Javier Campos

 
 

 


Cartas de Campos


Prólogo de El astronauta en llamas
Editorial LOM
Santiago de Chile - 2000

Por Grínor Rojo

 



A propósito de Las cartas olvidadas del astronauta de Javier Campos, yo escribí en 1990 que sus antecedentes intertextuales más obvios eran "el cine y las series televisivas de ciencia ficción, de preferencia Star Trek; Las Martian Chronicles de Ray Bradbury, sobre todo las que cuentan las primeras expediciones al planeta rojo; las cartas de relación de la conquista de América, en particular las de Cortés y Alvar Núñez Cabeza de Vaca; y los perfiles fríos y consistentemente desolados de unos paisajes a veces cercanos y en otras remotos, pero que en cualquier caso conjugan [conjugaban] la musgosa opacidad de la provincia del subdesarrollo con las planicies gélidas del hemisferio septentrional". Hoy, cuando tengo frente a los ojos y me dispongo a prologar El astronauta en llamas, que la verdad es que contiene una expansión cuantitativa y cualitativa de los materiales y formas de aquel libro del 90-91, me parece que puedo empezar citando lo que entonces dije, aunque no sin dejar constancia de mis reservas, como si se tratara de una vía de acceso plausible aún, pero a la que los años y la actividad posterior del propio Campos han tornado deficitaria o, mejor todavía, necesitada de una proyección adicional y más profunda.

Sé que Campos noveleramente querría que yo instalara El astronauta en llamas sobre el proscenio de la actual revolución tecnológica de las comunicaciones. Para ser más exacto: a él le gustaría que yo relacionara la factura poética de su nuevo libro con el espacio creado por el surgimento del artificio global de la red, y nada me sería más fácil que darle en el gusto. Porque El astronauta en llamas no sólo se me aparece signado consciente y aun deliberadamente por esa aura de prestigio que circunda contemporáneamente el contacto mediado entre personas, sino que también me resulta posible leer, a partir de la impronta comunicacional y en retrospectiva, los cuatro volúmenes que
forman la totalidad del trabajo poético de Campos hasta la fecha. Me refiero a Las últimas fotografías (1981), La ciudad en llamas (1986), Las cartas olvidadas del astronauta y este El astronauta en llamas. En el ordenarse de esos libros en la línea del tiempo, creo que podemos percibir las cuatro etapas de un solo proyecto cuya meta y sentido último se encuentra en la configuración, desde la preconciencia a la conciencia y a la ultraconciencia del escritor, de una suerte de espacio alternativo al del trato que éste mantiene con las miserias de la existencia histórica. Piénsese nada más que en el tránsito que conduce a la cultura massmediática contemporánea desde el estadio de la fotografía al del cine y al de la televisión y la computación, y en el acrecentamiento progresivo del poder evocador de la imagen de la reproducción mecánica que ese desarrollo involucra, y compáreselo luego con la secuencia de evocaciones que en los últimos veinte años ha seguido la carrera poética de Campos y se tendrá una cierta idea de esa avidez comunicacional que sin duda regula sus discursos. En cada una de las épocas de la biografía del poeta, el universo que reproduce el poema constituye una re-presentación y, lo que es más importante, un remedo cada vez más acabado de la tecnología en algún momento reinante en el universo de la comunicación.

En lo que toca a El astronauta en llamas y en vistas del carácter casi antológico del libro, uno puede moverse en su interior desde una primera parte, basada sobre todo en La ciudad en llamas, a las partes segunda y tercera, que contienen Las cartas olvidadas del astronauta, y a la cuarta, la quinta y la sexta, que nos entregan o bien algunos materiales inéditos o bien otros que fueron retomados y reacomodados de entre los que en 1981 integraban Las últimas fotografías. Este es el caso de "Las palomas", "La máquina", "La última fotografía", "Desaparecidos" y "Fin de milenio II". Reacondicionante de los textos poéticos del pasado, esta maniobra autoeditora de Campos a mí me demuestra muy claramente que éste no le reconoció o no quiso reconocerle a su primer libro la condición de fase augural en una trayectoria coherente, la que yo describí más arriba, prefiriendo si no ignorar por completo aquella época de su trabajo (lo que habría sido un grave error, a mi juicio), entodo caso reescribirla, readecuándola a sus aspiraciones de hoy.

