Publicado en Otras Modernidades
Dossier Chile
“Escrituras desde la ruina: cuerpo, memoria y violencia en el Chile del siglo XXI”.
Coordinado por Patricia Espinosa Hernández
En un marco contemporáneo de hipervisibilidad de los cuerpos, de circulación de fantasías sobre su control y su rentabilización comercial en el espectáculo del cuerpo vulnerado e hipermodelado del consumo, un conjunto de narrativas chilenas recientes inscriben, a partir de la problematización del margen y la construcción de nuevas topofilias de la provincia, los cuerpos cotidianos no rentables, alternos al modelo de visibilidad dominante; cuerpos que exponen la normalización violenta de la agresión, pero también cuerpos que, desde el margen y los espacios periféricos del capitalismo, inquietan los regímenes sensibles del Chile “Post” (posmodeno, posdictatorial).
ABSTRACT:
In a contemporary framework of hypervisibility of bodies, of circulation of fantasies about their control and commercial profitability in the spectacle of the violated and hyper-modeled body of consumption, a set of recent Chilean narratives inscribe, based on the problematization of margin and construction of new topophilias of the province, the quotidian unprofitable bodies, alternative to the dominant visibility model; bodies that expose the violent normalization of aggression, but also bodies that, from the margin and the peripheral spaces of capitalism, challenge the sensitive regimes of the so-called "Chile Post” (postmodern, post-dictatorial).
PALABRAS CLAVE: heterotopías; cuerpo; periferia; provincia; narrativa chilena actual
KEY WORDS: heterotopias; body; periphery; province; current Chilean narrative
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En un marco contemporáneo de hipervisibilidad de los cuerpos, de circulación de fantasías sobre su control en la neurofisiología biocapitalista de los afectos (Haber); de su rentabilización comercial en el espectáculo del cuerpo vulnerado del femicidio y en el hipermodelado del consumo, pero también de su fragilidad en el acoso por enfermedades y políticas farmacológicas, algunas narrativas chilenas recientes inscriben, a partir de la problematización del margen y la construcción de nuevas topofilias (Tuan) y topofobias (Verdugo)[1] de la provincia, los cuerpos cotidianos no rentables, alternos al modelo de visibilidad dominante: cuerpos enfermos, arruinados, animalizados, cuerpos sucios y expulsados, que exponen la normalización violenta de la agresión; pero también cuerpos conscientes de su ser cuerpos, que emergen a la primera línea como tales, cuerpos móviles, en transformación, que gozan y exhiben sus metamorfosis afectivas, que se hacen conscientes de sus pobrezas materiales y de su distorsión especular ante el cuerpo exitoso del capital, mostrando sus reversos grotescos y terribles, y punzando, así, desde el margen, desde los espacios periféricos y locales del capitalismo neoliberal,[2] en la provincia chilena, las formas del reparto de lo sensible (Rancière)[3] del Chile “Post” (posmoderno, posdictatorial).
Una serie de relatos, novelas y cuentos, entre otros,[4]Valporno (2011), de Natalia Berbelagua e Historial de navegación (2016), de Carlos Araya Díaz, han abordado una enunciación explícitamente situada desde la provincia chilena, insistiendo en la legitimidad de la mirada desde lo que ha sido considerado como el resto del discurso nacional, lo que queda, se aloja y reproduce en un margen que, a lo sumo, importa como núcleo industrial o extractivista de materias poco elaboradas para la economía capitalista internacional. Particularmente, algunas de ellas son escrituras que escenifican el norte de Chile y sus espacios liminares: las carreteras, los pueblos alejados de los centros urbanos; o los espacios marginales y subterráneos de la ciudad de provincia, como Valparaíso.
Los cuerpos trazados por estas narrativas (se) dibujan en la formación de una topología desplazada que, transitando por los bordes e intersticios del espacio de la ciudad, problematiza la enunciación de la “provincia” chilena y glo-cal, construyendo formas afectivas en las cuales, propongo, el propio cuerpo funciona como apertura a una comprensión de la “profunda superficie” (Rojas) de la realidad,[5] interpelando la misma definición de contemporaneidad y la idea del cuerpo-víctima del margen como “cuerpo consensuado” (Neveux).[6]
HETEROTOPÍAS DEL CUERPO EN LOS NO LUGARES DE LA PROVINCIA
En 1967 Michel Foucault se refirió a los contra-espacios como aquellos lugares “fuera de todo lugar” que se distinguen de los demás porque se les oponen, los borran, compensan, neutralizan o purifican; estos constituían, afirmó, utopías localizadas que actuaban como “impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos” (párr. 7), heterotopías, en tanto espacios absolutamente otros. Las heterotopías, propone Foucault, realizan su impugnación de los demás espacios en dos formas: sea creando “una ilusión que denuncia [a su vez] al resto de la realidad como si fuera ilusión”, sea en la dirección contraria, “creando realmente otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está desordenado, mal dispuesto y confuso” (párr. 19).
