La última
niebla
( fragmento )
.....Hace varias
horas que hemos llegado a la ciudad. Detras de la espesa cortina de
niebla, suspendida inmóvil alrededor de nosotros, la siento pesar en
la atmósfera.
.....La madre de Daniel ha
hecho abrir el gran comedor y encender todos los candelabros sobre la
larga mesa de familia donde , en una punta, nos amontonamos,
entumecidos. Pero el vino dorado, que nos sirven en copas de pesado
cristal, nos entibia las venas; su calor nos va trepando por la
garganta hasta las sienes.
.... Daniel,
ligeramente achispado, promete restaurar en nuestra casa el oratorio
abandonado. Al final de la comida hemos convenido que mi suegra vendrá
con nosotros al campo.
.... Mi dolor de
estos últimos días, ese dolor lancinante como una quemadura, se ha
convertido en una dulce tristeza que me atrae a los labios una sonrisa
cansada. Cuando me levanto, debo apoyarme en mi marido. No sé por qué
me siento tan débil y no sé por que no puedo dejar de
sonreír.
.... Por primera vez desde que
estamos casados, Daniel me acomoda las almohadas. A medianoche me
despierto, sofocada. Me agito largamente entre las sábanas, sin llegar
a conciliar el sueño. Me ahogo. Respiro con la sensación de que me
falta siempre un poco de aire para cada soplo. Salto del lecho, abro
la ventana. Me inclino hacia afuera y es como si no cambiara de
atmósfera. La neblina, esfumando los ángulos, tamizando los ruidos, ha
comunicado a la ciudad la tibia intimidad de un cuarto
cerrado.
.... Una idea loca se apodera
de mí. Sacudo a Daniel, que entreabre los ojos.
.....-Me ahogo. Necesito caminar. ¿Me dejas
salir?
.....-Haz lo que quieras
-murmura, y de nuevo recuesta pesadamente la cabeza en la
almohada.
.....Me visto. Tomo al pasar
el sombrero de paja con que salí de la hacienda. El portón es menos
pesado de lo que pensaba. Echo a andar, calle arriba.
.... La tristeza reafluye a la superficie de mi
ser con toda violencia que acumulara durante el sueño. Ando, cruzo
avenidas y pienso:
.... -Mañana
volveremos al campo. Pasado mañana iré a oír misa al pueblo, con mi
suegra. Luego, durante el almuerzo, Daniel nos hablará de los trabajos
de la hacienda. En seguida visitaré el invernáculo, la pajarera, el
huerto. Antes de cenar, dormitaré junto a la chimenea o leeré los
periodicos locales. Después de comer me divertiré en provocar pequeñas
catástrofes dentro del fuego, removiendo desatinadamente las brasas. A
mi alrededor, un silencio indicará muy pronto que se ha agotado todo
tema de conversación y Daniel ajustará ruidosamente las barras contra
las puertas. Luego nos iremos a dormir. Y pasado mañana será lo mismo,
y dentro de un año, y dentro de diez; y será lo mismo hasta que la
vejez me arrebate todo derecho a amar y a desear, y hasta que mi
cuerpo se marchite y mi cara se aje y tenga vergüenza de mostrarme sin
artificios a la luz del sol.
.... Vago
al azar, cruzo avenidas y sigo andando.
....
No me siento capaz de huir. De huir, ¿como, adónde? La muerte
me parece una aventura más accesible que la huida. De morir, sí, me
siento capaz. Es muy posible desear morir porque se ama demasiado la
vida.
.... Entre la oscuridad y la
niebla vislumbro una pequeña plaza. Como en pleno campo, me apoyo
extenuada contra un árbol. Mi mejilla busca la humedad de su corteza.
Muy cerca, oigo una fuente desgranar una sarta de pesadas
gotas.
.... La luz blanca de un farol,
luz que la bruma transforma en vaho, baña y empalidece mis manos,
alarga a mis pies una silueta confusa, que es mi sombra. Y he aquí
que, de pronto, veo otra sombra junto a la mía. Levanto la
cabeza.
.... Un hombre está frente a mí,
muy cerca de mí. Es joven; unos ojos muy claros en un rostro moreno y
una de sus cejas levemente arqueada, prestan a su cara un aspecto casi
sobrenatural. De él se desprende un vago pero envolvente
calor.
.... Y es rápido, violento,
definitivo. Comprendo que lo esperaba y que le voy a seguir como sea,
donde sea. Le echo los brazos al cuello y él entonces me besa, sin que
por entre sus pestañas las pupilas luminosas cesen de
mirarme.
.... Ando, pero ahora un
desconocido me guía. me guía hasta una calle estrecha y en pendiente.
Me obliga a detenerme. Tras una verja, distingo un jardín abandonado.
El desconocido desata con dificultad los nudos de una cadena
enmohecida.
