La sentencia que otorga el título a esta reseña (con tintes de crónica) la escuché, quizás, por primera vez antes del momento que señalaré. Sin embargo, conscientemente, el momento señalado marcará el inicio; un inmediato quiebre de paradigmas que representa la lectura (anterior escritura y publicación) de un libro como Forasteros, que compila tres narraciones que, cada una y en sí mismas, representan paradigmáticos quiebres, tanto desde el aspecto gráfico (narraciones compuestas por capítulos de llamativa y extrema brevedad –a veces compuestos por una sola palabra), como del aspecto temático (posibilidades no comprobadas, hasta ahora, “científicamente”; aunque sí atisbadas por genios de la humanidad –como Philip K. Dick, por nombrar solo a uno), como del aspecto que podríamos llamar “de inserción epocal”.
Ya nos extenderemos más sobre estos puntos. Primero, el
Momento (una digresión algo pertinente)
Corría el mes de diciembre de 1992, y en Chile recién se organizaban conciertos masivos. Era el turno del mítico Carlos Santana (una leyenda viviente) y nosotros, en situación universitaria de fase posdictadura –digamos, una verdadera dictadura-, sentíamos un deber ético, estético y etílico de asistir a tan magna velada. Es sabido que la gente fue durante la semana previa a enterrar valiosos tesoros envueltos en botellas o en bolsitas plásticas al interior del parque en el que se realizaría el concierto (para evitar los controles de la entrada). Nosotros ingresamos, sin ningún problema, con un par de kilos de naranjas inyectadas con súper poderes. Una vez dentro, y ya envueltos en una espesa y aromática nube mística, vimos la figura de Carlitos Santana aparecer sobre el escenario, decir unas cuantas palabras y comenzar el show. Sus palabras fueron de tono elevado, espiritual, y, como era esperable, nadie entendió un carajo. Pero al final de su alocución dijo serio, calmo, atisbando coherentemente hacia un fuliginoso horizonte: Esta noche estamos rodeados de ángeles.
La obra
Y así fue. Por un momento habitamos una ciudad, un espacio extraño, con intención estética-espiritual, fantástica, probable y tangible, aunque los grados de conciencia no fueran exactamente los mismos en todos los asistentes... o lectores, ya estableciendo el puente entre una situación y otra. Porque para leer a Bernardo Navia, es necesario, hasta urgente, se diría, estar conscientes de ingresar a este espacio excepcional de intención estético-espiritual.
Es cierto, e interpelo al lector consumado (de esta obra en particular, de muchas obras, de todas las obras, de la biblioteca de Babel), el concepto acuñado es limitado, inexacto en cierto sentido: intención estético-espiritual. El primer elemento porque todo acto de escritura literaria (con)tiene intención estética. El segundo elemento porque no es totalmente exacto, respecto de la intención que propone el autor y/o la obra.
Esto es, en términos estructurales, cohabitan tres narraciones conectadas entre sí mediante la exposición de rasgos temáticos de base: la propuesta de existencias paralelas, actos sádico-redentores, así como seres de distinto nivel lógico que interactúan a cierto nivel, en ese nivel. A partir de este elemento común se congregan personajes, eventos y derivaciones que se sostienen, permanecen y cobran sentido, en un nivel que bien podríamos llamar “ilógico”, desde el inflexible, acaso limitado, esquema racional en el que vivimos desde hace al menos dos siglos. O, de otra manera, podríamos llamar a este sentido: “lógico”, así, sin más, y precisar que responden a narraciones que se sostienen, permanecen y cobran sentido al interior de su dispositio funcional.
Lo estrictamente “literario”
Más allá de dimes y diretes, el asunto es simple: la literatura es un asunto serio (en sus acepciones de sensatez, oficio y juicio), para literatos y algunos escritores, aunque se permite algunas concesiones, de estilo, forma, contenido y realidad; que a ratos son, digamos, menos reservadas; o más.
Considerando lo anterior, el pacto o vínculo de lectura que se establece entre el autor, o, mejor, entre el relato y el lector, es realmente el asunto serio de la literatura. Si este pacto se establece, el proceso es viable. En caso contrario, no es posible concretar el acto comunicativo (expresivo o discursivo). El lector -de literatura- está dispuesto, por un momento, por largas extensiones, o para siempre, a aceptar estos términos; a “creerlos”, a confiar en ellos y a continuar con la lectura; ya sea porque le parece probable, aceptable, lógica o diversa. La cuestión central es el pacto. Si se rompe el pacto, se llega al fin de la historia, de inmediato. Si se ofrece y resguarda fidelidad al pacto, la historia permanece incólume, impoluta, además de interesante.
El vínculo de Navia con este género es de larga data. Tal vez desde sus primeros escritos ya se adivina el rigor de una escritura de matriz, que exige a su autor resguardar en secreto ciertos códigos, así como al lector no revelarlos. Algo así como un alquimista alienado que mezcla elementos frente al fuego, fragua personajes y los expulsa y deposita en un escenario tan vacío como el cielo, tan concurrido como una calle en ventolera del centro de una gran ciudad; o al revés.
La obra nuevamente...
Mencioné al inicio el “quiebre de paradigmas”, por supuesto no al azar, ya que es justamente lo que hace Navia en su escritura. Pasa de un estado de realidad a otro, con la naturalidad de quien conoce, o ha conocido desde siempre, estos saltos de conciencia, realidad y/o cognición forzada (o extremadamente natural). La sospecha o la confianza (parafraseando a uno de sus protagonistas) dan lugar a la inquietud y duda, dando paso al seguimiento, encuentro e inmersión en una nueva realidad. Tal como simbolizan las aguas bautismales, Navia, cual profeta en misión de recobrar algunas ovejas perdidas, nos sumerge y levanta; o quizás nos deja bajo el agua, en una especie de rito permanente, que ha quebrado e instalado otra realidad, otro estado de gracia... por siempre.
Por supuesto, no cometeré el venial pecado de relatar los hechos, mucho menos de incitarlos, introducirlos o presentarlos, según sea el localismo utilizado. Tan solo baste decir que en este libro entramos en un circuito sin retorno, o tal vez de muchos; lo que vendría siendo equivalente. No es demasiado lo que este punto importa, o le importe al autor. Más que eso, resulta interesante considerar su afán de llevar la duda eterna, aquella que nos detiene en el medio de la noche, la que nos empuja a presionar el acelerador, la que nos impide ver más allá de nuestros propios ojos y mantenernos siempre entre estas cuatro paredes que significan una razón escuálida, que escurre, sobre una realidad acotada, un ingreso tibio hacia una conciencia ilimitada.
Forasteros es la posibilidad contraria. No es un intento persuasivo, mucho menos coercitivo. Es tan solo una palabra dicha al viento, transportada e instalada en el desierto de palabras, treinta días con sus noches, hasta ver el árbol Bodhi, hasta sentarse frente a él –algunas horas, días, años- hasta comprender cada letra contenida y atisbar el horizonte infinito que se abre por completo, sin más trabas que el estar dispuesto a soltar las últimas amarras.
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«Estamos rodeados de ángeles...»
Sobre Forasteros. Tres narraciones peregrinas, de Bernardo Navia.
Por Carlos Almonte