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            IV 
              Festival Internacional Chillán Poesía
              Enero 2006
              "Crónica 
                desde re-Constitución"
            por 
              Carlos Almonte
           
          
          
            Todo comenzó un jueves por la tarde, en la ardorosa ciudad 
            de Chillán. Venciendo cañas y resacas de anteriores 
            días, el tren sobrellevó nuestra frágil inocencia 
            hasta más allá del sopor capitalino y del etilismo cauqueniano. 
            Entre los sonidos etno-hiphoperos de Wenumapu, el canto campesino 
            del 
buen 
            Yáñez (poesía venida de la tierra, del trigo 
            seco y del hachazo), dimos por comienzo a una sesión inolvidable 
            de compañerismo e igualdad, de poesía delirante y la 
            promesa viva y reluciente de un regreso acompañado de bongoes 
            y bombonas hasta el tope. 
          Juan Cameron abrió los fuegos. Junto a él Sergio Badilla 
            (inseparable pipa en mano), y el organizador primero, Santiago Bonhomme. 
            Hugo Quintana leería al otro día, y también Muñoz-Palomo, 
            con nick apertrechado en plaza de armas incluido.
          El momento de llegada-subida-lectura de Stella Díaz Varín, 
            fue notable; como siempre resulta ser cuando ella pisa un escenario, 
            un bar o un tablado discontinuo. "Me tomé tres whiskies 
            antes de llegar acá", anunció campante, como si 
            pudiera causar una sorpresa con aquella confesión de sobra 
            conocida. Pero Stella es Stella, no hay público que se le resista, 
            ni verso que la embauque. Nada ni nadie puede contra ella. Con finas 
            estocadas, trazos-cortos-pasadizos y una impronta que la ensalza todavía 
            más, Stella Díaz encantó, nos encantó, 
            como siempre lo ha hecho y lo ha de hacer, con su voz grave y fumadora 
            y ese canto triste y agresivo como en medio de la noche, al subir 
            su falda y arrastrarla, monocorde, en un bolero suave, en un flamenco 
            desgarrado o en una huida más allá de la vigilia.
           La organización nos invitó esa noche a un bar. La 
            Parri-jazz, con Jaimito excomulgado ahora, interpretó versiones 
            de Coltrane, Hancock y Davis, al calor de un privado diseñado 
            especialmente como sauna, en el que nos bebimos lo que nos pusieron 
            al alcance. El grupo Ñuble, en pleno, cantaba extrañas 
            melodías y Cameron recitaba de memoria a la Mistral. Badilla 
            (de incansable pipa en mano) nos contaba de algún viaje a Andorra, 
            o a la parte norte de Croacia. El poeta Morales, siempre pulcro y 
            ordenado, diseñaba nuevas técnicas de avance y reflexión, 
            y algunos otros nos dedicábamos al vasije permanente y trasvasije, 
            como si el quehacer poético conllevara una sequedad implícita, 
            o un desierto inmaculado a rastras.
           El día siguiente, me cuentan, comenzó temprano, con 
            una lectura de poemas en los pasillos centrales de un mall. Alguien, 
            tal vez el gélido poeta Palomo, concurrió hasta nuestra 
            habitación con tal de reclutarnos, pero fue imposible. De aquel 
            acto, el poeta Cristián Basso me confesaría luego, en 
            fingido tono de ofendido: "No me escuchó nadie, huevón, 
            nadie...". Pero luego volveríamos al Teatro Municipal, 
            y a más lecturas. Cuando llegó mi turno de leer, dediqué 
            "Tarot" a Jaime Goycolea (santo y ebrio de las callecitas 
            tránsfugas de aquel porteño sol), y desde mi reojo aprecié 
            al poeta Cameron levantar sus brazos en señal de alegre triunfo. 
            En aquel momento supe que todos ellos éramos nosotros, y que 
            nosotros éramos los mismos, y éramos amigos de hace 
            mucho y compartíamos más que un verso libre u ordenado, 
            aquí o allá. Luego leería Basso, con el respeto 
            y el silencio que merecen sus poemas, y luego Villavicencio.
           Nos bajamos entre algunos palmotazos en la espalda y la expectación 
            de presenciar las últimas lecturas. Por supuesto los organizadores 
            habían reservado a las estrellas para (el inicio y) el final. 
            En el cierre estaban Andrés Morales, académico por excelencia 
            y poeta traducido a mil idiomas, Mauricio Barrientos con sus dedicatorias 
            permanentes al exceso, y Floridor Pérez, incansable trovador 
            y enarbolado músico reciente, quien fue el encargado de los 
            resúmenes y agradecimientos generales. Esta última mesa 
            la comenzó Barrientos. Sus versos limpios y templados se contrapusieron 
            al exceso con que comenzó cada lectura. Fue un bálsamo 
            y un acercamiento. Luego llegaría el turno de Morales, poeta 
            serio y decidido, que esta vez lidió con los problemas de sonido, 
            perdiéndose algunos de sus versos en el aire. Aún así, 
            lo que se escuchó fue un portento de lectura, de emociones 
            y de ruido de demonios desbocados imposibles de reunir. Morales nos 
            enseña, una y otra vez, cómo se interpreta un verso, 
            y lo hace con la clase de un maestro. Y luego Floridor, compositor 
            insigne y lector voraz de unos versos que, con justicia y precisión, 
            fueron los últimos que se escucharon en aquella sala.
           Luego vendría una pasada de lecturas por la calle, frente 
            al fenecido Café París (testigo para-siempre-silencioso 
            de un millón de andadas, todas bien pecaminosas, de varios 
            de los que por ahí rondábamos), en la que actuarían 
            todos los nombrados y asistentes, incluido, créanme, el poeta 
            Hernández Montecinos, quien abandonó el brebaje por 
            un breve instante para recitar algunas líneas, segundos antes 
            de que Hugo Quintana diera por cerrado el Festival y declarara "zona 
            libre" a la totalidad de bares de la ciudad (y del país 
            entero, por qué no). Eso fue a las 21.30 horas. 
          Mención aparte merece el poeta Mayo Muñoz, excelso 
            jugador de pool que demostró sus talentos ante un grupo de 
            poetas más sureños que él, de los que el más 
            rabioso con el resultado fue sin duda Cruz, el sanfelipeño. 
            Y así llegó la mañana, otra vez en el bar del 
            hotel, con Barrientos sentado a lo pashá, Badilla fumando de 
            su inclaudicable pipa, Cameron ya rumbo al norte, Andrés Rodríguez 
            confundiendo intencionalmente la geografía y Hernández 
            M. silencioso desde su rincón trance-gótico. 
          La hora de partida se mezcló con los abrazos, y promesas de 
            nuevas y mayores proezas: esta vez en Portezuelo, en San Felipe, en 
            Curicó, en Santiago mismo, o más al sur. "Miren 
            que los bares sobran y la poesía no termina nunca", escuché 
            de alguien una vez arriba del vagón, cuando el sueño 
            comenzaba ya a marearme (¿o tal vez sería el desayuno?).
          
          
            Agradecimientos especiales a Santiago Bonhomme, a Hugo Quintana, a 
            Jorge Rosas, a Rodolfo Hlousek y a los demás integrantes del 
            mítico Grupo Literario Ñuble, que desde hace más 
            de 40 años, viene acometiendo con empresas de éste y 
            otros calibres.