Cada sociedad prefiere su heterotopía. Las antiguas heterotopías “de crisis” que se vinculaban a los procesos biológicos de transformación y a sus rituales, habrían sido reemplazadas, paulatinamente, afirma el pensador francés, por “heterotopías de desviación” que instituyeron el margen espacial como exclusivo de aquellos individuos “cuyo comportamiento representa una desviación en relación a la media o a la norma exigida” (párr. 9). De retorno, uno diría entonces que la aserción es también cierta al revés: el espacio de la periferia, o, más precisamente del margen, se constituye como tal en la medida en que alberga a los sujetos que la norma (el lugar, en terminología de Augé) externaliza de sí. La provincia chilena se ha constituido, en el imaginario de estas escrituras, en esta primera acepción foucaultiana, en una heterotopía que se reserva (se sustrae) de sí para aquello que –valga el oxímoron– concentra el desvío, reúne a aquellos individuos que se des-enrielan, se “tuercen” del derrotero previsto; aquellos que huyen y se diseminan fortuitamente –de sí y de/en los lugares.
Pero ¿cómo ocurre esto en la actual sociedad hipervinculada?, ¿no es la provincia más bien una expresión metonímica, continuidad espejeante del centro productor de la subjetividad hipermercantilizada y, por tanto, su eco, su reproducción (deformada o no)?
En 1992, Marc Augé caracterizó la contemporaneidad como una situación “sobremoderna”, esto es, un marco societal caracterizado por la superabundancia de acontecimientos, por su exceso (36), y por el exceso, asimismo, de espacio, su diversificación y multiplicación en nuestros imaginarios, así como por su demanda subyacente por el sentido; todo ello en un contexto de paradojal achicamiento del planeta en la imaginación cosmológica y en la efectiva interconexión –es decir, acercamiento– de los diversos territorios entre sí (37). Ambos “excesos”, el temporal y el espacial, producidos como efecto, a su vez, de la hipervinculación y la extensión por todo el orbe de las formas y contenidos de la comunicación global.
En esta sobremodernidad funcionarían lugares y “no lugares”. Desde la perspectiva etnográfica, los lugares han sido definidos como aquellos espacios de identificación, universos compartidos de simbolización, “sociedades identificadas con culturas concebidas en sí mismas como totalidades plenas” (39); y los no lugares están expresados fundamentalmente
por las realidades del tránsito [frente a] las de la residencia [...] [por] las intersecciones de distintos niveles [frente] [...] a los cruces de ruta, [...] [por la figura] del pasajero (que define su destino)[...] [frente a la del] viajero (que vaga por el camino); [...] [por] el complejo de viviendas [donde simplemente se habita, frente] [...] al monumento, donde se comparte y se conmemora; [y por] la comunicación (sus códigos, sus imágenes, sus estrategias) [ante] [...] la lengua (que se habla) (Augé 111).
Aunque en nuestra época “sobremoderna” convivan sintagmática y sobrepuestamente lugares y no-lugares, su lenguaje, sin embargo, está compuesto dominantemente por el léxico que nos proveen las imágenes de los no lugares, afirma Augé.
La subjetividad del no lugar corresponde a la configuración de un tiempo-espacio que pareciera vivir en un eterno presente colonizado por cientos de miles de microrrelatos de la publicidad confundidos con historias de diversos y pareciera anodinos eventos en el mundo, que tienden a copar toda nuestra experiencia del tiempo y del espacio; todo ello en una dinámica que hipertrofia la posición del espectador como centro de la escena: observador observado en su propia soledad, compuesta por la extrema homología y cercanía temporales (cuyo efecto es la incapacidad de la historia) y por la casi infranqueable imposibilidad de otorgar un sentido a su experiencia. La soledad es la condena del habitante de los no lugares: “El espacio del no lugar no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud” (Augé 107). A estos “consumidores de espacio” se les ofrece la fantasía primera (y última) del consumo a la vez que, como afirma Augé, la “tentación del narcisismo es [en ellos] tanto más fascinante en la medida en que parece expresar la ley común: hacer como los demás para ser uno mismo” (110).
Quisiera destacar aquí este hacer como, que es al mismo tiempo hacer igual que, y hacer como si, esto es, montar un remedo, una parodia, un teatro de producción; es decir, no siempre y solo reproducir. Y es que los no lugares pueden ser a la vez heterotopías, espacios otros en términos de aquella impugnación que Foucault identificaba. Tales, los espacios periféricos, que en muchas ocasiones emergen como lugares paradójicos, en tanto expresivos de la situación de subordinación estructural pero, a la vez, de su propia capacidad para devolver, a los espacios que determinan la dirección del movimiento global (que en ese doble sentido aún podemos seguir llamando “centrales”), su imagen deforme. Su capacidad para ironizarlos en tanto tales “centros”, indicando las aporías de ese modelo binario y relevando –en la fórmula de Silviano Santiago– la potencia de ese entre-lugar del discurso crítico del margen, de la periferia del lugar.
