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Entrevista a Maori Pérez y Diego Zúñiga

Chile, a través de su jovencísima narrativa

Por Claudia Apablaza
http://www.justa.com.mx/
Número 19, Diciembre de 2010



Maori Pérez tiene 24 años. Diego Zúñiga, uno menos. Los dos ya han publicado novelas que muestran la efervescencia y renovación de las letras chilenas. Diagonales (Santiago, Cuarto propio, 2009) y Camanchaca (Santiago, La calabaza del diablo, 2009) son las mejores cartas de presentación de Pérez y de Zúñiga, respectivamente. Pero no son las únicas. Pérez es autor de los libros de relatos Cerdo en una jaula con antibióticos (2003) y Mutación y registro (Ciertopez, 2007). Y Zúñiga dirige la revista 60Watts.

Aquí, un estimulante ejercicio de preguntas y respuestas acerca de narrativa chilena contemporánea, con dos de sus más jóvenes representantes quienes, cercanos en edad, sin embargo muestran grandes distancias en sus opiniones.

- ¿Pueden describir Diagonales y Camanchaca o creen que un escritor no puede describir su propio trabajo?
MP: Creo que un escritor ha de dedicarse necesariamente a la tarea de describir y deconstruir su propio trabajo. Derrida, si bien falologocéntrico, propone el interés sobre lo absolutamente esencial del trabajo literario. Así considero mi obra un trabajo espiritual. Mis libros proponen una experiencia vital en la lectura: los observo como si fueran música o teatro, como si se experimentase algo que en el momento es decisivo y que crea la posibilidad de una conciencia otra, de una catarsis en un término íntimo. Son un proceso que cada quien vive a su modo. Yo cuento, al igual que el lector, con el privilegio de quedarme con mi propia, íntima versión y con las circunstancias que rodean la lectura.

DZ: Yo sí creo que se pueden dar algunas ideas de lo que uno escribe o de lo que intentó decir al escribir tal historia, o explicar los diálogos que uno cree, o desea, que pueda tener el texto con otros referentes literarios, musicales o cinematográficos. Pero finalmente a uno como autor siempre se le arrancan detalles y cosas que sólo un lector ajeno podría darse cuenta. Y cuando ocurre eso es notable, porque en el fondo se expresa cierto inconsciente que es necesario en toda escritura. Si no es así, todo resulta demasiado cuadrado, demasiado pensado, y eso, creo, afecta finalmente al texto.

- ¿Qué importancia le dan al lenguaje, a la estructura, a la trama, a la hora de escribir?
MP: El lenguaje es un siervo absoluto de la realidad presentada. Si un personaje es mapuche y no conoce el español, si es así como lo he imaginado, es así como participará y como hablará. En otros tiempos, se le reprochaba a Cortázar un uso impropio del lenguaje, y aún hoy persiste la queja de la impropiedad de la literatura. Percibo la incapacidad del crítico para comprender la invención de un mundo o la extensa gama de posibilidades de lo real y eso parece que lo fuera a ascender a censurador del matinal. La estructura es, dentro de esa misma idea, el verdadero lugar donde el lenguaje se rebela. No porque sea rebelde en los paternalistas términos de la opción, sino porque desafía a la costumbre, que es un síntoma que acerca al lector al mercado. Una trama directa y sin enigma, una estructura canónica y un lenguaje apropiado es lo que pone al escritor en un escenario imaginario de televisión, allí donde se entiende rápidamente que no hay misterio en lo absoluto, en vez de llevar a la imaginación al sitial del enigma, donde florece.

DZ: Siempre me ha importado mucho la trama, aunque estoy consciente de que un buen libro no necesariamente tiene que tener una gran trama. Sabemos que se han escrito libros sobre historias mínimas o que, en un comienzo, no parecen atractivas y que consiguen ser notables por la forma en que están escritas, por la estructura y el lenguaje utilizado. Sin embargo, siento que en la narrativa chilena se nos olvidó un poco el hecho de que finalmente un buen libro te tiene que contar una buena historia. Ahora, cómo se logra contar una buena historia: pues dándole mucha importancia a la estructura y al lenguaje. La literatura se diferencia del resto de las artes por su uso del lenguaje; cada palabra es fundamental para poder decir, de forma eficiente, lo que se quiere decir, a lo que hay que agregar la importancia del ritmo. Por eso, la poesía cumple un rol fundamental: para escribir buena narrativa, hay que leer poesía. Y escuchar música, por supuesto. Por otra parte, la forma en que cuenta una historia la afecta totalmente. Y no se trata de crear estructuras tan originales como Rayuela o La vida: instrucciones de uso. Más bien, creo que tiene que ver con encontrar la mejor forma de contar esa historia y, así, poder darle mayor fuerza y precisión.

- ¿Qué otras disciplinas se cruzan en sus trabajos? ¿Les interesa trabajar en un género determinado cuando escriben?
MP: Se cruza la música y se cruza el teatro, por el ritmo, la oralidad y la calidad tácita de una ficción escenificada. En Cerdo en una jaula con antibióticos, el monólogo interviene constantemente la narración, y casi siempre ha de imaginarse el contexto narratológico, pues la historia se esboza, de modo que el lector participe de la experiencia. Por su parte, en Diagonales se amontonan y dispersan fragmentos narrativos que abren la posibilidad de un todo cubierto a pedazos, que el lector ha de encontrar.

