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Amberes
Roberto Bolaño
Anagrama
Barcelona, 2002. 120 págs.
Por Rodrigo Fresán
pagina12, 27
julio 2003
Si es cierto
aquello que todo lo que fuimos, habitamos y conoceremos ha surgido del
temperamental y cataclísmico capricho de un ínfimo punto de energía cósmica, entonces
parece ser igualmente verdadero el hecho de que la torrencial obra del
chileno Roberto Bolaño surge de este librito para muchos
desconcertante y fuera de lugar y para muchos otros imprescindible y
encandilante.
Escrito en 1979 pero arrancado a los cajones y
recién publicado a fines del año pasado para cumplir una personal
cábala de publicar un libro al año en Anagrama, Amberes –según
Bolaño en una de sus últimas entrevistas- “es la única novela de la
que no me avergüenzo”. Y agregaba: “Tal vez porque sigue siendo
ininteligible”. Semejante afirmación –que a más de un lector de La
literatura nazi en América Latina o Los detectives salvajes
le parecerá una irresponsable boutade– adquiere ahora, con la muerte
de Bolaño, una atendible seriedad, un guiño para iniciados, una clave
a decodificar con modales de Piedra Rosetta o monolito modelo 2001:
Odisea del espacio. Porque Amberes no es ininteligible sino
criptográfica y –por más que no goce del carácter transparentemente
autobiográfico de relatos como “Sensini” o “Ultimos atardeceres en la
tierra”– se ocupa de explorar uno de los episodios más mitificados y
mitificables de y por Bolaño: sus días y sus noches como justiciero
guardián de camping en Castelldefels, en las afueras de
Barcelona.
“Escribí Amberes casi recién llegado a
España, sin papeles y muerto de hambre”, recordó Bolaño con una
sonrisa durante la presentación de este libro. “Y lo escribí casi como
homenaje –jamás venganza, porque no hay nada menos noble que la
venganza contra una mujer– a una chica guapísima que andaba por el
camping donde yo trabajaba como guardián todo servicio. Esta chica se
acostaba con todos menos conmigo, y yo nunca alcancé a entender muy
bien por qué. Supongo que su absoluto rechazo a mi delicadeza siempre
me resultó un misterio.”
Amberes es –no hay dudas– un
libro “Marca Bolaño” porque en él aparecen rasgos inconfundibles: la
idea de América latina como virus de alto contagio, como un gas
peligroso, esparciéndose por el mundo (si Los detectives
salvajes narra en perspectiva la derrota de ese virus,
Amberes es casi un diario/ diagnóstico escrito desde el frente
y en plena epidemia); el policial como género líquido y que no está
obligado a resolver el misterio sino a, simplemente enunciarlo, y un
“idioma” donde se funden partes iguales de Julio Cortázar, David
Lynch, Richard Brautigan y el Bolaño de libros como Tres y
poemas como “Un paseo por la literatura”, donde el paisaje de una
estética universal se funde sin problemas con el de una épica íntima.
En una entrevista que le hizo Daniel Swinburn, Bolaño explicaba este
sistema que gobierna Amberes y rige toda su obra:
“Autobiográfico es Faulkner, Joyce, no digamos Proust. Incluso Kafka
es autobiográfico, el más autobiográfico de todos. En cualquier caso
yo prefiero la literatura, por llamarle de algún modo, teñida
ligeramente de autobiografía, que es la literatura del individuo, la
que distingue a un individuo de otro, que la literatura del nosotros,
aquella que se apropia impunemente de tu yo, de tu historia, y que
tiende a fundirse con la masa, que es el potrero de la unanimidad, el
sitio en donde todos los rostros se confunden. Yo escribo desde mi
experiencia, tanto mi experiencia, digamos, personal, como mi
experiencia libresca o cultural,que con el tiempo se ha fundido en una
sola cosa. Pero también escribo desde lo que solía llamarse la
experiencia colectiva, que es, contra lo que pensaban algunos
teóricos, algo bastante inaprehensible. Digamos, para simplificar, que
puede ser el lado fantástico de la experiencia individual, el lado
teologal. Bajo esta perspectiva, Tolstoi es autobiográfico y yo, por
supuesto, sigo a Tolstoi”.
En el momento de su publicación en
España escribí para este suplemento que podía pensarse en
Amberes como en un “thriller para armar”. Un enigma repleto de
agujeros negros que se tragaban toda la luz de lo racional para dejar
al crimen a oscuras con climas y recursos que recuerdan, también, a
algo de lo que hizo Philip K. Dick a la hora de plantar su
retro-psicobiografía en textos alucinados como
Valis.
Amberes tiene la textura de una pesadilla,
pero de una pesadilla dirigida donde se compaginan películas
proyectadas entre los árboles de un bosque, personajes zombies,
epifanías alucinadas, postales sadomasoquistas, la intuición
permanente de un Dios-Inteligencia con un más que perverso sentido del
humor, un jorobadito, cruces dimensionales, una pelirroja que aparece
y desaparece, un escenario casi extraterrestre pero cercano y, por
encima de todo eso, la voz del narrador que reflexiona ya entonces
acerca de una posible escritura de su futuro a medida que vive la
trama. Un joven Bolaño que ya parece estar soñando con las alturas
pobladas de estrellas distantes, con las órbitas frenéticas y terrenas
de sus detectives salvajes, con los aterrizajes forzosos de sus
sudacas voladores, con la cabeza de la serpiente que acabará
mordiéndose su propia cola para formar el círculo perfecto en el que
el tiempo transcurrido es, apenas, una torpe cuestión de almanaques y
no de libros. Así, un magistral prólogo titulado “Anarquía Total:
Veintidós años después” convierte a Amberes en una suerte de
flashback a ese Big Bang de un estilo personal que ha ido mutando a
formas más complejas y ambiciosas, pero que por el camino no ha
sacrificado nada de la intensidad del estallido original. Así, la
última página de Amberes –funcionando al mismo tiempo como
despedida de libro y bienvenida al escritor– es, en realidad, la
plegaria de un artista atemporal. Un juramento por lo que vendrá, un
credo, y ahora, de golpe, un epitafio: “De lo perdido, de lo
irremediablemente perdido, sólo deseo recuperar la disponibilidad
cotidiana de mi escritura, líneas capaces de cogerme del pelo y
levantarme cuando mi cuerpo ya no quiera aguantar más. (Significativo,
dijo el extranjero.) A lo humano y a lo divino. Como esos versos de
Leopardi que Daniel Biga recitaba en un puente nórdico para armarse de
coraje, así sea mi escritura”.
Así fue, así es, así será.
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