Amanecer  después de la tormenta
          Sobre Flamenco  es un sueño, de Carlos Almonte
        Por Lucía Cánobra
        
        Este libro es una escena, tal vez diez, tal vez  cientos, todas adheridas, inseparables, todas hechas trizas, mojadas por el  agua de tormenta y los sudores fríos y opacos. Este libro es pesadumbre en  vuelo. Tal como 
arrecia el ángulo perdido de un faro a la distancia. Entre olas  furiosas, llenas de espuma -hecha de  rabia- o sangre –a caudal-;  llenas de ira, tristeza y resignación. La tormenta arrecia a ratos. El temblor  es incesante, a través de inquietantes melodías, vuela el ave hacia su final,  hacia su miseria. El ave (también lugar, pintura, baile y lenguaje) sabe dónde  encontrar su más cruel destino, lo disfruta, lo rechaza, pero a pesar de todo,  lo busca sin dudar. El espectador, vacío ya, no sabe si esconderse, huir o  regresar; solidaridad, acaso, con la confusión vital del ser perplejo, ebrio de  desierto, agotado de amar, enfermo y desahuciado. La ropa hecha jirones,  emergiendo de entre remolinos gigantescos; camina en círculos, recrimina, grita  al cielo, muestra el puño, cae, tropieza, vuelve a caer, se ensimisma, se  ensaña en el discurso, también a través de acciones increíbles, pesadumbres,  delirio entre las rocas, delirio sobre la arena, delirio al absorber el sabor  cactáceo de tamices en llanuras gigantescas; acciones torpes, según el código  incivil, acciones nimias o triviales, hasta detestables, pero nunca innobles.
        Este libro es otra escena, una conocida, acaso  demasiado, y sin embargo pocas veces enfrentada de manera tan feroz, tan  espaciosa, oscura de nocturnidades, oscura de ignominias, el desencanto, la  inacción, meditación terrible hacia el final de toda ciénaga. Cuesta el día,  alguna tarde, una visita a aquel lugar enorme, deshabitado hasta el extremo,  cargando un peso insoportable, aunque bello, claro, diáfano como un dolor que  vive, o sobrevive, bajo la tormenta.
        Este libro es la escena última, el necesario abismo  y posterior reconstrucción, aunque, en realidad, no se trate más que de un atisbo,  una visión lejana; a pesar de esto suena a sanación. No podemos terminar en  medio de la nada -o sí- parece ser la conclusión. Un final entero, rígido y  veraz como el desierto mismo. Una escena de gaviotas, de humedad limpia, de  probar la arena y otear el horizonte mientras amanece un nuevo día, en que tal  vez, sólo tal vez, comience una extraña vida nueva, inadvertido en el dolor,  desengañado hasta del propio desengaño, asumido, atento; como si supiera que  otro paso no resiste, como un recurso de defensa en el momento justo. 
        Nace un nuevo día; el horizonte se amanece entre  gaviotas y una débil esperanza.