“Siempre te creíste la Virginia Woolf”, Claudia Apablaza. La Calabaza del Diablo, 2011
LA RISA DE APABLAZA
Por Gonzalo León
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Escribir cuentos donde los protagonistas o los personajes son escritores ha llegado a ser un lugar común, por lo que el interés literario de los cuentos o, incluso, de las novelas de este carácter también ha llegado a ser escaso, al menos para mí. Claudia Apablaza ha escrito y publicado “Siempre te creíste la Virginia Woolf”, libro en el que pululan escritores consagrados, escritores jóvenes, escritores muertos, escritores vivos, etcétera, etcétera. Podríamos terminar este comentario diciendo que este libro sólo refuerza el lugar común. Sin embargo si hiciéramos esto, yo no estaría en esta mesa y de paso creo que estaríamos equivocados. Así es que tengo una idea: sigamos.
Un amigo dijo cierta vez que lo importante de un libro eran las lecturas que podía generar; yo le respondí qué pasaba entonces con las malas lecturas, y él sabiamente replicó: Sí, pero quién determina las malas lecturas. Comencé a darle vueltas a esto, como ese personaje-narrador de Apablaza que se pasea por una feria internacional del libro y piensa cosas como ésta: “Yo me paseo. Veo a tanto escritores. No me acuerdo de ellos. Ellos no se acuerdan de mí. Nadie se acuerda de nadie”. Y así, como influenciado por la lectura de algunas páginas de este libro, un día en una librería comencé a hojear “Confesiones de un joven novelista”, de Umberto Eco. En él hablaba de que para que las lecturas fueran objeto de estudio debían existir lecturas erradas.
Pero demos un giro y volvamos al planteamiento inicial. ¿Qué hace que este conjunto de cuentos traspase el lugar común y cobre singular relevancia? Me aventuraré diciendo que la respuesta está en la ironía desatada que hay en estos textos. Y para entender mejor esto qué mejor que un ejemplo: “Estoy poseída por la diégesis. Mi nombre es Claudia. Tengo algunos momentos de lucidez en que la diégesis me abandona y puedo decir esto que relato”.
Hace unos días, en esta misma feria, César Aira estableció la diferencia entre humor e ironía. La ironía, dijo, era más lejana que el humor, y también más democrática; porque en el humor siempre hay alguien que cuenta un chiste desde una posición de privilegio, sobre los demás. Claudia Apablaza no es una humorista, sino una escritora que usa la ironía para contar, con esa distancia, el mundo o la escena literaria. En este sentido pudo haber utilizado el mundo de los gásfiteres o de los guías de turismo, hubiera dado lo mismo: el mecanismo es lo importante.
El narrador de muchos de estos relatos se burla de todas las clases de escritores, de los agentes, de las ferias del libro, de los profesores de literatura. El misterio de la creación, parece indicar este narrador descreído o ateo, no se encuentra en el medio literario que es pretexto, sino en los textos y sus mecanismos. Ambos indisolublemente unidos. Son los textos de Apablaza y sus mecanismos los que hablan de todos los textos y de todos los mecanismos que están contenidos en la diégesis.
Hay algo de joda en ello: porque para hablar de algo tienes que hablar de ese algo pero de eso no obtendrás nada más que apariencia, un buen look, si te quedas en la superficie. Las historias de este libro entonces dejan de ser historias y se transforman en una noción de literatura, en un concepto de escritura, donde lo narrativo es lo menos importante. Porque podríamos tomar este libro como un arte poética o como un manual, tal como sucede con ese cuento incluido en el volumen, “Consejos para una joven cuentista”. En él, un escritor consagrado hace un delirante monólogo de cómo hay que escribir. No voy a decir que este texto tiene un parentesco con “Una casa con diez pinos”, de Fabián Casas, en donde un GRAN ESCRITOR le enseña a otro menor su canon, o qué debe leer; tampoco diré que su título recuerda el libro ya mencionado de Umberto Eco. No voy a decir nada de eso, porque… ya lo dije.
Para Claudia Apablaza, todo puede ser una ironía, una tomadura de pelo, incluso la creación. Por eso cuando presentó a Libros La Calabaza del Diablo “Siempre te creíste la Virginia Woolf”, confieso que creí que nos estaba tomando el pelo desde el título. Y tal vez por eso, en ese momento, susurré: Siempre lo supe, siempre observé tu manera de creerte la Virginia Woolf. Luego cuando terminé de leer el original, me dije: Ah, no era hueveo. Y ahí, en estas dos frases, quedaba al descubierto el mecanismo del que hablaba antes: ese hueveo serio, esa risa falsa que sigue siendo risa y que por lo mismo inquieta, porque más allá del placer de la carcajada están las interrogantes. En literatura puede estar todo hecho, pero las interrogantes se multiplican cada día con cada libro, y eso hace este texto: interroga abiertamente. De ahí la importancia de la retórica, ya que más que diálogos lo que hay en estos relatos son retóricas del narrador o de los mismos personajes. Dudas, incertezas, abismos.
“Pero antes camino por la plaza San Jaume”, escribe Apablaza, “y paso por la casa de Martina y le pido un consejo, le muestro mi situación actual. Le digo: Martina, querida, sucede que estoy entre buscarme un buen amante o editor. Me dice de lo absurda que es mi problemática, que realmente no sabe por qué son situaciones incompatibles, que puedo tener ambas a la vez. Le digo que no puedo gastar mi energía en las dos cosas, que por eso debo ir a perfumarme, a ponerme mi mejor tenida y salir esta noche a los cafés de Barcelona a buscar al mejor editor”.
La literatura es un juego serio, pero también es elevar preguntas como un niño, preguntas huevonas que tienen su qué: su doble, triple o décima intención. Estas preguntas huevonas son las lecturas que el mismo autor propone, y a esas preguntas se unen las mismas dudas, incertezas y abismos que una persona transformada en lector posee al momento de la lectura. Cuando un libro te hace pensar en todo eso, hay algo de esencial en él, esencial en el sentido de primitivo, y esto se vuelve una lectura que hay que promover a cualquier costo. Tal vez sólo, como hace la misma Apablaza, por joder. Por joder en serio.
Santiago, 9 de noviembre de 2011.