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        El final de las acciones
Sobre el capítulo inicial de Viento blanco, de Carlos Almonte
        Por Ariel Rioseco
          
         
        
          
        
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          ¿Qué  tan decididos  estamos por llegar al  final, cuando ya hemos visto y sentido el precio que tiene el camino de  regreso? “Nunca se sabe”, podría decir Almonte, y tendría razón, en tanto la  vida que hagamos no sea hecha con los pedazos que arrojó el arrepentimiento. 
          María  Guadalupe enciende un cigarrillo y observa la avenida que, adornada con  edificios y luces, la conducen al punto cero en que su México querido se cubre  de nieblas y cordilleras que terminarán hundiendo su adicción, nostalgia o  soledad, al sur del mundo. Aun así, y a pesar de la incertidumbre, da el primer  paso y atraviesa esa calle y las que vendrán después. Intenta no imaginar,  mientras la urbe con aroma a desasosiego la invita y enciende sus faroles como  queriendo saborear las horas, como dejando en evidencia que el pasado no  regresa y una piel llama a otra piel. 
          La  ciudad es un lugar en permanente estado de desolación y Almonte, que conoce la  ciudad como la magia a la sorpresa, mueve los hilos de estas criaturas que  vienen y desesperan, sueñan y prometen, porque la noche es un carrusel en cuyas  sombras, tiempo y deseo, se amalgaman,  odian y separan. Conoce las calles y sus personajes; por ello expone la  nostalgia de la protagonista, dibujando la   silueta de lo incomprendido, ya que ella extraña y compara, pero no se  perdona ni se abandona, por una cuestión de principios, ya que la tradición lo  es todo y, para mentiras, mejor inventarse un interlocutor extraño junto a dos  copas y un tequila.
          El  aburrimiento la lleva al diálogo, y este a la memoria de lo que más anhela, sin  hacer caso de lo obvio, pues ve el final pero no presiente el camino. Ella visualiza  el juego, sin embargo no conquista el sueño, desea tiempo y una mayor melancolía  para liar otros recuerdos que partieron, porque entiende sin pretender y se  lamenta sin carecer. Y es esta relación que crea Almonte con el alma de sus  personajes, la que da vida, lo que nos introduce al viento blanco. La que nos trasporta al mítico bar Barómetro, ya  desaparecido, en Santiago, a sus esquinas y recovecos menos conocidos, a sus  parroquianos y letreros sin encender. Es esta profundidad la que nos lleva a  entender a sus personajes con sus   fantasmas y desconexiones. Es esa mirada al alma de sus propios demonios  la que nos introduce al olor del pavimento y sin sabores, porque allí es donde  nos vemos, abrazados y extraviados, donde el arrepentimiento y el desprecio da  para ocultarnos y  jugar con el abandono. 
          Todo  lo que buscamos se nos muestra y aquello de lo cual huimos, nos encuentra,  porque sin tratar de ser el otro, el autor lo visualiza asumiendo que en los  tiempos que corren, nada es tan simple como aparece. Quedando en evidencia que  si bien todos vamos, no todos regresaremos, y aunque la osadía y el descaro nos  alcancen, el engaño no cubrirá jamás la totalidad de lo que somos. 
          Por  esto el escritor nos impulsa, nos ilusiona, casi sospechando que todo aquello  que siempre hemos deseado, se encuentra definitivamente más allá del miedo.
          San Clemente, 2016