.... Dentro de la casa la
oscuridad es completa, pero una mano tibia busca la mía y me incita a
avanzar. No tropezamos contra ningún mueble; nuestros pasos resuenan
en cuartos vacíos. Subo a tientas la larga escalera, sin que necesite
apoyarme en la baranda, porque el desconocido guía aún cada uno de mis
pasos. Lo sigo, me siento en su dominio, entregada a su voluntad. Al
extremo de un comedor, empuja una puerta y suelta mi mano. Quedo
parada en el umbral de una pieza que, de pronto, se ilumina.
.... Doy un paso dentro de una habitación cuyas
cretonas descoloridas le comunican no sé qué encanto anticuado, no sé
qué intimidad melancólica. Todo el calor de la casa parece haberse
concentrado aquí. La noche y la neblina pueden aletear en vano contra
los vidrios de la ventana; no conseguirán infiltrar en este cuarto un
solo átomo de muerte.
.... Mi amigo
corre las cortinas y ejerciendo con su pecho una suave presión, me
hace retroceder, lentamente, hacia el lecho. Me siento desfallecer en
dulce espera y, sin embargo, un singular pudor me impulsa a fingir
miedo. El entonces sonríe, pero su sonrisa, aunque tierna, es irónica.
Sospecho que ningún sentimiento abriga secretos para él. Se aleja,
simulando a su vez querer tranquilizarme. Quedo sola.
.... Oigo pasos muy leves sobre la alfombra,
pasos de pies descalzos. El está nuevamente frente a mí, desnudo. Su
piel es oscura, pero un vello castaño, al cual se prende la luz de la
lámpara, lo envuelve de pies a cabeza en una aureola de claridad.
Tiene piernas muy largas, hombros rectos y caderas estrechas. Su
frente está serena y sus brazos cuelgan inmóviles a lo largo del
cuerpo. La grave sencillez de su actitud le confiere como una segunda
desnudez.
.... Casi sin tocarme, me
desata los cabellos y empieza a quitarme los vestidos. Me someto a su
deseo callada y con el corazón palpitante. Una secreta aprensión me
estremece cuando mis ropas refrenan la impaciencia de sus dedos. Ardo
en deseos de que me descubra cuanto antes su mirada. La belleza de mi
cuerpo ansía, por fin, su parte de homenaje.
.... Una vez desnuda, permanezco sentada al borde
de la cama. El se aparta y me contempla. Bajo su atenta mirada, echo
la cabeza hacia atras y este ademán me llena de íntimo bienestar.
Anudo mis brazos tras la nuca, trenzo y destrenzo las piernas y cada
gesto me trae consigo un placer intenso y completo, como si, por fin,
tuvieran una razón de ser mis brazos y mi cuello y mis piernas.
¡Aunque este goce fuera la única finalidad del amor, me sentiría ya
bien recompensada!
.... Se acerca; mi
cabeza queda a la altura de su pecho, me lo tiende sonriente, oprimo a
el mis labios y apoyo en seguida la frente, la cara. Su carne huele a
fruta, a vegetal. En un nuevo arranque echo mis brazos alrededor de su
torso y atraigo, otra vez, su pecho contra mi mejilla.
.... Lo abrazo fuertemente y con todos mis
sentidos escucho. escucho nacer, volar y recaer su soplo; escucho el
estallido que el corazón repite incansable en el centro del pecho y
hace repercutior en las entrañas y extiende en ondas por todo el
cuerpo, transformando cada célula en un eco sonoro. Lo estrecho, lo
estrecho siempre con más afán; siento correr la sangre dentro de sus
venas y siento trepidar la fuerza que se agazapa inactiva dentro de
sus músculos; siento agitarse la burbuja de un suspiro. Entre mis
brazos, toda una vida física, con su fragilidad y su misterio, bulle y
se precipita. Me pongo a temblar.
.... Entonces él se inclina sobre mí y rodamos enlazados al hueco del
lecho. Su cuerpo me cubre como una grande ola hirviente, me acaricia,
me quema, me penetra, me envuelve, me arrastra desfallecida. A mi
garganta sube algo así como un sollozo, y no sé por qué me es dulce
quejarme, y dulce a mi cuerpo el cansancio infligido por la preciosa
carga que pesa entre mis muslos.
.... Cuando despierto, mi amante duerme extendido a mi lado. Es plácida la
expresión de su rostro; su aliento es tan leve que debo inclinarme
sobre sus labios para sentirlo. Advierto que, prendida a una finísima,
casi invisible cadena, una medallita anida entre el vello castaño del
pecho; una medallita trivial, de esas que los niños reciben el día de
su primera comunión. Mi carne toda se enternece ante este pueril
detalle. Aliso un mechón rebelde apegado a su sien, me incorporo sin
despertarlo. Me visto con sigilo y me voy.
.....Salgo como he venido, a tientas.
.....Ya estoy fuera. Abro la verja. Los árboles
están inmóviles y todavía no amanece. Subo corriendo la callejuela,
atravieso la plaza, remonto avenidas. Un perfume muy suave me
acompaña: el perfume de mi enigmático amigo. Toda yo he quedado
impregnada de su aroma. Y es como si él anduviera aún a mi lado o me
tuviera aún apretada en su abrazo o hubiera deshecho su vida en mi
sangre, para siempre.