes de que el hedor se hiciera insoportable? Ah, la
nieve. 23. La nieve cubría las calles de nuestra ciudad. Antes
de entrar al cine compramos castañas y peladillas. Llevábamos las
bufandas subidas hasta la nariz y Juanito se reía y hablaba de
aventuras en las antiguas colonias holandesas de Asia. A nadie dejaban
pasar con castañas, por un asunto de primordial higiene, pero a
Juanito sí que lo dejaban pasar. Esta película la hubiera interpretado
mejor Gary Cooper, dijo Juanito. Asia. Chinos. Leprosarios.
Mosquitos. 24. Al salir nos separamos en la calle de los
Cuchillos. Yo me quedé quieto bajo la nieve y Juanito echó a correr
rumbo a su casa. Pobre potrillo, pensé, pero Juanito sólo tenía un año
menos que yo. Cuando desapareció subí por la calle de los Toneleros
hasta la plaza del Sordo y luego torcí el camino y me dirigí,
bordeando las murallas de la antigua fortaleza, hacia el cerro del
Moro. La luz de las farolas se reflejaba contra la nieve y las
fachadas de las viejas casas parecían recoger, de forma efímera pero
también de forma natural, diríase serena, los oropeles del pasado. Me
asomé a una ventana enjalbegada y vi una sala bien dispuesta, con un
Sagrado Corazón de Jesús presidiendo una de las paredes. Pero yo era
ciego y sordo y seguí subiendo, por la acera de la sombra, cosa de no
ser reconocido. Cuando llegué a la plazuela del Cadalso me di cuenta,
sólo entonces, de que no me había cruzado con ningún viandante durante
toda la ascensión. Con este frío, me dije, no habrá persona que cambie
los calores del hogar por la crudeza de las calles. Ya había
anochecido y desde la plazuela se veían las luces de algunos barrios y
los puentes a partir de la plaza de don Rodrigo y el recodo que hace
el río antes de seguir su curso hacia el este. En el cielo brillaban
las estrellas. Pensé que parecían copos de nieve. Copos suspendidos,
es decir elegidos por Dios para permanecer inmóviles en el firmamento,
pero copos al fin y al cabo. 25. Me estaba quedando helado.
Decidí volver a casa de mi tía y tomar chocolate caliente o una sopa
caliente junto a la estufa. Me sentía cansado y la cabeza me daba
vueltas. Rehice el camino. Entonces lo vi. Al principio sólo fue una
sombra. 26. Pero no era una sombra sino un monje. A juzgar por
el hábito podía ser un franciscano. Llevaba capucha, una gran capucha
que velaba casi totalmente su rostro reflexivo. ¿Por qué digo
reflexivo? Porque miraba el suelo. 27. ¿De dónde venía? ¿De
dónde había salido? Lo ignoro. Tal vez de dar la extremaunción a un
moribundo. Tal vez de asistir a un niño enfermo. Tal vez de proveer
con escasas viandas a un indigente. Lo cierto es que caminaba sin
hacer ningún ruido. Durante un segundo creí que era una aparición. No
tardé en comprender que la nieve atenuaba cualquier pisada, incluso
las mías. 28. Iba descalzo. Cuando me di cuenta me sentí herido
por un rayo. Bajamos del cerro del Moro. Al pasar por la iglesia de
Santa Bárbara lo vi persignarse. Sus huellas purísimas refulgían en la
nieve como un mensaje de Dios. Me puse a llorar. De buena gana me
hubiera arrodillado para besar esas huellas cristalinas, esa respuesta
que durante tanto tiempo había aguardado, pero no lo hice por temor a
perderlo de vista en cualquier calleja. Salimos del centro.
Atravesamos la Plaza Mayor y luego cruzamos un puente. El monje
caminaba a buen paso, ni lento ni rápido, a buen paso, como debe
caminar la Iglesia. 29. Nos alejamos por la avenida Sanjurjo,
bordeada de plátanos, hasta llegar a la estación. El calor allí era
considerable. El monje entró a los lavabos y luego compró un billete
de tren. Al salir, sin embargo, me fije que se había puesto zapatos.
Sus tobillos eran delgados como cañas. Salió al andén. Lo vi sentado,
con la cabeza gacha, esperando y orando. Me quedé de pie, temblando de
frío, oculto por uno de los pilares del andén. Cuando el tren llegó el
monje saltó a uno de los vagones con una agilidad sorprendente.
