¿En qué parte de
Chile estaba yo el 11 de septiembre de 1973 ? Es una pregunta que
millones de chilenos podrían hacerse individualmente ellos mismos y
habría millones de pequeñas historias. Una larga novela con múltiples
géneros dentro.
Desde la poesía al
testimonio más horrendo. Desde la música a la plástica, al teatro, al
cine, al documental, o a la simple carta anónima que escribió algún o
alguna exiliada desde otro país o desde algún campo de concentración
en Chile. O en las páginas de un diario personal que áun está inédito.
Incluso testimonios orales que nadie recogió o grabó mientras esa
persona lo contaba a través de alguna llamada teléfonica. Millones de
pequeñas historias que en su conjunto constituyen la memoria de aquel
día. Y los días que siguieron y las semanas y los meses, y luego los
años. Historias que no han terminado.
Ese día yo estaba
viviendo en Talcahuano con una tía en una casa muy modesta. Hacia tres
meses que había dejado el hogar de estudiantes de la Universidad de
Concepción donde viví cerca de 4 años como estudiante de Castellano.
Vivía en las llamadas cabinas universitarias. La cabina 8 exactamente.
Ese martes 11 aún tenía amigos, o conocidos, viviendo en esos hogares
estudiantiles porque le quedaban algunos años para terminar sus
carreras.
Otros me contaron
después que muchos de ellos fueron despertados a golpes por los
militares. Remecidos con violencia por sus fusiles. Despertaban no
saliendo de un sueño sino entrando a una pesadilla. Algunos los
subieron a un camión con la ropa que pudieron ponerse en un minuto.
Otros desaparecieron para siempre en las distintas cárceles militares.
Recuerdo a una compañera de clases. Se llamaba Nancy Z. Estaba
embarazada de su compañero que pertenecía al MIR. Vivían en una
cabina. También se la llevaron.
Nunca he
encontrado su nombre en ninguna lista de desaparecidos. Eso me hizo
pensar años después (y de eso luego se supo y fue denunciado por
distintos organismos de Derechos Humanos o la Vicaria de la
Solidaridad entre otros) que también hubo desparecidos, miles, cuyos
verdaderos nombres los borraron para siempre y nadie tampoco sabe,
hasta ahora, en qué pedazo abandonado de tierra, o en las profundidas
del oceáno, están sus huesos.
Aquel 11 de
septiembre mi tía fue la que a las ocho y media de la mañana me
despertó alarmada, remeciéndome en la cama. “Javier, hijo, levántese,
los militares se tomaron el gobierno de Allende”. Aquella frase sin
duda fue repetida en distintos tonos por todo el territorio chileno.
Mi reacción inmediata fue de incredulidad y me pegué a la radio que ya
comenzaba a transmitir bandos militares y unos hombres, igualmente
militares, hablaban con mucho enojo, como si fueran patrones de fundo.
Luego los 4 integrantes de un Junta Militar ilegal, instaurada por sí
misma en el poder, en la tarde de ese día, hablaban a la población por
cadena nacional de televisión. Su tono era brusco y de mando. También
con una energía y voluntad que recordaba películas sobre los nazis
alemanes.
Mi tía me dijo,
cuando yo ya estaba bien despierto y escuchando la radio, que
inmediatamente enterrara mis libros. Exactamente recuerdo la palabra
hasta el día de hoy. “Entiérrelos en el patio porque oímos de unos
vecinos que los militares andan casa por casa buscando alguna gente y
mirando si tienen libros marxistas”. Ese mismo día comenzaron rumores
de todo tipo hasta llegar a los más surrealistas. Pero que con el paso
de los días supimos que iguales de surreales eran las órdenes y las
acciones que daba el régimen para tener vigilada a la sociedad chilena
del “cáncer marxista”. Ordenes para detener, encarcelar, torturar,
matar o hacer desaparecer para siempre.
Mi tío rápidamente
hizo un hoyo en el patio y allí, envuelto en un saco de harina, iban
cerca de cien de mis libros supuestamente peligrosos. Libros que había
acumulado durante cuatro años en aquella Cabina 8. Con dificultad y
otros, como todo estudiante pobre, “los había pedido prestado” en
alguna librería de la ciudad de Concepción.
Mi tío, por otro
lado, aprovechó de esconder una pistola suya que tenía para defensa
propia. Alcancé a verla. Parecía del siglo pasado pero la conservaba
siempre limpia y a veces la aceitaba lentamente en la mesa de la
cocina. También esa pistola se fue entre los libros. Luego cuando salí
de Chile, tres años después, me olvidé -hasta ahora- de aquel
rapídisimo entierro de cien libros “peligrosos” y una pistola tan
antigua que quizás no sirviera ni para matar un pajarito. Con
seguridad mis tíos jamás intentaron, durante más de 20 años,
desenterrar nada.
Yo me ganaba en
ese entonces algún dinero haciendo clases de castellano en la entonces
Escuela Industrial de Concepción. Quedaba cerca del Estadio. Luego del
golpe, el director allí cambio de personalidad de un día para otro. Se
puso autoritario y ordenó que al comenzar las clases (era un liceo
vespertino) “se cantara la canción nacional y se izara la bandera
chilenal”. Era obligación estar allí parado y cantando antes de irnos
a nuestras salas de clases.
