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La mesa de luz

Por César Aira
Publicado en Babel, Abril de 1988


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Hace algún tiempo encontré una frase de Fernando Pessoa que me produjo cierta impresión. Decía algo así: "La mayor tragedia de mi vida: haber leído The Pickwick Papers. Porque ya no volveré a tener la experiencia de leerlo por primera vez". A todos los lectores asiduos ese tipo de razonamiento nos toca a fondo. Todos hemos hecho, o estamos haciendo, esa experiencia paradójica de "ahorrar" algún libro que sabemos (pero no sé como lo sabemos) que va a ser muy grande, muy importante para nosotros. Pero, al mismo tiempo, sabemos que es un ahorro mal entendido: nunca llegará el momento adecuado de leer ese libro; y si llevamos la idea a sus últimas consecuencias, tropezamos con un asunto en el que, en realidad, preferimos no pensar. Conozco, además, un contraejemplo muy aleccionador. En un reportaje le preguntaron a Roland Barthes por qué no había trabajado sobre la obra de los autores franceses del siglo XVIII, por ejemplo Diderot, con los que su pensamiento tenía tanto en común. La respuesta de Barthes: "Es que no los he leído, todavía. Porque sé que me van a gustar inmensamente, y son una lectura que me reservo para más adelante, cuando se agoten otros placeres". El final del cuento es bien conocido: a Barthes lo pisó un bólido y se murió sin leer a Diderot.

Pues bien, en la pasada Feria del Libro vi The Pickwick Papers, en la atractiva edición de Penguin, y me lo compré. Lo tuve casi un año en un estante de la biblioteca, y cada vez que lo veía me acordaba de Pessoa, de Barthes, y me preguntaba, perplejo, cuándo llegaría la ocasión. No sé si porque a un amigo mío lo pisó un auto este año, o porque pensé que, en el peor de los casos, me quedarían otras trece novelas de Dickens, o, más prosaicamente, porque una cierta falta de dinero me impidió comprar libros,  lo cierto es que hace poco me decidí y lo leí. Para empezar, hay que decir que no es una lectura común. No es una buena novela que se ofrece al lector buena y entera. Lo que ofrece es un proceso. Es una novela que se está escribiendo. Y no solo eso, sino que la formación de la novela se combina inextricablemente con la formación del novelista. Dickens era un joven de veintidós años, que no había escrito nada hasta entonces, salvo crónicas parlamentarias y de interés general. Fue contratado para escribir las viñetas con las que se publicarían los dibujos de un artista muy popular, especializado en temas deportivos, y era quien había tenido la idea de hacer esta serie, sobre las andanzas al aire libre de un grupo de caballeros algo ridículos que fracasaban sucesivamente en la práctica de la caza, la pesca, el remo, etcétera. Dickens comenzó improvisando, sin más, con los personajes propuestos. De un capitulo al siguiente (la obra se publicaba en fascículos mensuales de unas cincuenta páginas) su genio se va afirmando; más todavía, va naciendo, ante los ojos del lector. En eso (y en otras cosas) se parece al Quijote: el lector se precipita en la ilusión vertiginosa, en realidad algo más que una ilusión, de que está contribuyendo a la creación de algo realmente grande, mucho más grande de lo que había sospechado. En efecto, hacia la mitad del volumen, con la estadía de Mr. Pickwick en la cárcel, la novela ha pasado imperceptiblemente a otra esfera, mística, y el pomposo señor barrigón del comienzo se ha vuelto un dios, un dios de verdad al que nos encomendamos con lágrimas y del que nos separamos, en el maravilloso final, con grave melancolía. Pessoa tenía razón: nunca nos volverá a pasar algo así.

Pero no es cuestión de exagerar. Para que fuera una "tragedia", es decir para que pusiera en juego todo nuestro destino, tendríamos que ser un poeta portugués con la personalidad escindida de cuatro o cinco poetas. Para el lector común, no puede hablarse más que de melancolía. que es un epifenómeno clínico de la manía de leer. Aunque es una lástima que no llegue a ser trágico para cualquiera. Porque eso significa que sólo Pessoa captó por entero esa "creación de Dickens" que se opera en la novela.

La creación del autor se refleja, multiplicada y prismática, en la creación de los personajes. Este es uno de los prodigios más admirables de Dickens. Kafka, que era devoto de Dickens y lo imitó concienzudamente en América, lo observa en una página de su Diario: los personajes dickensianos son "bloques", unidades psicológicas enteras y sin fisuras. No cambian, no progresan, no tienen repliegues. Esto que en otras manos sería un defecto, en él es la condición necesaria para su mayor triunfo: la más grande multiplicación humana de todas las literaturas.

En Pickwick debe de haber no menos de doscientos personajes: todos ellos gozan de vida plena, todos son inolvidables, únicos, queribles, todos tienen cara, historia. Esto llega a un nivel de fatalidad. Tanto que cuando por cuestiones de espacio, el lector necesita seguir adelante sin demoras, debe usar el impersonal.

Por ejemplo, los personajes se sientan a cenar en una posada, y leemos: "la comida les fue servida". Si esa comida la sirviera alguien, el posadero, la mesera, cualquier persona mencionada, esa persona se volvería de inmediato un personaje nuevo, vivaz y colorido. Dickens es el epitome del novelista democrático. Exactamente lo opuesto de las novelas pobladas de fantasmas en la forma de mozos, porteros, choferes, hombres -función que pasan fugaces alrededor de una media docena de protagonistas bien delineados; es paradójico, pero en estos casos ni siquiera el contraste hace que estos personajes centrales tengan verdadera vida. Un ejemplo casi abusivo, patológico, de esta otra modalidad, es Hemingway.

Dos observaciones más: la primera es que Dickens encarna la realización milagrosa de un sueño a veces no explicito pero siempre presente en los autores noveles: que su primer libro sea un triunfo inmenso, nunca visto, y transforme el mundo. Eso nunca sucede, por supuesto. Pero sucedió una vez, con Los Papeles de Pickwick.

La segunda: hay un hecho inexplicable para mí, que esta novela ilustra con exuberancia: en todas las novelas de autores muy jóvenes se come, se bebe y se fuma en cantidades descomunales. ¿Por qué? Se necesitara un Barthes redivivo para explicarlo de modo convincente.



 

 

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La mesa de luz
Por César Aira
Publicado en Babel, Abril de 1988