30. Al salir, ya solo, intenté buscar sus huellas en la nieve,
las huellas de sus pies descalzos, pero no encontré ni rastro de
ellas.
II. El azar
1. Le pregunté qué edad creía que yo tenía. Dijo que
sesenta aunque sabía que yo no tenía esa edad. ¿Tan mal estoy?, le
pregunté. Peor que mal, dijo. ¿Y tú te crees que estás mejor?, le
dije. ¿Y si estás mejor por qué tiemblas? ¿Tienes frío? ¿Te has vuelto
loco? ¿Y por qué me hablas sin que venga a cuento del comisario Damián
Valle? ¿Él todavía es comisario? ¿Él no ha cambiado? Dijo que algo
había cambiado, pero que seguía siendo un hijo de puta de mucho
cuidado. ¿Todavía es comisario? Como si lo fuera, dijo. Si te quiere
hacer daño te hará daño, esté jubilado o muriéndose en el hospital. ¿Y
por qué tiemblas?, le dije después de pensar unos minutos. Tengo frío,
mintió, y además me duelen los dientes. No me hables más de don
Damián, le dije. ¿Es que yo soy amigo de ese madero? ¿Es que me junto
con esbirros? No, dijo. Pues no me hables más de él. 2. Durante
un rato estuvo meditando. No sé en qué meditaría. Luego me dio un
mendrugo de pan. Estaba duro y le dije que si comía esos manjares no
me extrañaba que le dolieran los dientes. En el manicomio comíamos
mejor, le dije, y eso es mucho decir. Vete de aquí, Vicente, me dijo
el viejo. ¿Sabe alguien que estás aquí? ¡Pues entonces, albricias!
Ahueca antes de que se enteren. No saludes a nadie. No despegues la
vista del suelo y vete lo antes posible. 3. Pero no me fui de
inmediato. Me puse en cuclillas delante del viejo y traté de pensar en
los buenos tiempos. Tenía la mente en blanco. Creí que algo se quemaba
dentro de mi cabeza. El viejo, a mi lado, se arrebujó con una manta y
movió las mandíbulas como si masticara, aunque no tenía nada en la
boca. Recordé los años en el manicomio, las inyecciones, las sesiones
de manguera, las cuerdas con que ataban a muchos por la noche. Vi otra
vez aquellas camas tan curiosas que se ponían de pie mediante un
ingenio de poleas. Sólo al cabo de cinco años me enteré para qué
servían. Los internos las llamaban camas americanas. 4. ¿Puede
un ser humano acostumbrado a dormir en posición horizontal hacerlo en
posición vertical? Puede. Al principio es difícil. Pero si lo atan
bien, puede. Las camas americanas servían para eso, para que uno
durmiera tanto en posición horizontal como en posición vertical. Y su
función no era, como pensé cuando las vi por primera vez, castigar a
los internos, sino evitar que estos murieran ahogados por sus propios
vómitos. 5. Por supuesto, había internos que hablaban con las
camas americanas. Las trataban de usted. Les contaban cosas íntimas.
También había internos que les temían. Algunos decían que tal cama le
había guiñado un ojo. Otro que tal otra lo había violado. ¿Que una
cama te dio por el culo? ¡Pues estás jodido, tío! Se decía que las
camas americanas, de noche, recorrían muy erguidas los pasillos y se
iban a conversar, todas juntas, al refectorio, y que hablaban en
inglés, y que a estas reuniones iban todas, las vacías y las que no
estaban vacías, y, por supuesto, quienes contaban estas historias eran
los internos que por una u otra causa las noches de reunión
permanecían atados a ellas. 6. Por lo demás, la vida en el
manicomio era muy silenciosa. En algunas zonas vedadas se oían gritos.
Pero nadie se acercaba a esas zonas ni abría la puerta ni aplicaba el
ojo a la cerradura. La casa era silenciosa, el parque, que cuidaban
dos jardineros que también estaban locos y que no podían salir, aunque
estaban menos locos que los demás, era silencioso, la carretera que se
veía a través de los pinos y los álamos era silenciosa, incluso
nuestros pensamientos discurrían en medio de un silencio que
asustaba. 7. La vida, según como se la mirara, era regalada. A
veces nos mirábamos y nos sentíamos privilegiados. Somos locos, somos
inocentes. Sólo la espera, cuando uno esperaba algo, enturbiaba esa
sensación. La mayoría, sin embargo, mataba la espera enculando a los
más débiles o dejándose encular. ¿Lo hice yo?, decíamos.
