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        Plañir  la muerte, vislumbrar una escapatoria, imaginar el tránsito: nomadías de la  escritura
 
          en Alicia en la carretera de Carlos Almonte
        Por Manuel Illanes
         
        
          
            
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La  pregunta acerca de la trascendencia (o nulidad) de toda experiencia humana ha  sido formulada desde la más lejana antigüedad por el homo (non) sapiens y oscila, desde siempre, entre la conciencia de  una mortalidad ineludible, cuyas fronteras no pueden ser rebasadas, y la  esperanza de un camino que conduzca fuera de la región de ceniza que habitamos,  adquiriendo, en esta oscilación, ribetes religiosos, filosóficos y literarios,  tal como se manifiesta en textos fundamentales como La epopeya de Gilgamesh y El  libro de los muertos egipcio, por mencionar algunos ejemplos de la  Antigüedad. Es notable verificar (tal como demuestran los textos mencionados)  que existe una asociación íntima entre esta conciencia de la muerte y la  posibilidad de salvar ésta, de encontrar una salida a nuestra jaula de carne;  instancias (al parecer) antitéticas que, sin embargo, un tercer elemento -el  del viaje- vincula. Estoy embriagado, lloro, me aflijo / pienso,  digo / en mi interior lo encuentro: / si yo nunca muriera, si nunca  desapareciera. / Allá donde no hay muerte / allá donde ella es conquistada /  que allá vaya yo… plañir la muerte, vislumbrar una escapatoria, imaginar el  tránsito: estas palabras, tomadas de un lamento de Nezahualcóyotl, señor de  Tezcoco, recitadas desde hace más de quinientos años en el Anáhuac, dan una  pauta de algunos de los elementos que encontramos en Alicia en la carretera  de  Carlos Almonte (Go Ediciones, 2018).
        Alicia... comparte esta preocupación acerca de la  trascendencia de la experiencia humana, al introducir la tríada muerte /  tránsito / vida del que he hablado en el párrafo anterior, ajustándose en  términos más o menos cercanos a la definición que Georges Bataille hace del  concepto de experiencia interior en  el libro del mismo nombre, publicado en 1954. Ahí señala: “Entiendo por experiencia interior lo que  habitualmente se llama experiencia  mística: los estados de éxtasis, de arrobamiento, cuando menos de emoción  meditada. Pero pienso menos en la experiencia confesional, a la que ha habido  que atenerse hasta ahora, que en una experiencia desnuda, libre de ligaduras,  incluso de origen, con cualquier confesión.” (La experiencia interior, p. 13). Esta apelación a un “estado de  éxtasis” que se niega a ser “descrito”, se acomoda a la aproximación que se  hace en Alicia... a una experiencia  capital, nunca detallada, apuntada en estos términos en la nota preliminar del  texto: “Veinte años han pasado desde aquella noche en el desierto; una noche de  tormenta, océano y sabor a cactus. Hace una década se conmemoró el fin del  primer ciclo, al compartir aquel verso extático y transparente que en algo  reflejó el conjunto de emociones, reflexiones y desbordamientos que  experimentamos en aquel camino hacia el bien llamado “inicio de umbrales”. Un  (tras) paso que se presentó limpio y expedito, a través de un túnel hecho de  nubes con dirección indefinida.” (p. 5). Aunque se puede hacer la salvedad que  la experiencia mencionada en Alicia...  tiene su origen en un acercamiento sicodélico a la “otra orilla” (y, en ese  sentido, se debe advertir que el libro de Almonte zizaguea, en su escritura,  entre los polos que representan G. Bataille y H. Michaux), en líneas generales,  creo que la reflexión que hace Bataille sobre el tema descubre ecos profundos  en la estructura y lenguaje utilizados en Alicia  en la carretera: desde la dispersión, a lo largo del texto, de una serie de  elementos que remiten a esta tríada de muerte / tránsito / vida (como lo  demuestran los títulos de algunas de las escenas del libro: La ceremonia, Una tarde bajo un dios oculto, La  novena puerta, Primer viaje, Ascensión, Om, que parecen señalar el desenvolvimiento de un ritual cuyo fin  es el traspaso que se menciona en el  prólogo. Incluso en una de las escenas se verifica la muerte de Alicia que,  aunque imaginaria, funciona como preparación de este viaje: “Después de cuatro  días pintaron mi cuerpo a rayas para el postrero cruce, para que nadie me viera  trasponer el túnel, para que no volviera el giro de mi barca, para que no  existieran los reflejos. Al quinto día, y con gritos de júbilo y cánticos  alegres, depositaron mi cuerpo frío ya con olor de células extintas, en el  fondo de un tranquilo bote que empujaron mar adentro.”, (p. 48) hasta el uso de  una lenguaje entrecortado, balbuciente que nos ubica en medio de la noche oscura de San Juan de la Cruz. 
