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Monsieur Pain


Roberto Bolaño
Abril 2000, Anagrama
Novela, 172 páginas

Por Carlos Ortega


César Vallejo murió, como se sabe y él mismo había previsto, en París en abril de 1938. Pero la muerte del poeta peruano ha dado pie a muchas especulaciones, pues nunca se acabó de saber si su fallecimiento se debió a las secuelas del hambre o de la tristeza, tal vez a alguna rara enfermedad. En Monsieur Pain, Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953) se ampara en ese enigma para elaborar una ficción que compone la radiografía de una vida desgraciada, una transparencia de intensa melancolía humana, un cuadro de compungida orfandad, reflejo de lo que bien podría llamarse un espíritu vallejiano.

El que escoja como centro aparente de su relato un hecho real y algunos personajes históricos responde, más que a una preocupación auténtica de Bolaño por dar verosimilitud a lo que cuenta, al desafiante deseo de gobernar la verdad cuando consta que ésta obedece mal y con frecuencia resulta más extraña que la propia ficción. Y si esto es ya una constante de sus narraciones, otro ingrediente casi invariable de las mismas es la explotación que hace del misterio, utilizando, para mantener el interés del lector, fórmulas que son propias del suspense detectivesco de las obras de serie negra. Sus relatos -Los detectives salvajes (Anagrama, 1998) se titula su novela más conocida- siguen el modelo de secuencias esquivas de las novelas de detectives, basadas en la indagación de un héroe que, a medida que se aproxima al misterio, lo hace más grande, mientras alumbra el derrumbe de su propia vida. Esa pesquisa desconcertante, tan característica de las novelas clásicas de Chandler o Hammett, junto a un humor intempestivo y una ternura acomodaticia ponen a prueba la capacidad de Bolaño para hacer de la espera siempre renovada el verdadero medio de la tragedia.

La historia de Monsieur Pain se desarrolla, pues, en París, donde una amiga de Georgette, la mujer de César Vallejo, contrata a un curandero para que trate de hacer algo por el poeta, quien agoniza en un hospital. El personaje, Pierre Pain (Pedro Pan, en francés: "Un hombre pasa con un pan al hombro / ¿Voy a escribir después sobre mi doble?", comienza un poema de Vallejo), se ve desde ese momento envuelto en una intriga que le desborda, porque, coincidiendo con ese encargo, otros le piden que se desentienda de un caso para el que la medicina convencional no tiene paliativo: "Todos los órganos [de Vallejo] son nuevos. ¡Ojalá que encontráramos uno en mal estado! Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué", reconoce el médico como diagnóstico de un mal que por todo síntoma produce un hipo que tiene a Vallejo postrado y moribundo en la cama. Ese hipo adquiere la importancia de un símbolo, símbolo del misterio de la obra vallejiana y de su autor ("el pozo que era Vallejo"), que el mesmerizador Pain consigue sacar del cuerpo del poeta para que lo habite a él, como un eco que se perpetuara en un recinto más allá de la voz.

La poesía está presente en la obra narrativa de Bolaño o, mejor dicho, los poetas desempeñan un papel en sus ficciones. Pero hasta ahora no habíamos leído, salvo algún adelanto en la prensa, poesía suya. Los perros románticos muestra cómo su concepto de la lírica tiene que ver con sus relatos, no sólo por su carga narrativa, sino también porque le otorga a aquélla una función exploratoria de un camino que lleva al núcleo de la vida desfigurada de sus fábulas, de la vida alterada por el desarraigo, de la intemperie que cuartea las visiones del alma: "El camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie. / Un camino que sólo recorren los poetas / cuando ya no les queda nada por hacer". Él es, como sus personajes, un sabueso que sigue ese camino de la lírica, a la que, por apartarse de todo manierismo, entra como un asilvestrado que desprecia a conciencia las reglas que conoce de sobra. Sus versos azotan y muerden, como los de Vallejo, y se hacen cargo, con un lenguaje franco, a veces testimonial, de las tristes, salvajes historias de su desarraigo, los sueños rotos y el joven impulso sofocado. Representan un ejemplo de la poesía realvisceralista de la que eran adeptos los personajes de Los detectives salvajes, una poesía heredera del antirretoricismo de su compatriota, Nicolás Parra, como apunta Pere Gimferrer en el prólogo de Los perros románticos. Con todo, su imaginación expresionista, su inteligencia para elevar a imágenes definitivas la sustancia del sueño y su intuición para conducir la ansiedad de sus personajes hasta el recogimiento del lector encuentran un cauce más natural en su prosa que en su poesía.




El País , julio 2001





 

 




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