¿Verdaderamente lo hice yo? Y luego sonreíamos y pasábamos a otro
asunto. Los doctores, los señores facultativos, no se enteraban de
nada, y los enfermeros y auxiliares, mientras no les causáramos
problemas a ellos, hacían la vista gorda. En más de una ocasión se nos
fue la mano. ¡El hombre es un animal! 8. Eso pensaba a veces.
En el centro de mi cerebro se materializaba eso. Sobre eso
reflexionaba y reflexionaba hasta que la mente se quedaba en blanco. A
veces, al principio, oía como cables entrelazados. Cables de
electricidad o serpientes. Pero por lo general, más a medida que el
tiempo me alejaba de aquellas escenas, la mente se quedaba en blanco:
sin ruidos, sin imágenes, sin palabras, sin rompeolas de palabras.
9. De todas maneras yo nunca me he creído más listo que nadie.
Nunca he expuesto mi inteligencia con soberbia. Si hubiera ido a la
escuela ahora sería abogado o juez. ¡O inventor de una cama americana
mejor que las camas americanas del manicomio! Tengo palabras, eso lo
admito humildemente. No hago alarde de ello. Y así como tengo palabras
tengo silencio. Soy silencioso como un gato, me lo dijo el viejo
cuando él ya era viejo pero yo todavía era un chaval. 10. No
nací aquí. Según el viejo nací en Zaragoza y mi madre, por necesidad,
se vino a vivir a esta ciudad. A mí me da igual una ciudad que otra.
Aquí, si no hubiera sido pobre, habría podido estudiar. ¡No importa!
Aprendí a leer. ¡Suficiente! Más vale no hablar más del tema. También
aquí hubiera podido casarme. Conocí a una chica que se llamaba, no me
acuerdo, tenía un nombre como todas las mujeres y en algún momento
hubiera podido casarme con ella. Luego conocí a otra chica, mayor que
yo y, como yo, extranjera, del sur, de Andalucía o Murcia, una guarra
que nunca estaba de buen humor. Con ella también hubiera podido formar
una familia, tener un hogar, pero yo estaba destinado a otros fines y
la guarra también. 11. La ciudad, a veces, me ahogaba.
Demasiado pequeña. Me sentía como si estuviera encerrado en un
crucigrama. 12. Por aquella época empecé, sin más dilaciones, a
pedir en las puertas de las iglesias. Llegaba a las diez de la mañana
y me instalaba en las escalinatas de la catedral o subía a la iglesia
de San Jeremías, en la calle José Antonio, o a la iglesia de Santa
Bárbara, que era mi iglesia favorita, en la calle Salamanca, y a
veces, incluso, cuando me instalaba en las escalinatas de la iglesia
de Santa Bárbara, antes de iniciar mi jornada de trabajo, entraba a
misa de diez y oraba con todas mis fuerzas, que era como reírse en
silencio, reír, reír, feliz de la vida, y a más oraba más me reía, que
era la forma en que mi naturaleza se dejaba penetrar por lo divino, y
esa risa no era una falta de respeto ni era la risa de un descreído,
sino todo lo contrario, era la risa atronadora de una oveja trémula
ante su Creador. 13. Después me confesaba, contaba mis
desdichas y mis vicisitudes, y luego comulgaba y finalmente, antes de
volver a la escalinata, me detenía unos segundos ante la imagen de
Santa Bárbara. ¿Por qué siempre estaba acompañada por un pavo real y
por una torre? Un pavo real y una torre. ¿Qué significaba? 14.
Una tarde se lo pregunté al cura. ¿Cómo es que te interesan estas
cosas?, me preguntó a su vez. No lo sé padre, por curiosidad, le
respondí. ¿Sabes que la curiosidad es una mala costumbre?, dijo. Lo
sé, padre, pero mi curiosidad es sana, yo siempre le rezo a Santa
Bárbara. Haces bien, hijo, dijo el cura, Santa Bárbara tiene buena
mano con los pobres, tú sigue rezándole. Pero lo que yo quiero es
saber lo del pavo real y la torre, dije yo. El pavo real, dijo el
cura, es símbolo de inmortalidad. La torre tiene tres ventanas, ¿lo
has notado? Pues las ventanas están puestas en la torre para
representar las palabras de la santa, que dijo que la luz entró en
ella o iluminó su casa por las ventanas del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. ¿Lo entiendes? 15. No tengo estudios, padre,
pero tengo juicio y sé discernir, le respondí. 16. Después me
iba a ocupar mi lugar, el lugar que me pertenecía, y pedía hasta que
la iglesia cerraba las puertas. En la palma de la mano siempre me
dejaba una moneda. Las otras, en el bolsillo. Y aguantaba el hambre
aunque viera a otros comer pan o trozos de salchichón y queso. Yo
pensaba. Pensaba y estudiaba sin moverme de las escalinatas.