Puedo agregar a ello mi sospecha de que en El astronauta en llamas se nos dispensa además una metáfora del episodio postrero de una historia más antigua y más honda, de nuevo por la doble pasarela del imaginario enunciado tanto como de los mecanismos de la enunciación. Estoy pensando ahora en la autonomización del objeto estético, en el discernimiento de las demandas que le hace al poeta el proyecto autonomista y en la reproducción del itinerario a través del cual éste se consolida y expande durante el transcurso de la modernidad. Como sabemos, se trata del relato de la rebelión contra y de la abolición de los precedentes contextúales e inclusive a fortiori del fundamento sémico de la obra de arte, lo que hace trescientos o más años se puso en marcha en Occidente de maneras distintas en prácticas distintas. En literatura, él se mueve desde el exotismo romántico o neorromántico al abstraccionismo mallarmeano a la sustracción vanguardista del objeto representado y a la proclamación actual de una independencia tan enorme del poema con respecto del mundo externo que el lenguaje del que él está hecho acaba por replegarse a menudo hacia el espacio de la pura grafía. Por detrás de ese repliegue, lo que se nota es, creo yo, una postrera y ciertamente que exasperada versión del exilio del poeta en la cultura de la modernidad. El poeta moderno es negado y se niega, es expulsado y se expulsa. Su quehacer resulta ser al cabo incompatible con las oportunidades que para su existencia y la existencia de su labor genera la cultura de este tiempo. ¿Cómo no sospechar que con su retirada dependiente de y al mismo tiempo sustitutiva hacia la tecnología de la reproducción mecánica la escritura del poeta chileno Javier Campos se modela y se hace eco (más bien, redibuja ambiguamente) ese mismo proceso?

Para verificarlo, situemos ahora nuestra mirada sobre el protagonista de El astronauta en llamas, este personaje que viaja por el cosmos infatigablemente. Mi impresión es que el rasgo que debe subrayarse en él, por encima de cualquiera otro, es la ingravidez. Doble y cruzado condicionamiento, por ende: he aquí a un sujeto para cuyos desplazamientos el universo entero se ofrece como una cancha disponible, si bien en su performance existencial ello va unido a una incapacidad no menos completa para arraigar en cualquiera de sus puntas. De esta observación se desprenden dos o tres conclusiones importantes, pero antes de ocuparme de ellas quiero que prestemos atención al autorretrato con que Campos nos recibe en el primero de los poemas de su libro:

...... Es ésta la ciudad donde debo vivir para siempre
...... Yo me oculto de ella con una opaca fotografía
15 .. Es mi manto (como el manto de Turín) donde sueño los cálidos
...... Amores del pasado
...... Soy un caballo veloz transformado en una tumba hacia el mar
...... Soy una luna amarilla en el corazón de esas mujeres
...... Sólo lo que envejece es mío en esta tierra
20. ..Solo frente al ventanal
............................. ahumado por las llamaradas de la nieve

Obsérvese la condición anclada del personaje que emite las frases en este poema, tan parecida a la del doctor Díaz Grey en las ficciones de Onetti: "solo frente al ventanal". Obsérvese en seguida la mediación que supone el ventanal mismo, una mediación que también encontramos en la saga de la que Díaz Grey es una de las figuras principales y que en el poema de Campos resulta correlativa a la que duplican la entrada en escena de la "fotografía" y el "manto de Turín"; luego, atendamos a la contrapartida del "sueño", el que, aprovechando la doble acepción con que nuestra lengua carga a esa palabra, a la vez que una reproducción del "pasado" constituye un camino de Damasco que conduce hacia él. Las líneas identíficatorias que encabeza el verbo "ser", en los versos diecisiete y dieciocho, combinan oximorónicamente la energía y el desgaste, el amor y la memoria, la vida y la muerte. Por sobre todo, se percibe en tales versos un esquema de debilitamiento gradual del hablante: o es un caballo que se precipita hacia el abismo de la indiferenciación oceánica o es un recuerdo que amarillea y se desvanece en la memoria de unas cuantas mujeres. La antítesis estrepitosa con la que se cierra la estrofa, la de las "llamaradas de la nieve", sirve al mismo propósito.

Los poemas siguientes en esta sección del volumen, así como también en Las cartas olvidadas del astronauta, insisten en las mismas imágenes o en otras afines. En el poema 2, el astronauta de Campos se refiere a su persona como a "un pasajero vestido de blanco como la nieve de la luna", como a un "pedazo de los sueños" de la mujer, como a "un sonámbulo por los paisajes amarillos de su territorio"; en el poema 3, es un "galán vestido de blanco"; en el 4, su cuerpo es como la nieve que cae; y en el 5, nos habla de "una ventana donde siempre estoy apoyado/mirando el rodaje de una película muda", mirando "esta filmación sin fin".

