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Viento blanco
Editorial La Calabaza del DiabloSantiago de Chile, 2013

Carlos Almonte
(Texto de presentación, enero 2014)


 



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En una palabra, se trataba de una factoría experimental, de un intento de penetración lejos de la costa, a diez jornadas por lo menos, aislada en medio de los indígenas, de su selva, que me presentaban como una inmensa reserva pululante de animales y enfermedades.
Louis-Ferdinand Céline

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Debería comenzar por decir que este libro comenzó a ser escrito en otro tiempo, en otro subgénero y en condiciones muy distintas a las que se pueden observar ahora. Mentiría si propusiera una fecha exacta de inicio, pero supongo que sucedió alrededor de ocho o nueves años atrás, alrededor del año 2005 o 2006. Originalmente estaba pensado como un diálogo literario entre Martín Cinzano (ahora radicado en el Mero Defectuoso) y el que habla. Habíamos leído una novela, Los detectives salvajes, al mismo tiempo y en el mismo tiempo. En mi caso cuatro días… Conversamos, cotejamos y nos solazamos tomándonos espacios similares de tiempo y reflexión. La idea era compartir experiencias de lectura y proponer ficciones diversas a partir de esta ficción particular. Así fue que sucedieron excesos como ubicar al autor de esta ficción específica como taxista en un bar del barrio alto de Santiago, o a Lupe cocinando huevos fritos en una estrecha cabaña de Los Molles. Personajes y autores, algunos que ya se fueron, otros que permanecieron, autor original, ficción, ficción sobre ficción… Era notorio que recientemente había hecho mi tesis de pregrado en postmodernidad, y, con algún aliento trasnochado, traspasaba impunemente al papel este tipo de cuestiones, recursos y temáticas, con el beneplácito mediano, solo mediano, de mi amigo referido, y de alguna forma acá presente (postmoderna y literariamente hablando). Con el tiempo aquel tufillo postmoderno fue difuminándose hasta casi desaparecer. Por otro lado, Cinzano decidió viajar y abandonar el ejercicio.

 

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Ese fue el origen. Luego, este libro recorrería un camino largo. No tortuoso, solo largo. Hay textos dificultosos de escribir, sin embargo este fue un agrado, de principio a fin. Y cuando digo fin, digo ahora... Hace un par de meses, cuando comenzaba la última parte de este proceso junto a Marcelo Montecinos (es decir la edición final), decidí, por curiosidad, abrir el primer archivo que contenía el primer entramado del texto acá presente, archivo al que llamé pomposamente “Antología visceral, Ficciones dentro de ficciones”; título que, felizmente, fue cuestionado y desechado.

 

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Acá podría hacer un acápite de los múltiples listados (algunos los compartí con más gente acá presente; otros, pudorosamente, fueron enviados a la papelera de reciclaje sin tener la opción de sonrojarse). Sin embargo, solo explicitaré que mi título favorito siempre fue “La destrucción de la destrucción”; porque refiere a Averroes, a cuestiones relacionadas con la trascendencia, la inmortalidad y blablabla… Uno a uno, cada título (también “La destrucción de la destrucción”) fue enfrentado al paredón y hallado falso, por un jurado implacable, que comentó y sepultó cada posibilidad (“suena muy metalero, como de Bar de René”, fue la crítica con respecto a mi favorito). En el mejor de los casos, se propuso alguna alternativa. Finalmente se llegó al título presente en un abrir y cerrar de ojos. Aunque tengo claro que algún día titularé algún otro texto, por mínimo e intrascendente que sea… “La destrucción de la destrucción”.

 

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Pero vuelvo al camino largo y no tortuoso… En aquel momento, en que abrí el archivo inicial, muy muy inicial, me di cuenta de la importancia del trabajo, de la crítica, de los comentarios y, principalmente, de dejar que el tiempo pase y transcurra sin prisas en esto de acabar un libro. Este archivo inicial, más que capítulos o relatos, era una ensalada de personajes delineados, apéndices con sucesos, anécdotas, y capítulos sin final, sin inicio y, lo peor, en varios casos, sin un desarrollo pertinente. Podría ser pesimista y pensar en lo impresentable de aquel archivo inicial (que decidí mantener en existencia, sin cambios, en mi computador como una forma de hito o mojón, de manera literal, o como una forma de recuerdo, a modo de saber que de algún mal lugar siempre se puede llegar a uno menos malo; o podría ser optimista y pensar que este camino largo al que refiero es realmente útil, si es que este término pudiera usarse en lo referente a la literatura, y que, finalmente, cuando uno decide darle vida propia al engendro ya reformado, maquillado o compuesto, como quiera llamársele, esta obra (preferiría haber usado un término menos grandilocuente, pero no lo encontré), debería tener la capacidad de respirar, crecer, madurar y descansar en paz o en guerra, en el momento justo.