DZ: No sé si lo que yo escribo tenga que ver con otras disciplinas. Pero, para mí, ver una película o escuchar un disco finalmente, creo que son actividades que inciden tanto en mis textos, al igual que leer una novela o un libro de poesía. La música influye directamente, por ejemplo, en el ritmo de un texto. Una película aporta diversas formas de montaje que pueden generar ideas para estructuras. En el caso de Camanchaca, que se ha dicho que es cinematográfica, es cierto, porque el valor de la imagen que hay en cada fragmento de los que está compuesta la novela. Ahora, con respecto a los géneros, me gustaría escribir poesía, por ejemplo. Pero no creo tener el talento ni la voluntad para hacerlo. Aunque sí me gusta pensar que en lo que escribo se nota cierta relación con la poesía.

- ¿Qué tipo de literatura leen?
MP: Elijo los libros que asumen una búsqueda de algo que es imprescindible; es la lectura que no acaba nunca. La perla suelta, Valis, Asfixia, La invención de Morel, Los detectives salvajes, La ciudad está triste (de Díaz Eterovic), Bagual (de Felipe Becerra), Ni yo (de Bertoni): son libros bien armados, que te revelan algo infinitamente inabarcable o, al menos, el ánimo de hacer un libro considerando el hastío del lector, porque el lector no es inocente y espera lo nuevo. El lector ya conoció en los ‘90 al plagiador serial de Cortázar, y reconoce fácilmente lo que, idéntico, no considera al estilo como parte de la revolución.

DZ: Me gusta el ejercicio de leer la primera página para saber si me podría o no interesar el libro. Si paso esa primera página, pues entonces comienzo a leer. Ahora, si llevo avanzado un par de capítulos, y esa fuerza del comienzo se pierde, lo abandono. Antes me obligaba a terminar todo lo que comenzaba a leer. Si no, sentía culpa o me daba la sensación de que el libro podía mejorar. Pero con el tiempo, esa culpa o sensación desapareció. La lectura tiene que ser un momento de goce y felicidad, y no un proceso tortuoso. Ahora, leo de todo tipo de literatura, no hago diferencias con eso. Preferentemente, eso sí, me he dado cuenta de que leo más literatura norteamericana y de Latinoamérica que de Europa, por ejemplo. Aunque no sé a qué se deberá.

- ¿Qué importancia ocupa, en sus escrituras, la literatura en espacios virtuales?
MP: El espacio virtual es un abismo. Me lee tanta gente como tiempo ocupo en ignorarla. El aura del autor depende estrictamente de su calidad escritural. La profecía del lector del futuro recluido en la cloaca (de Bolaño) se va cumpliendo también para el escritor. Encontramos nuestra cloaca, un refugio que es al mismo tiempo una casa de vidrio, en la que media nuestra conciencia, pero sobre todo nuestro coraje.

DZ: Creo que los espacios virtuales resultan relevantes para el lector, y supongo que eso se debe traspasar a la escritura. A través de estos espacios virtuales, he podido descubrir autores jóvenes de otros países, o compartir lecturas. Eso me parece enriquecedor. Finalmente uno necesita leer cosas que desconoce y sorprenderse con diálogos generacionales o intereses comunes, más allá de las fronteras territoriales.

- ¿Les interesa la crítica a sus libros?
MP: El escritor usualmente se disocia de sus críticas, sean buenas o malas. A mí, me divierten muchísimo. Por supuesto, hablo de la crítica en prensa. La crítica académica, esa mina que te ama tanto que nunca te lo dirá, ha terminado deprimiéndome. Vas a la universidad y eres como un museo ambulante; no hay sujeto, no hay hueveo, no hay tripas. Luego sales y olvidas progresivamente que eras inferior, bajo el halo de la envidia y el desconocimiento. Me halaga, de cualquier modo, que en una universidad prestigiosa me lean, y me sorprende que me contacten y compartan textos conmigo.

DZ: Antes de que se publicara Camanchaca y que comenzaran a aparecer críticas, siempre decía que si uno levantaba la cabeza frente a una crítica positiva, pues luego tendría que agacharla frente a una crítica negativa. Y si bien sigo creyendo en esa frase, el asunto tiene varios matices. Por supuesto que una crítica negativa a uno le afecta de alguna forma porque siente que en el libro se juega cosas personales. Y si es una crítica positiva, también uno puede alegrarse. Pero finalmente cuando publicas el libro, ya no es tuyo, sino que le pertenece al lector, quien puede hacer lo que quiera con él. Lo importante es ser consciente de que si tu libro es criticado positivamente por todos, no significa, necesariamente, que sea un gran libro. Y viceversa. Hay que mantener los pies en la tierra. Finalmente uno sabe, casi siempre, cuáles son los aciertos y las debilidades de lo que uno escribe. Y por eso, las mejores críticas son las que te hacen dar cuenta de los aciertos y debilidades que desconocías. Y también, las que generan lecturas y diálogos que van más allá de lo que tenías en mente a la hora de escribir.

