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Orillas del mundo andino para un país posible en
País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez

Por César Ángeles L.

 

 

 

 

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Esta novela magistral de Rivera Martínez (Jauja, 1933) da forma a una serie de asociaciones, vasos comunicantes y libres relaciones entre las dos grandes matrices históricas de nuestro decurso como país, desde la conquista española en los siglos XV-XVI. Desde entonces, como sabemos, el mundo andino, su cosmovisión y prácticas de diverso tipo, entran en proceso de intersección desigual y de subordinación con la cosmovisión y prácticas que llegan desde la Europa renacentista, específicamente desde España y Portugal.

En País de Jauja (1993) se continúa con las exploraciones sobre la cultura y la sociedad peruanas realizadas por tantos escritores y artistas peruanos a lo largo de los siglos. En este sentido, es una novela situada en nuestra contemporaneidad, pero que halla su vasto CAMPO RETÓRICO en todas aquellas obras que, desde la narrativa literaria, han venido indagado en las claves centrales de nuestro difícil e inacabado proceso como país, escindido desde la conquista entre el universo indígena (principalmente quechua) y el extranjero occidental (principalmente hispano).

De ahí que esta obra es un territorio verbal de la imaginación literaria adecuado para reflexionar sobre una serie de asuntos culturales de América Latina. Al menos en lo que concierne al universo de los escritores, críticos, y todos aquellos que se hallan más que iniciados en la novelística peruana y latinoamericana, esta obra representa un serie de valores estéticos, ideológicos y políticos, en línea con los finos análisis de intelectuales como José Carlos Mariátegui, Antonio Cornejo Polar o Beatriz Sarlo, por solo poner tres de los autores comentados por Patricia D’Allemand en su ineludible libro Hacia una critica cultural latinoamericana (CELACP & Latinoamericana editores, Berkeley/Lima: 2001. Los otros dos autores incluidos en este estudio, que queda a medio camino entre antología y genealogía fundacional de la crítica latinoamericana, son Ángel Rama y Alejandro Losada). No está demás recordar que País de Jauja ocupó el primer lugar de preferencias, según la encuesta realizada por la revista Debate sobre “Los Diez Libros de Narrativa Peruana de la década 1990-99” (donde también aparecen otros escritores de amplia trayectoria como Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso, Julio Ramón Ribeyro, Alfredo Bryce Echenique y Mario Vargas Llosa). Como para corroborar lo anterior, en 1995, la novela estuvo entre las finalistas del Concurso Internacional de Novela "Rómulo Gallegos".

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El relato, ambientado en la legendaria ciudad de Jauja,[1] empieza y termina de modo semejante, trazando una suerte de parábola temática y estableciendo una estructura circular que, finalmente, engloba las diversas acciones, diálogos, descripciones y reflexiones que se suceden entre sus más de 500 páginas (uso siempre la edición publicada por Peisa: Lima, 1993). El protagonista, Claudio Alaya Manrique (alter ego notorio del autor real, desde la sonoridad de los nombres), es un adolescente que, al comienzo de la novela, ingresa a un nuevo periodo vacacional, con el impasse de haber reprobado el curso de religión, conducido por un autoritario cura católico, el padre Warthon. Esta mala circunstancia, sin embargo, lejos de amilanarlo, le dará pie a que ensaye una serie de explicaciones sobre su disidencia respecto de la religión católica (y todo lo que ella implica en términos sociales y culturales, además), y que se abra a diversas aventuras, descubrimientos, encuentros y diálogos enriquecedores a lo largo de la trama novelesca.