En efecto, son esos ventanales, con el plus de alienación moderna y postmoderna que yo subrayé más arriba (en definitiva, la alienación del voyeur, estructuralmente fijada a la condición del poeta en el contexto de la modernidad y más aún, en el contexto de la modernidad tardía), los que proliferan por doquier: "Yo me transformé en una ventana celeste" (en 7), "tus ojos sólo miraban hacia la ventana" (en 10), "Habrías visto que el espejo secreto que iba dentro/ Reflejaba a un hombre apoyado en una ventana" (en 13), "Por la ventana de mi casa siempre pasa un tren invisible" y "Por la ventana yo siempre contemplo pasar veloz/ La ciudad donde he vivido hace tantos siglos" (en 15), "Desde la ventana saco mis manos porque son pájaros nostálgicos" (en 17), "Estoy sentado a orillas del purgatorio [...] Me duermo y me mezco en mi silla de ruedas" (en 18). Pero donde esta circunstancia y esta posición de pasividad incontrastable se muestran casi impúdicamente es en unos versos de "La última carta...":

...... Pero también sé que no me he ido a ningún lugar
...... Que la nave donde aún vivo
...... Siempre viaja en sentido contrario
...... Pasando veloz por los territorios donde viví
5............................... .hace muchos años
...... Y donde no reconozco nada mío...

He ahí el autorretrato final, convertido ya el astronauta en un ser ingrávido, en un poblador tierno, sentimental y nostalgioso en el país sin país del capitalismo tecnotrónico, autorretrato que como vemos pone de manifiesto su circunstancia de soledad y aislamiento extremos/ a la vez que su acceso cada vez más distanciado a las cosas y los cuerpos. La mediación compensatoria y consiguiente es la que según observábamos más arriba suministran los artefactos de la reproducción mecánica: la fotografía, el cine, la televisión, el computador. Paradojalmente, tales artefactos, que constituyen el fetiche que refleja por antonomasia el élan de la época, son también el mejor medio para su sublimación. Tampoco se puede ignorar que esta que Campos metaforiza en sus poemas es la última parada de un drama viejo. Neruda lo dijo hace muchísimos años, cuando en la primera de las Residencias habló de sí mismo como de un "tipo tirado lejos por el océano y una ola, y que no sabe que el agua amarga lo ha separado y que envejece, paulatinamente y sin miedo, dedicado a lo normal de la vida/ sin cataclismos, sin ausencias, viviendo dentro de su piel y de su traje, sinceramente oscuro". Pero, claro está, eso sucedía en 1928, en algún arrabal de Rangún o Calcuta, y Neruda no pudo prever que el tiempo iba a trocar ese destierro suyo, tan desapegadamente baudelaireano, en un postmodemo producto de la enajenación cibernética.

Las cartas olvidas del astronauta constituye el corazón del libro que comentamos. Este conjunto poético, que a nosotros nos pareció de una notable perfección cuando lo leímos por primera vez, al reencontrarlo en el tomo del que ahora forma parte sentimos que sigue manteniendo esa posición de privilegio. En el fondo, se trata de un solo poema, el de un retorno fallido: la tentativa de un regreso que no pudo consumarse cabalmente, por parte del poeta, a la tierra de sus sueños. En 1990, nosotros hicimos caudal de su condición de poema del desexilio, y no podía ser de otra manera. Con él, Javier Campos se estaba sumando a la lista de aquellos escritores que en aquel momento empujaban la literatura chilena que se empezó a producir fuera de Chile con posterioridad al cataclismo del 73 hasta su última etapa: la de la vuelta a la patria (pienso en una obra de teatro como la de Jaime Miranda, Regreso sin causa, o en la hermosa novela de Ana Pizarro, La luna, el viento, el año, el día). Era pues, sin duda alguna, un poema del desexilio:

Hace tantos años que no venía a pasearme
Por este valle desconocido

O un poco más adelante:

...... Destruyeron todas mis posesiones
...... Dejaron caer notas de misiles en el jardín de mi casa
...... Toneladas de ácido
5 ....Materias bacteriológicas
...... Entraron a revisar mis cartas
...... Millones descendieron de las heladas montañas de las galaxias
...... Masacraron y escondieron en una computadora invisible
...... Todas las imágenes de mi infancia

Y por último:

Soy el astronauta que llegó a un país que no existe más
...
En una ciudad cubierta por las negras ruinas de la nostalgia

En principio. Campos habla en este poema de un exilio histórico, ese que experimentamos muchos, casi todos, en América Latina, durante la década y media que se inició en 1964 y se prolongó hasta principios de la década del ochenta. Fue aquel el tiempo de nuestra errancia por las calles del planeta, cuando estábamos en todas partes y en ninguna, argentinos, brasileños, uruguayos, chilenos, fantaseando con una tierra desde la cual nos habían arrojado a la intemperie del mundo y sobre la cual sobrevolaban en ese momento los pajarracos de la muerte. Pero íbamos a volver, de eso estábamos seguros, en la primera oportunidad, y no otro fue el cuento que nos contamos durante años y que le repetimos a todo aquel que quiso oírnos, a todos los que tuvieron la muy larga paciencia que hacía falta para soportar nuestro saudade. Estuvimos con las maletas listas durante decenios/ a sabiendas de que "el día prometido" iba a llegar.