- ¿Sienten afinidad con algunos escritores chilenos?
MP: Claudia, contigo. Y con Diego Zúñiga, que no confiesa ni una pena, a pesar del duro trabajo que le debe haber costado la experticia en el arte amatorio, ese talento del que hablan ya unas cuantas indiscretas después de afirmar lo bueno que es como conversador. Y con Felipe Becerra, que empezamos a escribir casi juntos nuestras primeras cositas. Con ellos y con los enormes tiburones que no he de nombrar, mis compromisos son, sobre todo, afectivos.

DZ: Me gusta la poesía chilena, sobre todo. Autores como Enrique Lihn, Gonzalo Millán, Nicanor Parra, Juan Luis Martínez o Eduardo Anguita han escrito libros que han marcado mi manera de ver las cosas: ellos tienen una forma de ver la literatura que me interesa. En algunos, hay rigurosidad; en otros, humor. Todos entienden la literatura como una forma de ver la vida (y de vivirla). Lo mismo me pasa con algunas novelas de Donoso, Couve o Droguett. Y con respecto a narradores vivos, me siento afín al trabajo de no ficción de Francisco Mouat y Juan Pablo Meneses, las novelas de Alejandro Zambra y Germán Marín, los libros de Marcelo Mellado que ojalá alguna vez se den a conocer afuera del país, así como los últimos libros de Alberto Fuguet. Y también poetas como Germán Carrasco, Andrés Anwandter, Javier Bello, y gente de mi edad, tanto poetas como narradores. Me siento muy cercano a ellos, por cosas generacionales, porque compartimos lecturas, música, películas, vivencias. Y bueno, dejé a Bolaño para el final porque ya ni sé si es chileno, aunque si se lo toma como tal, pues claro, debe estar en ese grupo.

- ¿Con qué otros artistas sienten afinidad creativa?
MP: Con Bill Hicks. Y con Jimmy Hendrix, ya que estamos.

DZ: Con las novelas y cuentos de Onetti, con John Cheever y Richard Ford, con la poesía de José Watanabe e Idea Vilariño, con los libros de Leila Guerriero. Con el cine de Lucrecia Martel y José Luis Torres Leiva. Con los discos de Elliott Smith, Bob Dylan y Radiohead. Con cualquier cosa que haya escrito Julio Ramón Ribeyro. Con Kafka, aunque eso está demás decirlo, me imagino. Uno es el resultado, casi siempre, de todo lo que lee, ve y escucha. Las cosas se mezclan absolutamente, como decía Sergio Pitol. Y también me siento afín a Rodrigo Fresán: sus novelas, sus cuentos, sus artículos periodísticos, sus gustos en general.

- Diego, ¿Podrías hacer un breve panorama de la actual narrativa chilena?
DZ: Han surgido distintos grupos o autores que a veces no se parecen mucho, pero que los unen ciertas fechas de nacimiento o fechas de publicación, más que intereses literarios. Un tiempo importante fueron los años 2006 y 2007. Yo venía saliendo del colegio y me dio la sensación de que la literatura chilena, por fin, comenzaba a moverse y a arriesgarse a jugar con estructuras y temáticas. Me sentí en sintonía con esos libros, como me pasa ahora con los libros de gente de mi edad como Maori Pérez, Daniel Hidalgo, Felipe Becerra. También han surgido grupos que tienen otros referentes, como Jorge Baradit y Mike Wilson, y Patricio Jara y Alberto Fuguet que han complejizado sus proyectos escriturales. Y también está Germán Marín, que sigue escribiendo libros que valen la pena, y también está Mellado. Libros de escritoras, me siento en deuda, pero sé que se está moviendo esto también. Me gusta pensar que la literatura chilena está viva, que alguna vez, como dijo Bisama, fue una casa abandonada y que de a poco comienza a ser poblada.

- ¿Qué es la literatura para cada uno de ustedes?
MP: La literatura es como un faro. La verdadera literatura es el faro que salvó a los pasajeros de chocar. Y la común y corriente, pues un segundo avión. Como en el amor, te encuentra a ti, sacándote de todo eso. Y como en la enfermedad, te resigna a un constante estado de incomodidad, excepción y búsqueda, que es lo que te termina uniendo a los más raros y nuevos modos de vida, o al menos eso espero. Estoy en esto, porque es mi oficio y es mi vida.

DZ: Es una forma de enfrentar la vida. Cuando estás viajando, cuando estás en tu pieza mirando el techo, cuando estás en un concierto, uno mira las cosas como posibles materiales de construcción, y a veces siento que eso le da un sentido especial a la vida. Disfruto mucho de escribir. Es lo único que hago con absoluta felicidad. Me gusta contar e imaginar historias, pensar en personajes, quedarme pegado en imágenes, quizá conmover a otra persona. Veo la literatura, también, como una forma de vivir otras vidas, otras situaciones que por distintos motivos uno no puede vivir, un lugar donde todas las posibilidades se pueden concretar.


 

 


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