Si consideramos que este personaje corresponde a una familia de clase media, serrana e ilustrada, de temple y tradición humanistas, el dato no es baladí. En efecto, Claudio es el tercer hijo de la familia Alaya Manrique. Sus hermanos son Abelardo, quien tiene afición por la historia, y trabaja como bibliotecario en la Biblioteca Municipal jaujina, y su hermana Laura, que estudia pintura en Lima. Ambos hermanos están vivamente interesados en el rescate del universo simbólico andino, y son personalidades democráticas que rechazan toda actitud discriminadora contra aquel mundo y sus poblaciones. Así, Abelardo querrá estudiar Derecho, en vez de historia, para hacer justicia en este país en favor de las mayorías. Por su parte, Laura se esmera en las técnicas de la pintura en procura de una estética indigenista auténtica, que retrate los paisajes y el mundo de la sierra del Perú. De este modo, nos introducimos en una de las líneas esenciales de esta novela: la adquisición de técnicas occidentales (la Historia, el Derecho, la Pintura al óleo) para reutilizarlas en función de objetivos peruanistas y democráticos con este tipo de personajes. Algo semejante ocurrirá con los ancestros de Claudio, pues su abuelo Baltazar Manrique fue organista en la iglesia de la ciudad, y recopiló y creó música tradicional andina mientras vivió, a la que el joven Claudio tendrá acceso en sus libres pesquisas por los papeles de su recordado antepasado.

El propio Claudio alternará la práctica y el estudio del piano y la música clásica (correspondientes a la alta tradición musical europea) con sus divagaciones literarias, las que plasma en cuadernos donde anota crónicas y relatos breves, acerca de la vida y los personajes jaujinos, así como sobre sus amores, su iniciación sexual y sus múltiples lecturas literarias. Se trata, también, de un personaje que, como sus hermanos, a quienes admira, sigue las huellas de la integración entre lo que viene de Europa con lo que pertenece a las tradiciones autóctonas.

Con  su madre, que también toca el piano, Claudio ha emprendido la tarea de registrar, cual un trabajo de campo de antropología y memoria musicales, los ritmos, danzas y prácticas artísticas del pueblo andino de aquella región de la sierra central peruana, para que quede registro escrito de todo ese bagaje de manifestaciones culturales, por las que guardan sincero y profundo amor. El padre del protagonista ha muerto hace años, pero en el relato se nos informa que fue maestro de escuela, y que tuvo una posición socialista, de crítica radical a las autoridades locales y del Estado peruano, por lo que padeció persecución y represión policiales.

En síntesis, de entrada, esta obra nos sitúa en el retrato de una sociedad de provincia serrana, donde, según se reitera en varios momentos, se han dado cita diversas influencias correspondientes a los citados dos grandes cursos o matrices de nuestra construcción como país, pero dando lugar  a un MESTIZAJE FELIZ, como feliz es también la infancia y la familia del protagonista. A lo anterior también contribuye la presencia de extranjeros y de personajes de la élite limeña, que se atienden de tuberculosis en el hospital de la ciudad, correspondiendo a la fama de Jauja como centro de recuperación de este tipo de enfermedades debido a su privilegiado clima.

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Toda esta sensación de plenitud y vitalismo que recorre las páginas no debe, sin embargo, llevarnos a engaños; ya que si bien se trata de una NOVELA UTOPISTA, [2] donde los microuniversos familiares de la sociedad jaujina apuntan a expresar un mestizaje de otro tipo, diferente de aquel otro, desgarrado, que usualmente ha caracterizado la historia y literatura peruanas, ello no implica una mirada ingenua o superficial sobre nuestra realidad. Por el contrario, hay diversos momentos y diálogos donde los personajes, como los citados de la familia del protagonista, contraponen la privilegiada historia de Jauja al resto de la sierra peruana, o al país en su conjunto.

En este sentido, retomando lo dicho sobre el campo literario donde se inserta una novela como esta, y a diferencia de otras novelas que van desde el indigenismo inicial hasta formas más complejas logradas por José María Arguedas, o incluso a las novelas de temática rural sobre la violencia política de los años 80-90, País de Jauja constituye un mundo particular, donde habita cierta utopía y mito redentores. Lo anterior evoca el pensamiento de José Carlos Mariátegui, acerca de que toda época porta un mito que impulsa a los hombres hacia su realización en la realidad. A diferencia del citado patrón de registrar los radicales conflictos de una realidad heterogénea y desigual como la peruana, esta novela propone en términos globales una suerte de redención y unidad en tanto PAÍS POSIBLE (parafraseando al historiador Jorge Basadre) [3], desde la simbolización literaria-narrativa. Esto constituye su marca de diferencia, a la vez que su aporte singular a nuestra tradición narrativa desde el universo andino.