Complementariamente, ocurre en estas obras aquello que el filósofo Franco Rella ha propuesto como una poética de la sustracción, en la forma de lo que llama “micrologías”, esto es, el abordaje de la realidad desde el fragmento, tan iluminador como oscuro; desde aquello que ha sido considerado por el logos como el resto, el inorgánico suceso que no constituye sistema y que produce una interpelación desde su propia condición de resto.
UN CUERPO EN MEDIO DEL DESIERTO DE LO REAL
Si, como dice Foucault, la fantasía de la invisibilidad del alma eclipsa al cuerpo real en las narrativas occidentales, en estas narrativas actuales de la provincia chilena el cuerpo no es, como pareciera funcionar en el oxímoron foucaultiano, ni negra piedra ni grácil burbuja, sino que posee más bien un interior expuesto que, sobre el telón de fondo del espectáculo repetido del cuerpo lacerado –ya en el grotesco del gore, ya en la extrema crueldad del snuff, como bien ha visto Sayak Valencia– pretende invocarse como materialidad, haciendo emerger escatológicamente (lo que es negado y oculto) a la superficie, a plena luz, nuestros “detritus”; haciéndolos coincidir con su “fuente” corpórea –entendido el cuerpo en su ser única y fundamental fuente de la producción y reproducción del espacio, el tiempo y el mundo–, su primera topía.[7] Lo sucio, lo viscoso, lo adherente, aquello que nos produce asco y repulsión, junto con diversas formas de la humillación social y de la violencia, se repiten como signos fijos en escrituras en las cuales la realidad es dicha desde el cuerpo, con su lengua, que es aquí sin ambages la de sus cavidades y de sus fluidos. Hay acá una poética que recusa la escisión entre cuerpo espiritual y cuerpo material, entre el cuerpo etéreo del misterio y del duro de la certeza,[8] y que se posiciona, contrariamente, en lo liminar, aquello que emerge como pregunta en mitad del “ruido blanco” de la publicidad, lo que angustia y se produce como grotesco.
Ya no creen estas escrituras en la “utopía” del cuerpo incorporal, que nos ilustra Foucault (párr. 23), en ella no hay refugio, parecen decir. Para indagar en las cuevas de la realidad solo es posible ir por su superficie, haciendo emerger a plena luz los ocultos espacios heterotópicos que también tiene el cuerpo, y las profundidades de la realidad, pasibles de reconocer en la superficie más expuesta como cicatrices o entradas en la piel de esa misma realidad, una piel las más de las veces vejada y sucia. Nada pura, nada transparente. Mostrando, asimismo, desde el cuerpo que emerge intempestivamente, aquello de ominoso que guarda lo cotidiano, lo que hemos persistido en no ver.[9]
Cuerpos dolidos y dolientes, que pesan, que han dejado su ligereza y se han vuelto “arquitectura fantástica y ruinosa” (Foucault párr. 30). Pero cuerpos, a la vez, que recusan de la imagen del cuerpo-víctima, de su reducción a ser pensados como “puro soporte exhibido (siempre) en la condición de víctima de los sujetos” en la dinámica del victimismo (Neveux 117), en la cual el espectador/lector de la obra no ve de aquel cuerpo “sino su capacidad de soportar más y más degradación” (Neveux 119). Un cuerpo que, por el contrario, es contextualizado, “situado por un deseo, indisociable de una ‘dirección de la existencia’” (De Certeau 130) y, con ello, inscrita su diferencia radical.
Un cuerpo, asimismo, sin embargo, plantado en el “desierto de lo real”, en ese espacio imaginario que corresponde a la ficción de la plena visibilidad y de la total disponibilidad con la que las narrativas coloniales han figurado el espacio de la periferia, como lugar habitado por la realidad desnuda del instinto, del caos de la inmediatez y la ausencia de mediaciones y que ha segregado también, al interior del país, a la provincia como aquel “orden dado, estacionario y corrupto, en el que no cabe hacer mención de intertextualidades o perspectivas interesadas” (Verdugo 15). Cuerpos y enunciaciones, por tanto, porosas, condicionadas por esa misma imaginería de sí en la imagen de lo real-real como despojado, pero también desguarnecido de discurso, arrojado a su propia y completa visibilidad.[10]
VALPORNO (2011) DE NATALIA BERBELAGUA
Lo que hace Natalia Berbelagua en el conjunto de relatos que constituyen Valporno, es provocar, invocar la búsqueda de un sentido de lo corporal ante el cual la obra se expone tendida aunque manifieste, de inicio, la consciencia de su imposibilidad. La obra lo realiza en la exposición lúcida –pues las ilumina– de las formas de la cotidianeidad que se consumen en ese real de la ciudad puerto chilena procediendo a su extrema visibilidad. Pues iluminar es aquí también encandecer: volver brasa, encender hasta verla consumida en su propio fuego. La luz que golpea la narración sobre las cosas y los sujetos de esta ciudad ficcional, Valporno, es de tal nivel que estos terminan por ser expuestos en sus esqueletos blanquecinos, consumidos en su propia ascua a los ojos de la narradora (siempre femenina).