        Hay que  destacar, por otro lado, que existe un diálogo evidente entre Alicia en la carretera y un texto  publicado anteriormente por Carlos, Flamenco  es un sueño (Calabaza del Diablo, 2008), en términos de una continuidad  temática (el acercamiento / relato de esta experiencia capital que se niega a  ser descrita, a pesar de todas las  palabras que se digan sobre ella), continuidad que el prólogo de Alicia... revela con claridad. Se trata efectivamente  de dos textos que apuntan al mismo objetivo, esto es, el aclaramiento de ese  vacío que está en el centro de ambas escrituras; un vacío preñado, se podría  decir, pues es el dínamo que genera la búsqueda de esta claridad siempre  engañosa (ya que la claridad no es capaz de iluminar este vacío que está más  allá de la luz). Pero mientras en Flamenco  es un sueño, la chase spiritualle (Rimbaud dixit) de este vacío se emprende por intermedio de textos que deben  mucho a la mística (“Dios me guarda y me acompaña. / Dios es puro. / Dios es  cactus. / Dios es trueno. / Dios es viaje. / Dios es cielo en llamas. / Dios es  nadie.”, se nos dice en A mi lado,  uno de los poemas de Flamenco es un sueño), Alicia en la carretera nos presenta una prosa vertiginosa y dislocada,  un relato construido a partir de la memoria y la alucinación que debe mucho al  clima onírico de Amberes de Roberto  Bolaño (influencia nada extraña, si se considera el acercamiento hecho por  Almonte a la narrativa de Bolaño en su novela Viento blanco). Como en la novela del autor de Los detectives salvajes, en Alicia...  transitan una serie de personajes (Alicia, el narrador, el ermitaño, el  profeta, Coltrane) y se repiten lugares y situaciones (Flamenco, la ciudad, el  desierto, la inundación) que otorgan una unidad al conjunto de escenas que  conforman Alicia..., unidad que está  en constante tensión con el lenguaje dislocado que he mencionado algunos  renglones arriba, puesto que este lenguaje conduce el Sentido permanentemente  hacia el Afuera, como si en la misma medida que buscara instalar esta experiencia interior, desplegarla en el  texto para hacerla aprehensible en la lectura, se alejara de ella, quisiera  remarcar el abismo que se abre entre ésta y la huella, la ceniza que constituye  la escritura: “En el horizonte se adivina un sol oscuro de temblores que, a  medida que se acerca, se envilece (Luz  Blanca, p. 72); “No es un tiempo recobrado, son cenizas que se juntan bajo  el peso de los remolinos y se dejan ir por la corriente, o por la brisa” (Atardecer en Flamenco, p. 76). Lo  anterior nos remite a la afirmación de Derrida respecto al desplazamiento al  que estaría ligada toda escritura, a ese diferir permanente entre fuerza y significación: “Decir la fuerza  como origen del fenómeno es, sin duda, no decir nada. Una vez dicha, la fuerza  es ya un fenómeno. Hegel había mostrado bien que la explicación de un fenómeno  por una fuerza es una tautología. Pero al decir esto, hay que referirlo a una  cierta impotencia del lenguaje de salir de sí para decir su origen, y no al pensamiento de la fuerza. La fuerza es  lo otro que el lenguaje sin lo que éste no sería lo que es.” (La escritura y la diferencia, p. 42).
        La  nostalgia de este momentum de intensidad -que representa el centro invisible  del libro de Almonte- se hace presente durante la mayor parte del texto,  remarcando el clima onírico, de irrealidad del conjunto de escenas donde Alicia  transita entre el desierto que añora y al que desea retornar (puesto que ahí  tuvo lugar la experiencia del viaje hacia “la otra orilla”) y la ciudad en que  es una extraña, una desterrada permanente, atenta siempre al llamado del dios extraño (como dice Hans  Jonas al referirse a lo que él considera la “religión gnóstica”): “brotan  flores de las piedras y un pequeño niño, como un dios salvaje, se escabulle  entre las sombras… invocando a Alicia.” (Ascensión,  p. 70). La imagen que da título al libro es, así, decidora: Alicia, la  exploradora por excelencia, la que en el libro de Carroll va y vuelve en una  travesía extraordinaria, se encuentra ahora perdida en la carretera, cercada  por la desolación de la ciudad a la que no pertenece, buscando reencontrar(se)  con ese momentum del que, inevitablemente, se aleja, como un fantasma de esa  escritura nómada, la del libro, que vaga por la interzona.
        
          Ciudad de  México, junio 2019
         
         
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        Bibliografía
        -Almonte,  Carlos
            Alicia en la carretera, Go Ediciones, 2018, Santiago.
            Flamenco es un sueño, Libros La Calabaza del Diablo,  2008, Santiago.
          -Bataille,  Georges
  La experiencia interior, Taurus Ediciones, 1981, Madrid.
          -Derrida,  Jacques
  La escritura y la diferencia, Editorial Anthropos, 1989,  Barcelona.