En la esquina de Urmeneta con Rancagua cae un cuerpo al suelo de un solo tiro, ¡PUM!, y una silueta en la vereda de enfrente dobla hacia Benavente con dirección a quién-sabe-dónde.
Una mañana en el centro se repite más o menos de la misma forma, como una obra de teatro. Vendedores de soja, fruteros de cara a esquinas opuestas, cuerpos que avanzan y se detienen al azar en un río de figuras que ocasionalmente reposan frente al carro de café para pedir lo de siempre. La mañana en particular es a boca llena sobre la mancha y el contorno de tiza que hasta hace un día nada más formaban simbólicamente parte de un mismo pobre cuerpo. Varios funcionarios van limitando a la chusma que se agita y deshace en preguntas tras un corral casi imaginario, nada más sujetado por una banda plástica cercando la escena. Frente al banco, el carro de café se vuelve epicentro espontáneo de todas las teorías mestizas que involucran el asunto. Calibre, un capuchino con avellanas, el móvil, americano doble, rasgo y tipo de tirador y «yo te juro que parece que lo ubicaba de lejos» entre otros delirios. Un día en el centro termina más menos de lo más corriente.
Corren el tiempo entre la intersección de Urmeneta con Rancagua y los días se repiten más o menos de la misma forma. La fotografía ocasional se deja caer sobre la escena, mientras se transa la soja o el saborizante de avellanas, en lo que fruteros mestizos teorizan de calibre y rasgos en mitad de una avalancha de cuerpos que avanzan y se detienen indistintamente a tomar americanos al móvil. Algunos atados de flores y arreglos con tarjetitas plásticas se asoman tímidamente en lo que se pliegan los días, lentamente reemplazando la mancha sobre el pavimento. Otro ramo de jornadas pasa, y así como llega, el flujo de flores nuevas se detiene. Los viejos arreglos quedan deshilachados, marchitándose hasta tomar un color café deprimente.
Frente al banco corren las estaciones del año pisándose la cola una tras de otra, mientras en el móvil todo transcurre como obra de teatro. Del cuerpo o el tiro cada vez menos, para no decir nada en absoluto. Todo es fruta en esquinas opuestas, avellanas en el café y soja capuchina junto a la animita que un día aparece apoyándose en una de las paredes de Urmeneta y Rancagua. Cardumen de cuerpos que vienen y van entre fotos ocasionales que se dejan caer sobre quién-sabe-qué, pláticas de contorno y alzas en el precio de las bandas de plástico, mientras las siluetas de siempre se paran a pedir americanos que «te juro que ubico de lejos». Se entorna la tarde por sobre las vitrinas que dejan caer sus metálicas cortinas como al cierre de una obra de teatro. En la esquina ya iluminada por los postes una silueta suelta un atado de flores, luego doblando hacia cualquier calle.
Una mañana de verano donde todo transcurre según lo usual, río arriba entre los cuerpos cae una fruta de un cajón y el sol se encarga de dibujar con ella una mancha. Siluetas americanas o mestizas conversan sobre soja o avellanas, mientras frente al banco el flujo circula hacia el carro para pedir lo de siempre. Se acumulan capas de tiempo sobre una escena sin comentarios de la animita o el cuerpo, pero la calle a cierta hora del día se llena casi por completo de papel picado, música y figuras floridas. Corre sin novedad en medio de la calle el carnaval conmemorativo del tiro. «Es como una obra de teatro» comenta alguien.
Junto a una animita olvidada en Urmeneta con Rancagua, dos figuras se toman un último americano antes que caiga el telón sobre el café móvil. «Te para de un tiro, ¡PUM!» dice un cuerpo al otro. La tarde se rinde y las cortinas metálicas besan el suelo en reverencia alrededor del banco y sus veredas llenas de papeles picados podridos, como tributando una mancha. En medio de ese cerrar de vitrinas y prender de postes, las dos siluetas cruzan el paso de cebra teñido de un café deslavado, alejándose del banco, de la intersección y de la escena, doblando hacia Benavente con dirección a quién-sabe-dónde.
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Por Carlos Aguilar Islas
Publicado en Carcaj el 01 de mayo 2023