Los restos, los residuos, aquello que funge en proceso de descomposición, es recogido por las narradoras de estos relatos de las calles y cuevas de la ciudad, para ser exhibido aquí como gesto de provocación. Un gesto sostenido en aquello que, hasta su puesta en lengua (y con la lengua, desde la lexía y desde el cuerpo) ha sido velado. El desecho se constituye aquí en hecho fundante de una posibilidad de existir fuera de las imposturas del buen decir de la ciudad. De esa ciudad ominosa que es Valporno. Incluso habida cuenta de la irónica advertencia de los peligros de un decir así: la excitación de los consumidores de esas imágenes reveladas, los espectadores aviesos, el riesgo de construir un nuevo mercado de “postales” de Valporno –como hace uno de los apartados del texto– la narración recorre y persiste en ese camino. Incluso a riesgo de echar al circuito nuevos objetos del consumo turístico, ahora por lo abyecto; incluso a riesgo de hacer de lo íntimo otra mercancía más.
Las relaciones electivas están en Valporno apegadas a la superficie de las cosas, transitan por la epidermis de la ciudad pero no eluden sus intersticios, sus cuevas y sus lados de atrás; y no están mediadas por el afecto. A lo sumo por el narcisismo y la excitación, y siempre por el cálculo de la reproducción somática. Aunque de ellas trasunte una ética de la democratización de las pasiones. No hay un más allá del cuerpo y sus aproximaciones carnales. Valporno es una summa de las perversiones individuales de un espacio que venía siendo ocluido del discurso público sobre la ciudad pero que existe más duro que piedra en la carne de la ciudad así mentida.
Lo obsceno se engolosina aquí con lo que en primera instancia produce rechazo y que es leído como repugnante, pero que se transforma en objeto de deseo. Si, como afirma Sara Ahmed, la performatividad de la repugnancia funciona primariamente como rechazo por aquello que se interpreta como perjudicial y a la vez como fascinación por lo que repulsa, que puede llegar incluso al deseo por aquello que se cumple como misterio, pues, “La repugnancia es profundamente ambivalente: implica el deseo” (Ahmed 136); en los cuentos de Valporno es este deseo el que reconduce del acto inicial de separación a una integración sexual del objeto repugnante que funciona al modo primario de la relación con el gusto: el objeto no se repele ni se separa, por el contrario, se integra al propio cuerpo, se le incorpora vorazmente.
De esta forma ocurre en “Las perversiones dominicales”, el cuento que abre el volumen. Una joven se cita a tomar alcohol un domingo en una fuente de soda; allí se encuentra con un vagabundo, a quien no duda en cumplir su deseo de calmar sus malogrados pies: “Él contestó que siempre había alguien dispuesto a lavárselos con saliva y desde que entró al bar y me vio, supo que yo sería la próxima” (11). En un cuarto de la chopería, la joven se da a la tarea de lamerle los pies al hombre. La narradora describe cada recodo de la carne de las extremidades del vagabundo y sus oficios sexuales, pues la suciedad y las heridas, e introducir cada una de sus partes en su boca hasta su pegajosidad,[11] o rasgarle la piel ampollada, le generan excitación. Aquello que le parece en primera instancia repulsivo y ofensivo, tal vez si por ello mismo, provoca los deseos de la mujer que no solo no abyecta aquello repulsivo, sino que le permite entrar plenamente, para provocar la total cercanía; el cuerpo se abre por completo y produce, así, un movimiento en reversa: no se ofende: ofende. Si lo immundo es aquello informe, que no encuentra representación y que no debe hallar visibilidad (Clair 12), el anuncio ya desde el inicio del texto de Berbelagua es de una narrativa de la plena visión, directamente ofensiva contra el régimen dominante de los afectos y nuestras prescripciones corporales.
Una narrativa que prefiere iluminar los espacios cerrados, oscuros y nocturnos de la ciudad. Y que explora, como ya lo han hecho otros textos recientes que se ubican en Valparaíso (“¿Has visto a un dios morir?” y Ricardo Nixon School, de Cristian Geisse, y Valpore y Motel ciudad negra, de Cristóbal Gaete), una relación táctil, de proximidad corporal de la piel, de la carne misma con el cuerpo de la urbe: cuerpos pegados a sus calles, sus veredas, disueltos en sus escaleras, en sus bares, perdidos en sus pasillos (siempre, de alguna forma, pasadizos); que no tienen miedo a contaminarse con esa otra superficie que en muchos casos exuda detritus (materiales y simbólicos), que se funden y pierden en el cuerpo de la ciudad.