Y llegó/ pero sólo para que los hostigosos melancólicos tuviéramos la ocasión de darnos cuenta de que nuestra ciudad ya no era la misma y que, muy probablemente, no lo había sido jamás. Se desencadenaron, luego de ese descubrimiento, los estados consecutivos del desengaño y la tristeza. Más tarde, vino el tiempo de la comprensión adulta de que la tierra de los sueños existía y sólo podía existir bajo la forma jamás satisfecha de nuestro deseo.

El libro de Campos asimila la experiencia de este recobro imposible de la patria a la experiencia asimismo frustrada de la unión con la mujer. Es, una vez más, en él, como lo fue en Mistral y en Lihn, la conversión (y, a lo mejor, el desenmascaramiento) de la patria en (por) la matria. En el camino del regreso, se cruza con el astronauta de su libro "una mujer de la luz/ en los cerros desiertos de Valparaíso". Después del consabido tiempo del éxtasis, la experiencia concluye en el abandono, en el retorno del personaje al encierro y la soledad de su nave y en la continuación de su vagabundaje insaciable por el vacío del cosmos. "Liviano de equipaje", vuelve a la tibieza de su existencia anémica, donde "Suelo en las tardes sin lunas/ Ver por la pantalla del computador/ Cuando ya todos los sistemas solares se han apagado/ Pasar siempre una sirena somnolienta que me hace señas". Más aún: la escena que nos muestran estos versos es la de un personaje que confiesa que "Estoy condenado a seguirte sin quererlo/ Siempre seré el pájaro que sueña estar lejos de tí/ Pero que sólo quiere esconderse en tu casa".

La tercera unidad de El astronauta en llamas agrupa las "Anotaciones encontradas en el disco duro". Poemas también recogidos desde el tercer y mejor libro de Campos, en ellos un yo masculino, que quiere partir, le habla a un tú femenino, que facilita la partida, pero que también e inoportunamente se incluye en ella. Se mantiene así el tono de desajuste y de pérdida (insolucionable, al fin de cuentas) de la unidad anterior. En todo caso, los dos finales, el VI y el Vil, merecen ser destacados. Quien se interese en la metapoesía de Campos, hallará en
esos poemas elementos de juicio valiosos. Por ejemplo:

...... Todo poema con el tiempo
..................... son los seres que nos dejaron
...... Una antigua nostalgia
...... Una elegía y zozobra
...... Alarmas y terrores de esperanza
......................... ...
10 ..Toda escritura sólo a veces
.............................. es imagen poderosa
...... Pero siempre reescritura
........................... de lo que tenernos que perder
.......O de lo que inocentemente
15............................ volvemos a inventar

(VI).........................................................................

...... De otros destinatarios serán
........................... quizás todas estas cartas con el tiempo
...... Escritas en casas y paisajes oníricos
...... Donde vi personajes
5 .......................... que intercambiaban ropas de colores
...... Se abrazaban a sí mismos
...... Dormían en cuartos de otros que los soñaban

...... Creo que esos paisajes no han de perecer jamás
...... Porque de allí sale
10 .................................... el necesario engaño que hay en toda
..........................................poesía

....................................................................... (VII)