17. Así supe que el padre de Santa Bárbara, un señor poderoso
llamado Dióscuro, la hizo encerrar en una torre, es decir la
encarceló, debido a los pretendientes que la acosaban. Y supe que
Santa Bárbara antes de entrar en la torre se bautizó a sí misma con
las aguas de un estanque o de un regadío o de una pileta donde los
campesinos almacenaban el agua de la lluvia. Y supe que escapó de la
torre, la torre de las tres ventanas por donde entró la luz, pero fue
detenida y llevada ante el juez. Y el juez la condenó a muerte.
18. Todo lo que enseñan los curas está frío. Es sopa fría.
Infusión fría. Mantas que no calientan durante el crudo invierno.
19. Vete de aquí, Vicente, me dijo el viejo sin dejar de mover
los carrillos. Como si comiera pipas. Consíguete una ropa que te haga
invisible y lárgate antes de que se entere el comisario. 20.
Metí la mano en el bolsillo y, sin sacarla, conté mis monedas.
Había empezado a nevar. Le dije adiós al viejo y salí a la calle.
21. Caminé sin rumbo. Sin un plan preconcebido. Desde la calle
Corona observé la iglesia de Santa Bárbara. Recé un poco. Santa
Bárbara, apiádate de mí, dije. Tenía el brazo izquierdo dormido. Tenía
hambre. Tenía ganas de morirme. Pero no para siempre. Tal vez sólo
tenía ganas de dormir. Me castañeteaban los dientes. Santa Bárbara,
ten piedad de tu servidor. 22. Cuando la decapitaron, quiero
decir cuando le cortaron la cabeza a Santa Bárbara, cayó un rayo del
cielo que fulminó a sus verdugos. ¿También al juez que la condenó?
¿También a su padre que la encerró? Cayó un rayo y antes se oyó el
estampido de un trueno. O al revés. Auténtico. Dios mío, Dios mío,
Dios mío. 23. No me acerqué más. Me contenté con ver la iglesia
desde lejos y luego eché a caminar hasta un bar donde en mis tiempos
se comía barato. No lo encontré. Entré en una panadería y compré una
barra de pan. Después salté una tapia y me lo comí a salvo de miradas
indiscretas. Sé que está prohibido saltar tapias y comer en jardines
abandonados o en casas derruidas, por la propia seguridad del
infractor. Te puede caer una viga encima, me dijo el comisario Damián
Valle. Además, es propiedad privada. Está hecho mierda, criadero de
arañas y ratas, pero sigue siendo, hasta el fin de los días, propiedad
privada. Y te puede caer una viga encima de la cabeza y destrozarte
ese cráneo privilegiado, me dijo el comisario Damián Valle. 24.
Después de comer salté la tapia y estuve otra vez en la calle. De
pronto, me sentí triste. No sé si era la nieve o qué. Comer,
últimamente, me produce desconsuelo. Cuando como no estoy triste, pero
después de comer, sentado sobre un ladrillo, mirando caer los copos de
nieve sobre el jardín abandonado, no sé. Desconsuelo y congoja. Así
que me palmeé las piernas y eché a andar. Las calles empezaron a
vaciarse. Durante un rato estuve mirando aparadores. Pero era mentira.
Lo que hacía era buscar mi imagen en las vitrinas, en los ventanales.
Después se acabaron los ventanales y sólo había escaleras. Agaché la
cabeza y subí. Luego una calle. Luego la parroquia de la Concepción.
Luego la iglesia de San Bernardo. Luego las murallas y más allá la
fortaleza. No se veía ni un alma. Estaba en el cerro del Moro. Recordé
las palabras del viejo: vete, vete, que no te pillen otra vez,
desgraciado. Todo el mal que hice. Santa Bárbara, apiádate de mí,
apiádate de tu pobre hijo. Recordé que por aquellas callejuelas vivía
una mujer. Decidí visitarla, pedirle un plato de sopa, un suéter viejo
que ya no quisiera, algo de dinero para comprar un billete de tren.