Así mismo, en otro cuento de Valporno, las ratas han anidado en la casa de una pareja cuya relación se perdía en la falta de deseo: “Nuestros cuerpos estaban muertos, adormecidos para el otro” (16). Sin embargo, la incursión de un grupo de ratas entre los pies desnudos de la protagonista, y en particular, el hecho de que la mujer lograra alcanzar a una con su zapato, se trasforman en una acontecimiento gatillante del deseo sexual para Elías, su pareja, quien, nos informa la mujer, mientras ella todavía luchaba por expulsar el asco de su cabeza, la tomaba con avieso e inusual deseo sexual, explícita la relación entre la pasión carnal y la fruición que le provocó el episodio de la mujer con la rata: “en un momento de éxtasis me pidió además que le refregara los tacos por la espalda, para sentir algo de esa rata muerta que le pareció maravillosa” (17).
Otros relatos transitan también por el asco y por personalidades que indagan en affaires con lo inmundo: Tal, la tía abuela de la protagonista en el relato “El ciervo pagano”, que habiéndose hecho monja, se da a todo tipo de autolaceraciones y martirios relacionados con la ingestión de sustancias asquerosas, detritus de enfermos y diversas suciedades como alimento; marca corrupta pero también terrorífica en la genealogía femenina de la protagonista, tal como se encargó de confirmarle su propia abuela, cuyos ojos, “brillaban con la oscuridad de quien tiene el alma podrida” (26).
Campean, igualmente, en estos relatos los cuerpos feos, deteriorados, grotescos, anversos al sistema hegemónico de lo bello: esqueléticos, como el de Gianfranco, que se encontraba en un “avanzado estado de desnutrición”, y que la protagonista caracteriza como de “huesos deformes, con la piel pegada al esqueleto” (28). Cuerpos gordos y sucios como el de la mujer que pasó más de un año en cama cultivando grasa y hongos, volviéndose cada vez más obesa (32); cuerpos maltratados, como los de aquella pareja de alcohólicos que declara llevar más de cinco años tomando un litro de pisco diario y fumándose 60 cigarrillos (66). Heroínas que atienden obsesiones corporales como la mujer quelimpia baños en un Centro Comercial y decide apoyar a mujeres bulímicas, a quienes se lavaban el sudor de sus amantes, “Me había convertido en un ángel de la guarda de las asquerosidades” (35).
Si el porno puede ser definido como “un material que apunta a estimular la fantasía con el objeto de estimular la excitación sexual” (Meler 56), pero sabemos, las demarcaciones entre erotismo y pornografía son siempre políticas y abonan a una cierta dinámica de la producción de líbido y a visiones sobre el presente, y siempre están ligadas a la normatividad y su desvío, hay, por tanto, en la provocación de Berbelagua una forma de interpelar al design completo del cuerpo “normal”. Una provocación, sabiendo que, como ha dicho Arcand, la pornografía está también emparentada con la rabia (25) y que se trataría hoy de aportar a una resignificación del viviente, aquel que como ha elaborado Gabriel Giorgi, constituye un umbral, que puede interpelar la emergencia de un interior, un adentro que no solo importa al cuerpo, sino que “descoloca toda distribución entre el yo y el otro, entre lo propio y lo ajeno, entre lo individual y lo colectivo” (187).
HISTORIAL DE NAVEGACIÓN (2016) DE CARLOS ARAYA DÍAZ
En el relato que abre el volumen de Historial de navegación, dos amigos, Lisandro y quien narra, se reencuentran para visitar juntos el lugar donde años antes, adolescentes, protagonizaran un accidente de carretera en el que perdió la vida la amante común, Sandra. Años atrás, mientras conducían ebrios y probablemente drogados, Sandra, una mesera de bar que les otorgaba sexo a cambio de que le consiguieran un auto para visitar a su hija, terminaba su existencia cercenado el cuerpo, sembradas sus partes en el desierto nortino y el asfalto. Una bolsa de plástico celeste vuela por el aire del desierto mientras el protagonista recuerda el tiempo aquel en que paraban en colchones compartidos, en baños donde intercambiaban también fluidos y drogas, y se ven transitando en automóviles por los caminos del desierto en los límites de aquella ciudad que es más bien un pedazo de tierra (14) lindados por un río que se secaba: “un pedazo de tierra visto por los ojos borrosos de un minero. Un minero recién pagado, borracho y sin saber qué hacer con la plata que gana” (14). La paradoja de una ciudad consumida al pie de la mayor mina de cobre de Chile, Chuquicamata, la mayor fuente de riqueza del país. Recuerdan el tiempo de esa paradoja: tan brutal y tan tierno a la vez, en la voluntad de Sandra, la mesera, capaz de todo por visitar a su hija de “ojos de coyote” igual a los suyos.
