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        Arlequines en  flor (o el ocaso de los ídolos)
            Sobre Los Arlequines, de Ariel Rioseco. G0 Ediciones, 2016
        Por Carlos Almonte
          
          
         
        
          
        
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                      En el inicio estaba la tierra  desordenada y vacía. En el final, suponiendo que éste sea el momento final,  también. De tanto orden, ir y venir, de tanto completar y rellenar espacios (de  ignorancia, primero, de especificidad, después), se ha dado una vuelta  completa. Se ha terminado un ciclo, como varias veces ha ocurrido en la  historia del hombre y la mujer. Esta vez somos protagonistas privilegiados de  la historia que se repite y replica a sí misma, una y otra vez, en una  reverberación tan turbulenta como improbable.
          Estos versos de Arlequines, ángeles caídos, héroes en desgracia, verdaderos dioses de la  oscuridad, envueltos en innumerables virtudes públicas y vicios privados,  representan el momento histórico referido, un paradigma que ya no resulta más, por  gastado, por insulso, porque ha dejado de ser creíble. Tanto así, que vemos en  la gran pantalla guerras épicas entre humoristas, superhéroes que batallan  entre sí, crossovers maniáticos o delirantes: Superman se reencuentra  con el Hombre Araña, quien, a su vez, bebe a destajo por las calles de  Santiago. Próceres de la televisión muestran culpas y adicciones sin pudor. 
          Hemos cruzado aquella línea,  definitivamente… la del espectador, la del lector, la del autor. Estamos en  pleno fuego cruzado y no queda más que batallar, escribir un guion altanero y  arcaico. O narrar de izquierda a derecha, sin temor a repetirse ni a caer en el  exceso. Porque el exceso es ridículo, divertido y trágico a la vez.
          He aquí uno de los valores de esta  propuesta… Representa el oscuro momento de esta batalla discursiva: postmoderno  y moderno, revolucionario y reaccionario (“¿Hay algo más conservador que la  constatación de un gesto revolucionario?”), ilustrativo y oscuro, alegre y  pesimista, pop y punk… Un claroscuro permanente. Un juego que no solo deja de  ser jugado, también deja de ser juzgado, por impropio, porque el juicio ya  cambió de posición, de juez; incluso de certeza, o de verdad.
          No hay más que el cambio  permanente al acostumbramiento. Un designio actual, evidente, fijo en el  tiempo, en el caos. Arlequines que visitan, manipulan, entristecen,  avergüenzan, patetizan el discurso. Un texto que se inscribe en la  tradición histórica de la provocación. Tradición que de tanto provocar, se  aminora y acomoda en el sillón, frente a la TV, se transforma en espectador  crítico de una realidad vacía de mentiras y posturas. El superhéroe se hace  cotidiano, se lo conoce, por fin, sin la máscara. Se emborracha, instalado en  la mesa de al lado. Vecino de departamento. Compañero de banco en la  universidad, en el metro, en la plaza, mientras tira migas a cochinos pájaros  que no vuelan, que no pican, que no comen...