En las secciones cuarta, quinta y sexta de El astronauta en llamas, la nave poética de Campos inicia su descenso. Después de la conmovedora conversación que en "Recados infantiles escritos desde la nave espacial" el astronauta mantiene desde la distancia y/o fantásticamente con sus hijas, en los cinco poemas de "El Carpe Diem", él mismo se alucina con una erótica de la mujer como presente absoluto, como permanencia y, al fin de cuentas, también irretenible juventud. Más extensa es la parte VI y última, "Fin del milenio (Las cartas inconclusas)", donde, a través de una docena de piezas de muy diversa factura, la metáfora conductora del libro se adelgaza, se desrigidiza y da paso a nuevas intuiciones, las que, si bien es cierto que no son contradictorias con las que guían los materiales que ya comentamos, apuntan en dirección a unos desarrollos que yo pienso que debieran producir todavía mucho más y mejor. Se mantiene en esa parte del volumen la experiencia del despojamiento, esto es, la secuencia que arranca de la exaltación y que va a parar luego en la derrota, en el destierro, en el desarraigo y finalmente en la dessubstancialización. El primer texto de la serie, un homenaje a Nicanor Parra, nos lo cuenta con toda claridad: "Construyeron allí una ciudad imaginaria/ con luces y vertientes imaginarias/ por donde pasan hombres y mujeres imaginarios/ creyendo vivir una felicidad/ y un gozo imaginario". No sólo eso, pues lo que no es imaginario o deviene "un pozo oscuro", el de la crueldad, el dolor y el crimen, o es lo cotidiano repugnante, el de unos prójimos que por muy prójimos que sean no son, no serán nunca, semejantes ("El nuevo Chant de Maldoror"). En este mismo sentido, me parece ejemplar "Fin de milenio II", el poema que cierra el libro y que es donde el pozo oscuro se abre por fin, "el 12 de octubre del año 3998", facilitando así la entrada en la ciudad fantasmagórica de los humillados y los ofendidos de toda la vida, de aquellos a los cuales el poder mantuvo ocultos hasta entonces "en las regiones oscuras/ del desprecio humano".

Con todo, el poema que me resulta a mí (y a lo que se ve, no sólo a mí), excepcional dentro de esta serie es "El parque". Es un poema largo, de noventa y un versos, que contiene adentro suyo un constructo global. Ciertas afinidades, con el famoso cuadro de Seurat, "Tarde de domingo en la isla de La Grande Jatte", o con La ciudad, el poema también largo (y más largo aún) de Gonzalo Millán, son discemibles. No obstante, la imaginería de Campos es incuestionablemente suya. De acuerdo con lo que hace en el resto del volumen y más todavía, imprimiéndole a eso que hace en el resto del volumen una renovada potencia, es una imaginería que requiere por sí sola de un trabajo crítico mucho mayor del que yo puedo brindarle en estas líneas. Anotemos en todo caso algunas cosas: primero, que "El parque" es una construcción enciclopédica, que extiende algunos de los componentes más importantes que constituían la figura del protagonista de El astronauta en llamas hacia el ámbito colectivo; segundo, que además es una construcción de raíz onírica, de extraordinaria riqueza visual pero también de una escasa presencia auditiva, hasta el punto de ser casi inaudible. El "parque" de Campos se encuentra atravesado por el ruido de un río que de tanto repetirse idéntico a sí mismo ha dejado de escucharse y por lo tanto sugiere una ausencia de movimiento, una pasividad a la que quienes ocupan ese espacio no reconocen como tal, pues los muy necios creen que el movimiento seguirá disponible sin darse cuenta de que éste no es más que una engañosa fantasía ("El parque era una gran estación de trenes... El parque era un desierto lleno de boletos/ hacia lugares y tierras desconocidas... era una casa con grandes ventanas/ donde los hombres y las mujeres/ se veían pasar envejecidos..."); y tercero: que no obstante todo lo anterior, sobresale también, en este poema de Campos, un área de tensión, a través de la posibilidad (o la tabulación) de un espacio otro, que existió o existirá alguna vez y del cual sólo se tienen los vestigios o los atisbos que aporta el testimonio inescuchado del poeta:

...... Quizás nunca llegaría el tren a este parque
...... tal vez nunca se subirían
51 .............................. con sus paquetes y maletas

...... ni se sentarían a contemplar por sus ventanas
...... el paisaje de las ciudades en llamas
...... el reflejo de los edificios plateados

...... el paso veloz de las estrellas
55................................ ..... en las carreteras
...... la luna inmóvil como sus corazones blancos
...... o los jardines del paraíso que todos soñaban
.................................. frente a la T.V. *

En fin, quiero concluir este prólogo asegurándoles a los lectores del último libro de Javier Campos que lo que tienen en sus manos es un artefacto poético de altísimo vuelo, sin duda uno de los más significativos en la literatura chilena de los últimos años. El tipo de materias primas que Campos convoca en su trabajo, la unión entre la experiencia singular y la colectiva, y la otra vertiente, no menos poderosa, que se adentra en un cuestionamiento de la condición del artista y del poeta en la cultura de la última etapa de la modernidad, eso unido a un don lírico y a una destreza técnica indesmentíble, hacen que nosotros lo recomendemos con convicción, con entusiasmo, con vehemencia casi.

 

Grínor Rojo
Septiembre de 1999


* La cursiva es mía, G.R.




 

 

 
 

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