Los cuentos de Historial de navegación aparecen paradojalmente sin una “carta” orientadora, aunque sus historias se entretejen imperceptiblemente a través de fragmentos, restos de artefactos del régimen del consumo que atraen y concentran la atención sobre la relación imbricada, el múltiple vínculo de cada historia particular en una red de experiencias de las y los sujetos que experimentan la ciudad de Calama, en el norte de Chile: unas zapatillas de un joven suicida, el veneno inoculado a un perro que no deja de ladrar, una bolsa de plástico celeste con la que alguien compró pan y que vuela por el desierto antes de la catástrofe. Lo que da unidad al volumen, junto con esos fragmentos que forman redes causales, es la común experiencia de la marginalidad como la de un espacio-tiempo donde no solo han sido defraudadas las expectativas de las y los diversos migrantes que han venido “navegando” hacia este destino, sino donde se cumple su destino, que en la mayor parte de los casos es el de la soledad y la pérdida. Pero donde, a la vez, emerge, luminoso, el instante en que cada trayectoria vital se revela singular y plena de potencia en la decisión de reponer la vida a través del propio cuerpo.
Una potencia vital que presiona al espacio, que se impone incluso a una geografía que se resiste a cobijar a estos sujetos abandonados (la mayor parte de las veces por sus padres), constituida en “pura tierra suelta” que les sigue a todas partes. Una ciudad cuyo horizonte es el de las humaredas de la mina de cobre de Chuquicamata, maldición de un territorio extractivista donde se produce el “sueldo” de Chile, que acumula dinero y vacío y contra la cual se revelan, significativos, los gestos de estos sujetos que recusan su papel de víctimas: gente que corre el desierto de día y de noche, personas que escapan para defender vidas animales, niños que surcan en sus bicicletas los límites de ese desierto y sueñan con llegar al mar.
Historias conectadas por pérdidas, partidas, abandonos, ingratitudes y desapariciones, formas de sustracción del cuerpo y de su destrucción (siempre el fantasma militar; siempre el femicidio como presencias ominosas en lo cotidiano), y donde el desierto emerge cómplice y ojo mudo, observando todo impasible y desafiante, como límite de toda cordura.
Mas los seres así reducidos, acosados, respiran. Buscan salidas, ninguna trascendente, todos meros mensajes sencillos, apenas balbuceados a través de sus compromisos corporales, mensajes realizados en sus cuerpos que se resisten, se empeñan, muchas veces a contrapelo de los dictámenes de las instituciones.
Así, un padre que contra toda prescripción de salud, corre por el hijo muerto, sin parar, día y noche corre, quiere ser el cuerpo del hijo, moverse como él, sentir como el hijo; se funde con su horizonte, con su “mapa”, con sus ojos: “corro por todos los encuadres hermosos que hiciste” (46); pero corre también contra, contra esa violencia simbólica que le ha arrebatado el instante del duelo, la institución empresarial que banaliza la vida y la muerte en el régimen del capital, y su extrema ingratitud: “corro por el televisor que compré con el bono que me dieron en la mina tras tu muerte” (46). Ese mismo padre que también quiere fundirse con el cuerpo del desierto, ser devorado por él pero que no desfallece hasta llegar al mar, cumplir el diseño del hijo. Y corre cayendo muchas veces, y persistiendo llega al mar, y por eso, porque llega, es asesinado por ese desierto en la mano de un femicida que lo cataloga amenazante, asesino del desierto.
De igual manera corre Guillermina Vega, dedicada al oficio del robo al menudeo en las casas de los mineros acomodados de la ciudad... no deja de transitar por los contornos de la ciudad al filo del desierto, se ejercita en bodegas abandonadas y abre su camino en medio de basurales, todo ello para ayudar a su padre, exminero de la extinguida industria del carbón –otra industria extractivista del país– que se muere en el sur de Chile de una enfermedad respiratoria provocada por su trabajo en la mina. Guillermina y su padre: cuerpos espejos de marginalidad. Guillermina, la misma que termina corriendo ya no por su vida ni por la de su padre, sino por la de un pobre animal sin nombre que encuentra agonizante en una de las casas de minero. El cuerpo del perro apegado al suyo se vuelve la única respiración que conoce en su soledad: “Sostengo el peso de tu existencia a través de la piel [...] no quiero soltar tu cuerpo que me protege del aire frío” (73); y entonces, arranca a toda velocidad de sus persecutores, con el animal en los brazos, y su cuerpo dispuesto para el afán del robo, se convierte, así, en transporte luminoso de la dignidad que ella le regala al animal al cuerpo inerte ya pero que encuentra habitación a través del suyo: “Vacío un espacio para ti en este mundo” (74).
En “Las paredes hablan”, un minero es expulsado de la mina debido a su adicción; vive desde entonces dentro de un auto, una de las pocas posesiones que le restan luego de vender todas las demás para conseguir drogas, solo le quedan un cepillo de dientes, una frazada, una bolsa celeste en la que lleva el pan y una grabadora:
Cada varias horas tengo que secar los vidrios empañados. Cuando el frío se vuelve insoportable, canto a todo volumen la canción de Sandro y al rato se me pasa. He buscado trabajo, pero sin un domicilio estable y con los antecedentes manchados acá es imposible. Estoy más contento que antes, ya dejé de consumir (Araya 85).
