“Flamenco es un sueño”, de Carlos Almonte.
        
          Por Paolo Astorga
          En Revista  “Remolinos”, nº38, junio-julio 2009. Lima, Perú 
         
        Tropiezo / Alzo el vuelo. / Adopto una  apariencia vertical y me arrojo hacia el vacío, / aumentando la velocidad”. Con  estos versos iniciales que vislumbran una extraña fascinación por el fracaso, Carlos  Almonte (Santiago,  1969) con su libro de poemas Flamenco es un sueño (Editorial La Calabaza del Diablo,  Santiago de Chile, 2008) nos 
muestra un mundo que se muestra desnudo y paradójico,  una aproximación a lo eterno, a lo indefinible que al final terminará con la  aceptación de nuestro ser incompleto algunas veces desde la insatisfacción  (“como siempre, / con tu referente insatisfecho, / con tu propia voz, /  irreverente.”) y otras desde el escepticismo (“Eres tu la que dirá... / No creo  en la distancia y en el tiempo”).
        A través de este libro existe una voz que  trata de encontrar en su miseria, en su desolación, alguna imagen que le provea  de luz, de entendimiento para así conquistar sus deseos, pero a través de esa  tentativa, el poeta comprende los límites de su expresión y que apenas lo que  trata de crear es una aproximación a algo que no es infinito:
        
          
            Acariciar  la luz de un invierno que se extingue.
            Es acariciar una palabra,
              finalmente una palabra que se extingue,
              por sí sola.
          
        
        El sujeto poético probará repetidas veces  el sabor de la derrota: “La noche acaba entre sonrisas falsas / de personas  ignorantes. / La noche acaba sin haber probado tu sabor”. Esa frustración  interior, ese desencanto, prontamente se transmutará en una expresión violenta  contra la existencia, contra la imagen amada, acaso el cuerpo que se hace  delito:
        
          
            Caricias
              y jeringas
              y gritos
              en demolición
              de angustias imperfectas
              de caminos que no acaban
              de doler
              de amor castrado
              de separación
              de final
              y
              de distancias
              que refieren a tu cuerpo expuesto,
              frío
              y reluciente.
          
        
        Para el poeta en este viaje no importan las  formas, los caminos, los avatares y dolores, mientras reconozcamos nuestra  condición seudoimortal y concupiscente, nuestros límites impuestos por la  naturaleza y el universo que a su vez nos muestran su belleza y nos ciega, nos  niebla, nos guía hacia lo inevitable:
        
          
            Y el demonio acecha
              y devora
              y deshonra
              aquellos cuerpos atrapados por costumbre.
            Te haces remolino y exageras
              cuando llegas al lugar de las antiguas  añoranzas.
            El vacío.
              El vacío.
              El vacío.
          
        
        Pero esta inevitable destrucción de la cual  nos habla el poeta es también una necesidad para lograr el equilibrio. Todo  necesita un orden y hasta la destrucción, “lenta y nociva”, es a la vez una  constante diaria que repercute en nuestras mentes:
        
          
            Y las tormentas
              y las iluminaciones del francés errante
              y las alegorías y los llantos
              y las caricias y los besos
              y los recuerdos y gaviotas
              y los lobos en la playa
              y las aves incontables...
            Todo cae, lentamente,
              disgregándose en porciones leves y  constantes. 
          
        
        Somos  seres extraños en un mundo que ya nos parece conocido y la vez desconcertante.  Somos seres tratando de explicar las formas, los contenidos, pero también las voces,  las imágenes de nuestra frustración que nos encarcela en nuestras angustias, en  nuestros desvaríos y desviaciones, nuestra esencia, que sólo se puede admitir  desde la devastación y el absurdo:
        
          
            Los suicidas forman filas en la playa.
              Conviven con cardúmenes podridos,
              entre el desconcierto que provoca respirar
              y la sangre
              que les llega a las rodillas.
          
        
        Contemplamos al poeta también como un  luchador, un apasionado posmoderno. Su deseo es el motivo por el cual puede ser y estar, vivir interiormente, una intimidad colectiva,  el acierto de poder sentir, aunque nos parta un rayo y el cuerpo se haga nostalgia:
        
          
            Arrancaré los ojos de cuantos se  interpongan.
            Y los vicios y virtudes,
              y pecados
              de aquel amanecer y atardecer
              en que no estuvimos juntos.
          
        
        Con grandes cuños de un sutil surrealismo,  y un erotismo de baja intensidad. Carlos Almonte, nos deja su mensaje certero y  a la vez nos inserta en el alma, su aliento de palabras con sabor a esperanza,  una esperanza que será violenta, austera, pero donde al fin y al cabo aun existirá  la poesía y su eterna cadena luminosa de misterios:
        
          
            Y en medio de esta desolación,
              Julio,
              las palabras sólo me sirven para hablar de  su belleza.
            Como una gaviota dejándose llevar por la  brisa y la espuma,
              hechas de rabia...