También tenía
otras horas de clases en la “Sede Lota” de la Universidad de
Concepción. Recuerdo que el director-delegado de la Escuela de
Educación me llamó a su oficina y me dijo: “He leído unos poemas que
Ud. escribió en la Revista “Enves”, y un artículo en el Diario Color.
Son un poco comunistas. Trate de no meterse en nada y asi Ud.
conservará su trabajo”. Sin embargo, ese trabajo no duró mucho y en
1976 me despidieron en una carta oficial que decía: “por falta de
recursos económicos ya no contaremos con sus servicios.”
Una vez cuando
regresé a Chile, en 1986, el poeta Omar Lara organizó una lectura de
poesía en el entonces Instituto de Lenguas de la Universidad de
Concepción. Pero repentinamente, porque estaba mi nombre y el de otro
escritor llamado S.M., una autoridad de ese Instituto impidió la
lectura porque -le comunicó al poeta Lara- “ambos tienen antecedentes
delictivos y políticos”. No sé si hasta ahora aquella autoridad que
nos negó participar aún enseña o ocupa cargos administrativos.
En todo caso aquel
suceso ya no importa, pero sí es bueno no perder la memoria aún cuando
han pasado 17 años de ese “frustrado recital de poesia”. El ejemplo es
para mostrar cuántas miles y miles de situaciones similares, que aún
siguen guardadas en la memoria de hombres y mujeres, de represión
solapada o abierta, ocurrían diariamente en todos los niveles de la
sociedad chilena bajo la dictadura militar.
Fue en octubre de
1973 cuando, justo entre el límite Talcahuano y Concepción, una
patrulla militar, armada para una guerra, detuvo el bus donde yo
viajaba a dictar mis clases en aquel liceo vespertino.
Desgraciadamente no tenía mi carnet de identidad (lo había perdido
hace un mes). Pasó un joven capitán a mi lado con una lista de
“subversivos y comunistas”. Era una fotocopia y distinguí el rostro de
Miguel Enríquez y otros más. Me miró. Miró las fotos. Yo no me parecía
a nadie de su fotocopia pero igual quedé arrestado por no tener
documentos.
Me subieron junto
a otros “sospechosos” a un camión militar. El camión, a una orden que
no alcanzamos a escuchar bien, partió hacia La Base Naval de
Talcahuano. Quizás nos llevabarían luego a la isla Quiriquina para
interrogarnos. A la mitad del camino, cambiaron la orden y fuimos a
dar a un retén de carabineros. Eran la seis de la tarde. En el patio
del retén nos hizo formar un teniente de voz agresiva. Nos hizo gritar
contra Allende. Cantar la canción nacional. Luego trotar alrededor del
patio. Luego en cuclillas saltar como sapos por media hora. Algunos
que tenían más edad se caían al suelo y el teniente los levantaba a
punta de culatazos de su fusil. O les daba puntapies por donde fuera
mientras les gritaba obscenidades. Finalmente nos pusieron en una
celda.
De repende vino un
hombre encapuchado acompañado de un carabinero armado. Lo traían para
reconocer “subversivos” entre nosotros. El delator, afortunadamente,
no reconoció a ninguno de los que dábamos vuelta en círculos, pasando
por la ventana de barrotes de la celda, en silencio y congelados de
miedo. Sin duda en otras celdas el delator reconoció a
alguien.
A eso de las once
y treinta de la noche, media hora antes del toque de queda, me
llamaron y un oficial me dejó en libertad. Salí de la celda. De los 10
que estábamos en aquella celda , yo era el primero que dejaban en
libertad. Desde ese retén debía tomar un bus hacia la casa de mi tía,
pero eran veinte para las doce de la noche. De seguro me encontraría
el toque de queda y quizás me volvieran a arrestar o disparar a quema
ropa. Le dije eso al oficial, y riéndose cruelmente me dijo, usando
nuestro curioso “Ud”. chileno : “Ese no es mi problema joven. Ud. verá
como se las arregla”.
Inexplicablemnete
nunca supe cómo, quince minutos para la medianoche, por la puerta del
retén pasó un bus semivacio. Lo hice parar y paró. Me abrió la puerta
el chofer pero no vi su cara. Subí adolorido aún por el brutal
ejercicio de dos horas que nos propinó aquel capitán en el patio del
cuartel. Más inexplicable hasta hoy día fue que el bus me dejó a
metros de la casa de mi tía. Ella estaba esperándome en la puerta
desde las nueve de la noche. Le conté la historia del cuartel y la
historia del bus. Me abrazó y me dijo, “Bueno, aquí le estabamos
esperando con esta sopita caliente que le hará bien”.
Sé que mi
historia no se compara con la de miles y miles de otros chilenos y
chilenas que padecieron el infierno en cárceles, casas de detención, o
campos horrorosos como el de Villa Grimaldi, entre otros. O la de los
familiares de detenidos desaparecidos que aún no saben qué ocurrió con
sus seres queridos.
Si aún recuerdo
esa historia después de 30 años es porque dejó cierta huella en alguna
parte del subconsciente y determinó de alguna manera lo que comencé a
escribir muchos años después fuera de Chile. Algo parecido le ha
ocurrido a mucha gente que vive en Chile o la que decidió quedarse en
otros países del mundo.
Aunque pasen 30 o
más años, la memoria no puede ser una estatua al olvido. Es que la
memoria no tiene punto final. Es un río que no podemos dejar que se
seque. De esas aguas deben beber también nuestras generaciones
futuras.
*Javier Campos es escritor y académico
chileno en EE.UU.