Vive en los estacionamientos del mall de la ciudad, y allí, entre ese símbolo del consumo de las mercancías y el desierto, el hombre conforma su vida que se ha vuelto expresión metonímica de una continuidad de restos de la existencia del consumo.
¿Qué es lo que hace? Dedica sus horas a grabar sonidos de la ciudad. Esos que se pierden que no son siquiera restos y que son absolutamente inconsumibles porque siempre evanescen. Dedica sus días a la recolección de grabaciones, incluidas las de su propia respiración. Está construyendo, dice, un “mapa sonoro del norte grande” (85). Allí, entre el mall y el desierto, despojo de una existencia ilusoria, como el propio dinero que poco tiempo atrás tuvo a manos llenas, reformula una imaginación donde funcionan los ruidos de la vida cotidiana de Calama, esos insignificantes que operan como su pulso de cuerpo urbano. Ya despojado incluso de su vehículo-hogar, el hombre se funde con las ruinas de las paredes de la casa de sus padres para esperar... esperar a que las ruinas de su casa paterna le hablen con la voz de ellos, paredes magnetofónicas.
Las imágenes que recorren los relatos de Historial de navegación (muchas explicitadas como fotos, pantallas o filmes) son las que los pueblos del norte de Chile van arrojando como papeles o bolsas que vuelan suspendidas por sus aires: desechos; así como de personajes que viven una marginalidad que se expresa sobre todo en la soledad extrema de la vivencia del no lugar de quien no tiene nada más que esos paraísos infernales de la publicidad compartidas con un postulado otro inexistente, y devueltos hacia sí en la ilusión narcisista del espectador de sí mismo, hipertrofiado, como dice Augé. En la ilusión del tiempo y la inexpresividad de un espacio saturado y repetido, el cuerpo emerge aquí como la única certeza, última topía en la que el sujeto puede reconocerse.
Por eso los personajes huyen, andan, se cruzan, corren por el desierto y habitan y también mueren en autos, pero siempre terminan reducidos al único compromiso irrecusable: su propio y solitario cuerpo y algunas cosas, sobre todo esos desechos de la sobremodernidad que aquí, sin embargo, obtienen sentido como gatillantes de la memoria del instante, relacionando las historias cotidianas y los dramas de cada uno de estos sujetos que se corren solos en la única certeza, su vivencia resistente entre los lindes de una ciudad recluida entre los hornos de la gran minera y el desierto pero que posee el heterotópico río Loa, que desemboca en el mar.
LA LENGUA DEL CUERPO EN LAS NARRATIVAS ACTUALES
Para concluir, quisiera llamar la atención sobre la recurrencia, en estas literaturas chilenas actuales de la provincia, de la ostentación del cuerpo como cuerpo expuesto de la catástrofe. Entonces también como lenguaje, como signo de esa catástrofe –su llamada– pero, a la vez, como su propio fundamento y frontera comunicativa: fuente, casa y tumba.
Las escrituras actuales chilenas que he pesquisado aquí manifiestan una pregunta por/al cuerpo y desde el cuerpo, a la vez que lo instituyen como lugar de la formulación de esa misma pregunta. El cuerpo es aquí un secreto a la vez que única respuesta, hueco concluyente, única forma, una lengua capaz de resguardar aún el sentido en un mundo que emerge ante él como inminencia del fin del propio cuerpo.
En ellas se testifica la existencia de esta amenaza sobre todo a través del disenso que expresan sobre la codificación del cuerpo marginado u oprimido como cuerpo victimizado en el cuerpo consensuado y reducido del doliente, que es contemplado en la abstracción simplificante y antipolítica del humanitarismo (Neveux 120) que no recoge su singularidad resplandeciente y reverberante de cuerpos, poseedores de un “sentido más-allá-del-sentido [outre-sens]. [Y que, en tanto tales] son un exceso [outrance] de sentido” (Nancy 22).
