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La
anomalía y el riesgo
Por
Luis López-Aliaga
El Sur de Concepción - Domingo 22 de Octubre
2006
Claudia
Apablaza -autora de "Mi nombre en el Google"- presenta en autoformato
diecisiete relatos que en su conjunto forman un volumen coherente y punzante,
que exhibe con humor las miserias del mundillo de los escritores.
Hay
una paradoja implícita en la aparición del primer libro de Claudia
Apablaza (Rancagua, 1978). En un medio literario mínimamente consistente,
su publicación provocaría inquietud, revuelo, sorpresa, malestar
incluso, pero nunca indiferencia. Es que nadie de su generación, ni de
varias generaciones a la redonda, hombre o mujer, ha publicado en los últimos
años un libro de cuentos tan original en su forma y tan riesgoso en su
temática. Y si bien éstas no son de por sí categorías
estéticas,
al menos debieran bastar para abrir el debate. Pero la propia escualidez terminal
del mundo literario criollo que la narradora devela en sus textos con agudeza
y, a veces, con una sutil cuota de piedad, impide que se produzca algún
estallido de entusiasmo o de disgusto que dé vida o, de lo contrario, que
mate.
Es más, se puede predecir que el establishment editorial,
acostumbrado a la comodidad de un par de fórmulas probadas y aprobadas
(por los jefes del departamento comercial), prefiera ahora pasar por el lado de
autoformato, sin mirar o mirando despectivos, silbando sus mismas cancioncitas
inofensivas, un vientecillo anémico en medio del inmenso páramo
en el que se ejecuta el oficio literario en el Chile de hoy.
Y de eso,
precisamente, tratan los relatos de Apablaza. De un mundo que, pese a su manifiesta
precariedad, sigue luchando por un improbable reconocimiento social, elaborando
estrategias para juntar algunas moneditas en el simbólico campo del prestigio
literario. En "Ella ama a su editor", por ejemplo, todas las potencialidades
literarias imaginadas se convierten en una opción radical por el gesto
feliz y anónimo anterior a la palabra escrita. Una risa sin dientes en
medio de los choclos del campo chileno.
Es el delirio y la paradoja que
significa seguir disputándose un espacio que, en la práctica, ya
no existe. En "Dos poetas desconocidos ejecutan una acción importante"
el efecto desacralizador es lapidario. Comienza así: "Una tarde cualquiera,
de un día cualquiera, se reunieron en un lugar cualquiera, dos poetas desconocidos,
que sólo habían publicado en editoriales de bajo tiraje y que habían
pasado desapercibidos para la crítica y para el 99,9999 % de la población;
es decir, un 0,00001 % de la población percibió que ellos publicaron
un libro en una editorial de bajo tiraje, y obviamente desconocida. Ellos se sentían
felices por ese 0,00001 % que los conocía. Quién sabe por qué".
El objetivo del encuentro es elaborar un plan para eliminar a una mala escritora
conocida por un 0,1% de la población.
Y no se piense que detrás
de este planteamiento se esconde una reivindicación de género, una
estrategia solapada para inscribirse en el rentable club de la llamada "literatura
de mujeres". Salvo quizás en "La carne es triste", la autora
no parece preocupada por estas disputas, porque hombres y mujeres se queman siempre
en la misma hoguera de las vanidades literarias.
Juego y sátira,
ahí parece estar una de las claves de este libro. Su propio acercamiento
a la tradición literaria - a otros autores como la propia Apablaza- es
siempre lúdica, sin la manía del hombre de letras, acostumbrado
a la exhibición de museo, a la salvaguarda fetichista de un montón
de cadáveres momificados. Por estas páginas circulan como personajes,
convocados por la autora para el montaje de su propia ceremonia de iniciación
y saldo de cuentas, Grinor Rojo, Umberto Eco, Nicanor Parra, Virginia Woolf -o
al menos su doble, que trabaja en un café con piernas del Paseo Ahumada-
y, cómo no, el teórico Pierre Bourdieu, en gran medida el instigador
principal de todo este tinglado. Así podemos ver al teórico francés
conversando apasionadamente con Sor Juana Inés de la Cruz en el Café
Escondido del Barrio Lastarria, en Santiago de Chile. Juana, Juanita, está
preocupada por los escritores jóvenes, a quienes encuentra cada vez más
estúpidos. Bourdieu no la toma muy en serio y cree que todo se debe a un
arranque de celos de su amiga, ese terrible miedo a envejecer.
Editores
oportunistas, narradores consagrados, poetas suicidas, son parte de un reparto
que da vida a un circo pobre donde abundan las peleas y las peleítas que
genera la repartija de una torta ya insípida, en el cumpleaños de
unos cuantos payasos tristes que se celebran a sí mismos, una y otra vez,
como si la función fuera eterna. Y quizás el mayor mérito
del libro consiste en presentar este panorama, a todas luces lamentable, con una
alta dosis de humor, a veces fieramente satírico, a veces sutilmente irónico.
Porque ya se sabe que el humor y el dolor son parientes cercanos, y que
la mueca de la risa puede confundirse fácil con la del llanto, como ocurre
al leer "Johannes Gutemberg llora con sus amigos", el perfecto corolario
de la apuesta que significa este libro anómalo y deslumbrante: "Después
de esa noche, nunca más se vio a Johannes en Santiago de Chile. Se teme
que haya huido con sus amigos por algún paso fronterizo, en un auto arrendado,
vestidos con ropas extrañas, con pelucas, pasaportes falsos y escuchando
música pop".