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El círculo trazado desde el inicio se va a cerrar, 500 páginas más adelante, cuando el protagonista, de la mano de otros personajes y circunstancias, comparta como organista (declarado homenaje a su abuelo músico) la ceremonia religiosa postmortem que su familia organiza para dos tías -señoriales, memoriosas y con divagaciones alucinadas-  que acaban de morir. En la escena final, y luego de haberse aplicado en el órgano mayor de la iglesia principal de Jauja, Claudio decide alterar el programa de música religiosa compuesto por cantos católicos en latín, para insertar, sin consultar a nadie ni menos a ningún cura de la iglesia, el himno quechua que ha rescatado entre los papeles de su abuelo y que ha venido trabajando en secreto. De este modo, propicia una suerte de público homenaje, y también desagravio, a sus dos queridas tías (a cuyo modesto funeral no asistió ningún notable, por leyendas y chismes que se tejían sobre ellas), las que lo eligieron en vida como destinatario de sus recuerdos vitalmente caóticos sobre el pasado familiar y de la ciudad. En verdad, un sostenido ejercicio de MEMORIA INTEGRADORA, a nivel familiar y social, recorre estas páginas de principio a fin.

Además, con el mencionado homenaje a las difuntas tías, también se da la adhesión del protagonista (y no solo él) a una serie de valores y personajes que representan el amor por la CULTURA ANDINA y todo lo que llega a significar en el marco de nuestra historia inorgánicamente nacional. De allí que las escenas primera y final del relato novelesco se correspondan, en tanto ofrecen una común simbolización de una sociedad reconciliada, donde se viabiliza la articulación entre las influencias occidentales y las andinas. En verdad, la escena final no puede ser más pletórica. No solo por el registro narrativo acerca del ánimo de Claudio, mientras toca ensimismado –imbuido del aura que le otorga su pasado familiar y cultural–, y a su libre albedrío, el himno quechua de su abuelo, sino porque al terminar su intervención todos o casi todos los asistentes, empezando por su familia, lo felicitan sincera y efusivamente. Ha logrado expresar lo que persiguió siempre a lo largo de las múltiples escenas del relato: la integración de ambos cursos históricos.

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Jugando un poco con las palabras (algo que siempre viene bien), casi se podría decir que Rivera Martínez semeja a un Borges peruano en Jauja. [4] Sucede que en la novela, al tener el protagonista y su familia un decidido interés por la música, el arte y la literatura, concurren una serie de elementos y referencias eruditas sobre la cultura europea clásica. Mediante los múltiples diálogos y escenas desfilan ante nuestros ojos menciones a Mozart, Beethoven, la Ilíada, la Odisea, pero también a César Vallejo, José María Arguedas, Jorge Eduardo Eielson, la música indígena, los mitos quechuas, las leyendas andinas, el propio idioma quechua y su diglosia respecto del español (inclusive en un territorio como Jauja donde, por circunstancias sociohistóricas,  el quechua prácticamente fue extinguiéndose en beneficio del español), entre  muchos otros ejemplos.

Sin embargo, como bien refiere la conciencia crítica del protagonista, no todo es armonioso en esta sociedad. Existen personajes que representan el atraso y el conservadurismo: específicamente, representan el HISPANISMO más recalcitrante y desintegrador, como el cura Warthon, o simplemente la ACULTURACIÓN, como el peluquero ‘Palomeque’, quien sintomáticamente vuelve opaca su procedencia cultural citando frases en latín, y adornándose con un lenguaje ampuloso y barroco que denota su fragilidad real: su escindido, y escondido, sentimiento de No-Pertenencia a ningún lugar coherente.