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Notas
[1] Topofilia, en tanto lazo afectivo entre las personas y el lugar o el ambiente circundante (Tuan 13). Topofobia, en cuanto apreciación de rechazo hacia el espacio, en particular, de la provincia, “en una escala que abarca desde el mero desprecio intelectual hasta la manifestación de reacciones sintomáticas a un nivel físico” (Verdugo 18). [2] Uso “periferia” en su capacidad explicativa del presente rescatando sobre todo en su fuerza metafórica, en palabras de Hugo Achugar: “centro y periferia como metáforas de ‘espacios del tener’ y ‘espacios del carecer’ siguen teniendo capacidad y validez hermenéutica” (Achugar 856). [3] Reparto de lo sensible como el “sistema de evidencias sensibles que al mismo tiempo hace visible la existencia de un común y los recortes que allí definen los lugares y las partes respectivas [fija] [...] un común repartido y partes exclusivas. Esta repartición de partes y de lugares se funda en un reparto de espacios, de tiempos y de formas de actividad que determina la manera misma en que un común se ofrece a la partición y donde los unos y los otros tienen parte en este reparto” (Rancière 10). [4] Algunos textos que pueden insertarse en este corpus son, en narrativa: Tierra amarilla (2000), de Germán Marín; Tríptico de Cobquecura (2007), de Andrés Gallardo; Bagual (2008), de Felipe Becerra; Camanchaca (2009) y Racimo (2014), de Diego Zúñiga; Estrellas muertas (2010) y Ruido (2012), de Álvaro Bisama; Los hijos suicidas de Gabriela Mistral (2010), de Fernando Navarro Geisse; República maderera (2012), de Marcelo Mellado; Namazu (2013), de Rodrigo Ramos Bañados; Geología de un planeta desierto (2013), de Patricio Jara; Motel Ciudad Negra (2014), Paltarrealismo (2014) y Valpore (2015), de Cristóbal Gaete; La edad del perro (2014), de Leonardo Sanhueza; Nancy (2015), de Bruno Lloret; Ñache (2015) y Ricardo Nixon School (2016), de Cristian Geisse; Las bolsas de basura (2015), de Enrique Winter; Geografía del desastre (2015), de Jorge Cifuentes; Ecos (2016), de Álex Saldías; Coyhaiqueer (2018), de Ivonne Coñuecar; Yo soy un pájaro ahora (2018), de Vladimir Rivera Órdenes; Paganas patagonias (2018), de Óscar Barrientos; Población flotante (2019), de Carlos Araya Díaz; Senda Llacunes (2019), de Estefanía Bernedo; Será el paraíso (2019), de Pavel Oyarzún y El museo de la bruma (2019), de Galo Ghigliotto. [5] Para Sergio Rojas, esta “profunda superficie” está relacionada con la memoria de lo cotidiano que otorga a ciertas escrituras la lucidez para dar cuenta de aquello acechante, obtuso tras la pura evidencia del presente: “La cotidianeidad, como la escritura, conserva el sentido: lo guarda y lo cifra” (253). [6] “El cuerpo-víctima es el cuerpo consensuado, en el énfasis o el pudor de su contemplación. Por un efecto de interferencia despierta la piedad, una piedad sospechosa en estos tiempos anestesiados [...] una estética del anonadamiento” (Neveux 122) y conduce, afirma Neveux recogiendo ahora a Žižek, a reafirmar la política antipolítica puramente humanitaria (123). [7] En palabras de Foucault: “Mi cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello que nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi cuerpo, implacable topía” (párr. 23). [8] Sugiero revisar la crítica a esta tensión dualista en la obra de Foucault en Jean-François Braunstein: “La ‘pierre noire’ et la ‘bulle de sa von’. Réflexions sur le corps au XXIe siècle”. Afirma el autor: “Las reflexiones de Canguilhem o la pintura de Bacon nos permiten superar manifiestamente la brutal oposición entre un ‘cuerpo espiritual’, ‘enteramente construido’, y un ‘cuerpo material’, simplemente dado” (Braunstein 11). [9] Para Freud, lo ominoso o lo unheimlich, “aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (220) y que, recluido bajo la superficie de lo usual, de lo familiar, se manifiesta intempestivamente como nuevo volviéndose terrorífico (218). [10] Esta idea del “desierto de lo real” dialoga con la imagen que Slavoj Žižek usa para referirse a la sensación que los estadounidenses experimentaron al conocer de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Explica: “Nuestra reacción preliminar fue la de pensar que el demoledor impacto de los atentados del 11 de septiembre podía explicarse únicamente en el contexto de la frontera que hoy separa al Primer Mundo digitalizado del ‘desierto de lo Real’, del Tercer Mundo. [...] Es la conciencia de habitar un universo artificialmente aislado” (Žižek 31). La imagen, por tanto, es tributaria de la imaginería colonial del modelo de espaciamiento que ubica a la periferia estructural en el lugar de la plena exposición de la vida desnuda, y a su vez, en la imposibilidad de la creación intelectual, en la imagen del desierto. [11] Explica Sara Ahmed que existe una relación estrecha entre repugnancia y pegajosidad, que proviene del vínculo de la primera con el sentido del gusto (135); etimológicamente incluso: “En inglés ‘disgust’, proveniente del francés ‘desgoust’” (133).
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Bibliografía
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Alejandra Bottinelli es profesora del Departamento de Literatura de la Universidad de Chile. Doctora en Estudios Latinoamericanos y magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile. Sus investigaciones y trabajo docente tratan sobre figuraciones del cuerpo en narrativas actuales de Chile, Argentina y Perú, y sobre modernidad y modernismos en las escrituras en el fin de siglo XIX latinoamericano. En la actualidad trabaja, además, sobre el ensayo literario como género y sobre las escrituras del fin y la crisis.
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dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Heterotopías del cuerpo en el relato contemporáneo de la periferia chilena
Por Alejandra Bottinelli
Publicado en Otras Modernidades.
Dossier Chile
“Escrituras desde la ruina: cuerpo, memoria y violencia en el Chile del siglo XXI”.
Coordinado por Patricia Espinosa Hernández