Diario de las especies. Claudia Apablaza
Lanzallamas Libros (Santiago de Chile, 2008)
Editorial Jus (México, 2008)
Obsesiones, experimentos y buenas noticias: Diario de las especies, de Claudia Apablaza
Por Jordi Corominas i Julián
Revista de Letras
1 de julio de 2009
Entre los veinte y los treinta años el humano del espécimen narratorus in crecimiento vive una segunda infancia repleta de curiosidad. Aunque nada sea nuevo todo lo es y algunos nombres que salen en las portadas de los libros generan obsesión, una enfermedad que el tiempo cura una vez el estilo se afirma y el aprendizaje prosigue bajo otras coordenadas fruto de asentar ideas y consolidar convicciones.
Claudia Apablaza (Rancagua, Chile, 1978) desborda pasión por la literatura. Tal es su enamoramiento con nuestro arte que confiesa dificultades para desengancharse, para no pensar en otra cosa. Su última novela publicada, que verá la luz en España a principios de 2010, es una prueba fehaciente de su adicción. El tribunal que juzgará su forma y contenido la absuelve de cualquier pecado y le da la bienvenida a bordo.
¿Les suena la expresión “cuaderno de bitácora”? En mi modesta opinión Diario de las especies se asemeja a esos diarios de navegación de los marineros. La embarcación circula por una supuesta red de redes donde la autora de un blog plantea varias problemáticas relacionadas con la novela, temas que trazan un perfil autobiográfico de infinitas voces mediante la inclusión de los comentarios de los visitantes del espacio virtual, que pierde esa condición al estar impreso en papel, transformándose en mero artefacto, forma de formas en el eterno camino hacia reconvertir la novela, género con un diccionario donde no existe definición de límite.
Una traba que todo narrador tiene que franquear es la de la evolución a partir del trabajo. Cuando somos jóvenes queremos comernos el mundo hasta que nos damos cuenta de las barreras que implica la edad. Escribimos relatos para progresar y poder avanzar hacia estructuras más complejas. En este sentido la primera novela de Claudia Apablaza podría definirse como un intrincado Bildungsroman que desde una teórica quete de teselas novelísticas intenta encontrar una vía que permita crecer desde el exorcismo de filias y fobias. La sinceridad de la autora es indudable y se desnuda mediante la duda organizada con una voz central que abarca otras, como cuando conversamos con nosotros mismos y creemos en una certeza aún sin estar plenamente convencidos de nuestra opinión. Esa seria la función oculta de los comentarios del blog, pensamientos plurales de un mismo cuerpo que desea alcanzar la unidad y sufre el dulce agobio de lo incierto.
Dos son las fuentes de obsesión. Quien escribe estas líneas devoró ambas, y por eso, y porque conoce a la autora, puede entender la extraña amalgama creada desde la indudable influencia de Enrique Vila-Matas y Amèlie Nothomb. Ahora que termina la primera década del siglo no se me caen los anillos si reconozco que el autor de El mal de Montano será recordado por mi generación como el nombre que modeló nuestro gusto. Todos hemos pasado una etapa absortos en el hombre de la Travessera del Mal y su prosa metaliteraria de humor, requiebro y reflexión. También, aunque en este caso era más una cuestión de velocidad lectora, me sentí cautivado por las novelas teatrales de Amèlie Nothomb, la chica que nunca falta a su cita anual para ganar lectores e ingresar buenos dividendos. La belga impacta, provoca deseo de nuevas lecturas, se repite y se agota. Su aceleración vertiginosa y sus planteamientos posmodernos de quita y pon son olvidables. No creo que el futuro le depare ningún puesto de honor. Su mérito radica en haber apostado desde un ego incurable por supuestas formas novedosas de tono cansino que después de varias lecturas se instalan en lo previsible.
Apablaza mezcla ambos autores, algo que la honra por la dualidad unitaria de su prosa, y no se confunde, sigue firme en su recorrido y consigue hilar ideas con personalidad propia porque su magma, por mucho que beba de fuentes conocidas, tiene la solidez de quien tira los dados y no se arrepiente del riesgo asumido. Pasan las páginas y las letras tienen un no sé que familiar diferente por pensamientos, sentido del humor que posibilita lo fragmentario y atrevimiento de una obra desprovista de tensión, porque tampoco quiere tenerla, pero con pequeñas confesiones que le dan su justo valor, como cuando la autora menciona residir en Barcelona por Pasavento y el recuerdo de una frase paterna que mostraba la ciudad condal como una gran biblioteca. Lo es sin serlo, acoge, destruye y crea mitos que se esfuman desde la necesidad del presente.
El eterno desfilar de nombres por la trama carente de trama es otro indicio del proceso formativo de la autora, devoradora innata con una prodigiosa biblioteca mental que aprovecha para lograr su objetivo y divertirse con sufrimiento por la multiplicidad de caracteres que aparecen entre los comentaristas del falso blog.
La parte final de la novela es un no monólogo interior con ribetes de Oulipo y delirio cósmico de confusión lógica. Apablaza apuntala las últimas páginas con soltura conceptual, quizá ese sea el único problema de Diario de las especies, una sensación de teoría para aplicar en sentido práctico, ausencia de frescura en el ritmo que se subsanará con la experiencia y el soltar, valga la redundancia, amarras para que las aguas no aprieten y sean un placer. En su mano y en su cerebro está conseguirlo, ha superado una segunda prueba, después de su libro de relatos Autoformato con nota y sólo le queda aprobar la asignatura de sentirse libre para que su armazón flote y fluya. Las crías van a nacer.