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Una novela intensa, vital y de iniciación (desde la visón inexperta, en trance de madurar, del protagonista) como esta, no podía carecer de CONTRADICCIONES DRAMÁTICAS que la atraviesan de un extremo a  otro. De todas ellas, a continuación, deseo detenerme en algunas como las siguientes: dos lenguas confrontadas entre sí; dos tipos de música que se oponen dialécticamente; la contraposición entre religión (y cosmovisión) católica frente a la religión (y cosmovisión) andina; así como entre las llamadas ‘alta cultura’ y ‘baja cultura’;  la contradicción de Jauja como lugar más armónico, en relación al resto de la sierra peruana y su historia conflictiva en extremo; el contraste entre la literatura como ámbito de redención y el ámbito de la existencia, que aun con cierta armonía expresa contradicciones muy peruanas; la contraposición campo-ciudad, y la reivindicación política frente a la reivindicación étnica.

Confío en que la revisión de estos múltiples contrastes, partiendo de algunos pasajes seleccionados que considero claves en el relato, contribuyan a dar una mejor idea de la importancia de esta novela. Al mismo tiempo, lo anterior nos permitirá interactuar con algunos conceptos e ideas, a la vez que penetrar en el lenguaje y planteamiento de esta obra, la que, como queda dicho, delinea a su particular manera una perdurable contribución al gran tema de la identidad, desde la literatura, desde la novelística. La misma está narrada en segunda persona.

-  Dos lenguas confrontadas entre sí. Cuando Claudio Alaya, el joven protagonista, sigue a un grupo de músicos que ha venido de otras partes de la sierra, se detiene a observar al eximio arpista, Diosdado Canchapoma, que lo ha deslumbrado. Esto sucede al final de una fiesta religiosa, y al término de la celebración colectiva dialogan ambos personajes:

¿Cómo podía un hombre tan gordo, tan elemental, tocar una música tan hermosa? […] ‘Buenas noches, señor’, saludaste. Te miró sin sorprenderse y te respondió con cierta sequedad; ‘Buenas, qué quieres?’ ‘No quiero nada, sino decirle que me gustó mucho su Noche de Yauyos’ ‘¿Ah sí?’ ‘Me gustó, pero no sé, me pareció que era también música de otra parte’ ‘De acá no soy; apurimeño yo, de Talavera’. Era evidente que no hablaba bien el español, y que se habría sentido mucho más cómodo haciéndolo en quechua, pero por desgracia tú conocías muy poco el idioma vernáculo, que casi ya no se hablaba en Jauja. (Pág. 197)

- Dos tipos de música que se oponen dialécticamente. Cuando el protagonista se refiere a su abuelo músico, dice:

‘Componía villancicos y cantos religiosos, y disfrutaba de la música de Mozart tanto como  con los yaravíes y mulizas de Jauja, y también de Ayacucho y del Cuzco. ¿No acogió como huésped a un señor Alomía Robles, [5] que iba por toda la sierra recogiendo música andina, y después a una pareja de músicos franceses, de los que aún se acordaba tu madre, y que recorrían el Perú con la misma intención, y a los que ayudó en lo que pudo?’ (Pág. 37)

Asimismo, resulta clave este pasaje, donde dialogan Claudio y su madre, a quien compara, primero, con su maestra de piano y música clásica, la señora Chávarri, quien tiene poco afecto por la música tradicional andina (lo que caracteriza, en este personaje, cierta aculturación y, en cambio, fuerte apego a los patrones culturales occidentales):

Intuías, no obstante, que la aplicación atenta y correcta con que tocaba [la maestra] tenía mucho de escolar, y carecía del vuelo ambicioso que habías imaginado. Cuán diferente, en todo, de la manera desigual pero sensitiva, plena de recogimiento, con que lo hacía tu madre. (Pág. 49)

Este comentario (así como el anterior sobre ‘lo elemental’ en el genio del arpista Canchapoma) nos introduce de lleno en otro aspecto que retomaré más adelante: el contraste entre las llamadas ‘alta’ y ‘baja cultura’, y los significados que se les da a ambas en el presente relato novelesco.