 

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Punto aparte merece, en mi opinión, la portada. Hace tiempo atrás, el año 2008, la prestigiosa casa editorial La Calabaza del Diablo (en cuyo registro me siento honrado de participar) había publicado un texto poético de mi autoría, cuyo resultado de portada fue “dispar”, por decir lo menos. Esta vez se pretendía un resultado distinto. Es por eso que un atardecer de agosto del recién terminado año, estando en medio del rito del té junto a Marcelo, le comenté de la siempre escabrosa cuestión de la portada. Le dije que tenía la foto elegida. Es más, le dije que la tenía elegida desde hace un montón de tiempo, prácticamente desde que había comenzado a escribir el libro. Ya la había rastreado, sabía a quien pertenecía, sabía como se titulaba, y parte de su historia… Acá les relato un resumen de esto:

En una entrevista con Cláudi Carreras, la fotógrafa Graciela Iturbide habla sobre “Mujer Ángel” (la foto de portada de “Viento blanco”): ¿Hay alguna de tus imágenes de la que te sientas especialmente satisfecha?, le pregunta Carreras. Solamente una, responde Iturbide, que es la imagen de una mujer seri que camina a través de la inmensidad del desierto, dando la espalda a la cámara. Viste el traje tradicional de las mujeres seris y en su mano derecha cuelga una radio-grabadora. La titulé “Mujer Ángel”. Yo no recordaba haber tomado esa fotografía, pero cuando hice la selección de fotos sobre los seris para el libro titulado “Los que viven en la arena”, le mostré todos los contactos del viaje a Pablo Ortiz Monasterio, y fue entonces que él me preguntó: “¿Y esta foto?”. Los contactos muestran toda la serie de la mujer caminando por el desierto, pero no supe ni cómo ni a qué hora tomé esa foto en particular. Fue un golpe de suerte, casi como si la cámara, solita, hubiera tomado la foto. Considero que fue un regalo que me hizo la vida. Y es por eso que es mi foto preferida”.

 

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Como decía… Le mostré la foto a Marcelo en internet. Él asintió, complacido. Hablamos de las posibilidades de permisos y de alguna otra forma de que la foto estuviera efectivamente en la portada, luego de lo cual, continuamos con el rito del té en perfecta paz, convencidos de que ese punto ya estaba cubierto. Y así fue. Busqué la página oficial de Graciela Iturbide. Le escribí al mail que ahí aparecía y, cosa curiosa, no sólo recibí una respuesta, sino que recibí una respuesta de ella misma, desde su correo personal. Le expliqué lo del libro, del breve tiraje, de mi gusto por la imagen… y accedió. Acto que, según yo, terminó de cuadrar este libro, cerrándolo definitivamente en su temática y especie. Es por eso que me siento especialmente complacido por la imagen y el diseño de portada, efectuado por el gran Johnny Pacheco.

 

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Evidentemente, no recordaré ahora ningún capítulo o fragmento de esta novela, por cuestiones de extensión, formato y decoro. Solamente un bello epígrafe adjudicado a Valery: “No hay poemas terminados, solo hay poemas abandonados”, que cobra más vigencia que nunca en la presentación de un libro, de cualquier libro, y mucho más en la de este.

 

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Por último, quisiera agradecer a los aquí presentes, como dice la canción… A todo el mundo, a todos mis amigos, estas son las últimas palabras que diré… pero en forma especial a Martín Cinzano, por el envión inicial. A Juan Manuel Silva, por su lectura y comentarios. A Carola Vera por su excelente idea de leer un texto en vez de recitarlo, o declamarlo. Nuevamente a Graciela Iturbide, la legendaria fotógrafa mexicana, por la amable cesión de la foto de portada. Y, por supuesto, y especialmente, a Marcelo Montecinos, por la certerísima edición y constante apoyo.



 



 

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