¿Dónde vivía esta mujer? Me metí en callejas cada vez más estrechas.
Vi un portalón y golpeé. No abrió nadie. Empujé el portalón y accedí a
un patio. A alguien se le había olvidado recoger la colada y ahora la
nieve caía sobre la ropa de colores amarillentos. Me abrí paso por
entre camisas y calzoncillos y llegué a una puerta con una aldaba de
bronce que parecía un puño. Acaricié la aldaba pero no llamé. Empujé
la puerta. Afuera empezaba a oscurecer a toda prisa. Tenía la mente en
blanco. Los copos de nieve chisporroteaban. Avancé. No recordaba ese
pasillo, no recordaba el nombre de la mujer, era una guarra, buena
persona, injusta aunque le dolía, no recordaba esa oscuridad, esa
torre sin ventanas. Pero entonces vi una puerta y me colé
sigilosamente. Era una especie de almacén de granos, con sacos
apilados hasta el techo. En un rincón había una cama. Tendido en la
cama vi a un niño. Estaba desnudo y tiritaba. Saqué mi navaja del
bolsillo. Sentado a una mesa vi a un fraile. La capucha le velaba el
rostro, que tenía inclinado, absorto en la lectura de un misal. ¿Por
qué el niño estaba desnudo? ¿Es que no había en aquella habitación ni
una manta? ¿Por qué el fraile leía su misal en vez de arrodillarse y
pedir perdón? Todo se tuerce en algún momento. El fraile me miró, dijo
algo, le respondí. No se me acerque, dije. Después le clavé la navaja.
Los dos nos quejamos hasta que él se quedó quieto. Pero yo tenía que
asegurarme y se la volví a clavar. Después maté al niño. ¡Rápido, por
Dios! Después me senté en la cama y tirité durante un rato. Basta. Era
necesario irse. Tenía la ropa manchada de sangre. Busqué en los
bolsillos del fraile y encontré dinero. En la mesa había unos
boniatos. Me comí uno. Bueno y dulce. Abrí, mientras me comía el
boniato, un armario. Sacos de cebolla y patatas. Pero colgando en el
perchero había un hábito limpio. Me desnudé. Qué frío hacía. Después
de revisar cada bolsillo, para no dejar pruebas incriminatorias, puse
mi ropa en un saco, incluidos los zapatos y me até el saco a la
cintura. Jódete, Damián Valle. En ese momento me di cuenta de que
estaba dejando marcadas mis pisadas por toda la habitación. Tenía las
plantas llenas de sangre. Durante un rato, sin dejar de moverme, las
observé con atención. Me entraron ganas de reír. Eran huellas
bailadoras. Huellas de San Vito. Huellas que no iban a ninguna parte.
Pero yo sabía adónde ir. 25. Todo estaba oscuro, menos la
nieve. Empecé a bajar del cerro del Moro. 26. Iba descalzo y
hacía frío. Mis pies se enterraban en la nieve y a cada paso que daba
la sangre se iba despegando de mi piel. Al cabo de unos metros me di
cuenta de que alguien me seguía. ¿Un policía? No me importó. Ellos
gobernaban la tierra, pero yo sabía en ese momento, mientras caminaba
por la nieve luminosa, que el jefe era yo. 27. Dejé atrás el
cerro del Moro, en el plan la nieve era aún más alta, crucé un puente,
vi de reojo, con la cabeza gacha, la sombra de una estatua ecuestre.
Mi perseguidor era un adolescente gordo y feo. ¿Quién era yo? Eso no
importaba nada. 28. Me despedí de todo lo que iba viendo. Era
emocionante. Aceleré el paso para entrar en calor. Crucé el puente y
fue como si cruzara el túnel del tiempo. 29. Hubiera podido
matar al chaval, obligarlo a seguirme hasta un callejón y allí
pincharlo hasta que la palmara. ¿Pero para qué? Seguramente era el
hijo de una puta del cerro del Moro y jamás diría nada. 30. En
los lavabos de la estación limpié mis viejos zapatos, les eché agua,
borré las manchas de sangre. Tenía los pies dormidos. Despertad.
Después compré un billete en el siguiente tren. En cualquiera, sin
importarme su destino.
en
LetrasLibres.com
Diciembre de 2002
anohoy © Todos los Derechos Reservados por Editorial
Vuelta, SA de CV