Claudio rememora el primer diálogo sobre música con su madre (a los 9-10 años), luego de que interpretó algunos temas clásicos, cuando esta le dice al final:

‘Creo que llegarás  a amar realmente la música, como papá Baltazar’ (…). Tú preguntaste, luego de un espacio: ‘Esa pieza y otras que tocas, son muy diferentes de nuestros huaynos, ¿no?’ ‘Bueno’, dijo ella, ‘Se trata de dos clases diferentes de música, pero igualmente bellas, cada una a su manera’. Vio que no la entendías, y agregó: ‘Lo nuestro es la música de los huaynos, de los yaravíes, de los pasacalles, pero hay otras formas de música que también pueden ser nuestras’ (Pág. 50)

Redondeemos lo anterior, citando el pasaje final del mencionado encuentro entre Claudio y el arpista, luego de que este le tocara una melodía distinta a las que interpretó durante la fiesta religiosa:

No habrías de olvidar nunca esa música. ‘¿De dónde es? ¿Es música suya?’ Preguntaste. ‘¿De mi tierra, de la puna, taqui de donde yo soy es’ dijo el hombre, y prosiguió: ‘¿Pero este música, música de todos es, joven’ ‘¿Y cómo se llama?’ ‘¿No tiene nombre’. Guardaste silencio. Creías adivinar lo que el arpista quería decir, y por eso mismo te sentías aún más asombrado. Era como si hubiese dicho que la música andina era, a pesar de su gran diversidad, una sola, porque uno solo era su espíritu, y que por eso había podido componer un pasacalle a la manera de Jauja, aunque llevase también el sello de su tierra. Y como siguiendo un hilo de pensamiento, dijo todavía: ‘música nuestra como el aire, como el viento, como el aguacero es. Como el cumbre, como el luz’ ¿No había también en esas palabras algo de la letra y del espíritu del himno huanuqueño, así como de la filosofía de Fox Caro? (Pág. 99)

De tal modo, la praxis y la tradición musical, en estas últimas dos citas, nos sitúan al interior mismo de una cosmovisión milenaria como la indígena-andina, al mismo tiempo que se evidencia su contradicción dialéctica con otra música, otra cosmovisión, como la proveniente de Europa Occidental. Por otro lado, en el caso del arpista apurimeño, todas sus asociaciones afloran mediante su ‘hilo de pensamiento’; es decir, mediante su razonamiento, el mismo que se evidencia pleno de rasgos metafóricos y animistas, al modo de las culturas y lenguas indígenas. Una gnoseología Otra se va articulando en paralelo a la racionalidad moderno-científica, correspondiente a la tradición occidental, en estos pasajes de País de Jauja.

-Todo lo anterior, y específicamente la mención a la ‘filosofía de Fox Caro’ al final de la última cita, nos conduce y abre a la contraposición entre religión (y cosmovisión) católica frente a la religión (y cosmovisión) andina. En efecto, Fox Caro es un personaje importante en esta novela, pues es, de modo semejante al arpista, un personaje popular, sin instrucción formal, un carpintero que hace ataúdes, y que tiene una sensible filosofía de vida basada en la cosmovisión y religión andinas. Esto último le gana varios adeptos en Jauja, incluido el protagonista; pero, a la vez, le merece las iras santas del mencionado cura Warthon y su feligresía conservadora, fanática. He aquí un pasaje para ilustrar esta contradicción correspondiente al plano ideológico y al mundo cognoscitivo. Ocurre al momento en que Claudio le pregunta cuándo empezó a tener esos conceptos de reintegración con la naturaleza. Fox le contesta:

‘Fue una venturosa mañana de mayo de 1913, hace ya tanto tiempo (…) Volvía yo de una pequeña finca de mis padres en Huertas, y me detuve a observar las gotas del sereno en un retoño de eucalipto. Cada gota se veía tan pura, tan feliz en su transparencia, que me dije que lo mismo podía suceder con nosotros si sabemos abrirnos al aire, a la luz, al agua. Es decir, si sabemos volver a lo límpido, a lo natural, y con ello a la alegría. Y así se nos abrirá el camino hacia Dios, que es el universo todo. ¿No era así como pensaban nuestros antepasados?’ (Pág. 153: énfasis mío)

Lo anterior se redondea en la escena siguiente, cuando se contrapone el mundo representado por este personaje con el del catolicismo ultramontano que predomina en Jauja, al escribir Claudio sus impresiones, en su cuaderno personal, sobre su fugaz visita a las habituales sesiones que, en su casa, realizaba Fox con sus seguidores:

A la verdad me siento diferente, casi extraño después de haber asistido, de puro aventado como diría Felipe, a la reunión en casa de Fox. Una reunión que me hace recordar, por supuesto, esas de los cristianos primitivos, a escondidas, en la película Quo Vadis. Pero no para festejar el martirio ni la muerte, sino el aire, la luz, la alegría. Extraño acontecimiento en una casa toda llena de ataúdes, y de un señor como Fox, ‘zorro bondadoso y sabio…’. (Pág. 220)  

Acerca del rol de la alegría en esta novela volveré más adelante. De momento, quiero resaltar la metáfora final: ‘un señor como Fox, zorro bondadoso y sabio’, mediante la cual hallo un claro homenaje al Arguedas de El zorro de arriba y el zorro de abajo (concretamente, a la figura de ‘don Diego’, ese mítico zorro antropomorfizado,  que tiene el poder de regurgitar el alma e identidad de los migrantes enajenados en el relato arguediano). Es otra novela peruana que, como esta de Rivera Martínez, fabula una compleja modernidad andina, pero desde el Perú de los años 60 y durante la emergencia de esa ciudad hecha por migrantes, principalmente serranos, que es el puerto de Chimbote, en el llamado ‘boom’ de la pesca. La novela de Arguedas, sin embargo, poetiza de otro modo, desgarrado hasta sus límites extremos. 

- Justamente, el personaje de Fox también nos permite remarcar otro asunto que aprecio como central en las diversas contraposiciones ya anotadas, líneas arriba, de esta novela: la relación entre las llamadas ‘alta’ y ‘baja cultura’. Un ejemplo se ofrece cuando Claudio dialoga con Fox, y le dice lo siguiente: ‘Usted no habla como un carpintero, don Fox. Mi hermano dice que más parece un poeta…’ ‘¿Eso dice? Me alegro, muchacho, porque en realidad no soy más que un artesano, un hombre de pueblo que apenas si acabó la primaria’ (Pág. 152). Al final, volveré sobre estos conceptos.

- Casi al inicio, en uno de los pasajes más intensos y reveladores del trasfondo ideológico que opera en la novela, observamos claramente otra contradicción que plantea la realidad de Jauja, en tanto lugar socialmente más armónico, en relación al resto de la sierra peruana y su historia conflictiva en extremo. Sucede cuando Claudio, y su hermano mayor Abelardo, visitan al amigo de este, Mitríades, quien está a cargo de la morgue del hospital. En el relato, de sugerentes contrastes, este personaje -quien también se recupera de la tuberculosis en un ambiente laboral literalmente mortuorio- es el que porta la llama de la revolución socialista. Cabe evocar aquí, perfectamente, lo dicho por el poeta francés Antonin Artaud: ‘La enfermedad es un estado, la salud no es sino otro, más desagraciado, quiero decir más cobarde y más mezquino. No hay enfermo que no se haya agigantado, no hay sano que un buen día no haya caído en la traición, por no haber querido estar enfermo’.

Los tres personajes van a conversar al cuarto de Mitríades, pero, en el camino, este ‘Se detuvo un momento para orientar a dos mujeres de pollera que deambulaban por el vestíbulo, lo que hizo con mucha atención, en gesto poco frecuente en los costeños avecindados en Jauja, tan llenos de prejuicios contra los serranos’ (Pág. 76). Cuando los tres llegan al humilde cuarto de Mitríades, que exhibe en la pared la imagen de Karl Marx, la descripción de esta habitación nos da el carácter de su inquilino: suerte de espíritu monacal pero mundano, transido de sencillez proletaria, que otorga el tono humano y político del personaje: ‘algo tenía del refugio de un animal nocturno’, según concluye el narrador. Al instante, Mitríades le comenta y devuelve a Abelardo los libros Ruta cultural del Perú y El nuevo indio que este le había prestado de la biblioteca donde labora. Son libros del Indigenismo inicial, el de la Vanguardia: ‘Ya acabé el libro de [Luis E.] Valcárcel que me prestaste, y también el de Uriel García. Los leí casi de un tirón’ (Pág. 76). Abelardo le propone ‘cotejar esos puntos de vista con los de Mariátegui’, como para ponerlo en guardia contra cierta idealización del mundo andino, y acercarlo más bien al CAMPO INTELECTUAL del socialismo con base andina, según propugnaba el Amauta.[6] Con honestidad, Mitríades responde a Abelardo que hace lo que este le sugiere, pero que no le resulta fácil porque no acabó el colegio. Por su parte, Claudio evoca a su padre, también un hombre socialista, y sus vínculos con el movimiento obrero de la zona. De este modo, se propicia un tejido de relaciones interpersonales que dan un trasfondo rojo, a partir de estos tres personajes que tienen un peso específico considerable en el discurso ideológico establecido mediante el lenguaje literario en País de Jauja.

Como sabemos, entre otras razones por los análisis y argumentos del círculo bajtiniano, las interrelaciones entre literatura y sociedad nunca son directas ni mecánicas, pero son, existen, resultan ineludibles. A ello también se refiere, por ejemplo, Pierre Bordieu a propósito del concepto de ‘campo intelectual’: El autor no se conecta de modo directo a la sociedad, ni siquiera a su clase social de origen, sino a través de la estructura de un campo intelectual, que funciona como mediador entre el autor y la sociedad. (En “Campo intelectual y proyecto creador”. Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto). También Edmond Cross, el conocido hispanista francés y uno de los primeros teóricos de los estudios sociocríticos, utiliza el concepto de ‘mediación’ en tanto manera específica de trasponer al arte (de la palabra, en la literatura) las claves epocales en que se inscribe cada obra y autor.

En el caso del citado diálogo, en el proletario cuarto de Mitríades, se sitúa al lector en ciertas claves esenciales para entender la historia peruana contemporánea, y sobre todo para vislumbrar opciones de cambio desde el socialismo, durante el siglo XX. Mitríades refiere otra experiencia, al dar cuenta de su fugaz viaje a Huancavelica con el doctor Yáñez, y su visita a una hacienda de la familia de este médico: ‘Lo que vi no lo puedo olvidar [...] Me refiero a la pobreza de los indios, porque así es como los llaman a todos, y a la manera con que los tratan los hacendados’ (Pág. 77). Con lo que nos situamos en la realidad de las haciendas en la sierra peruana, ese ‘feudalismo primitivo’, según lo caracteriza el propio Mitríades (no muy lejos de Mariátegui). Lo que sigue, en el relato, dibuja perfectamente lo sucedido a lo largo de la primera mitad del siglo XX, terrible herencia colonial que escindió el Perú en dos (o más) realidades contrapuestas e irreconciliables: ‘Hubo un almuerzo campestre, y los indios atendían y miraban, y de rato en rato les tiraban un poco de papas, de restos de carne, de huesos, como si fueran perros…..No se imaginan ustedes el desprecio con que se refieren a ellos, cosa  difícil, porque aquí en Jauja la situación es muy diferente’ (Pág. 77: énfasis mío).

La cita nos proporciona uno de esos retratos duros y realistas propios del INDIGENISMO, y también me evoca aquel cuento inolvidable que es ‘El sueño del pongo’, de Arguedas, para el retrato simbólico –mediado– acerca de la referida escisión histórica del Perú. Sin embargo, retengamos la contradicción resaltada al final de la cita, entre esa realidad histórica oprobiosa, correspondiente a las mayorías de la sierra peruana, y Jauja, en tanto lugar ‘muy diferente’. Como queda dicho (ver nota 1), la propia historia de esta ciudad de la sierra central peruana le ha otorgado otras características menos dramáticas e integradas en tanto colectividad. Lo que no significa idealización alguna. El diálogo que sigue entre los personajes reunidos confirma esto, cuando Abelardo toma la palabra: ‘Es cierto, aunque allá arriba, en Yanamarca, hay todavía algunos fundos, aunque más son los cerros y la puna que la tierra laborable’. Mitríades le replica: ‘No, no hay comparación, porque aquí en el valle aun los campesinos más pobres tienen sus parcelas, por chiquitas que sean’. Es decir que en Jauja también hay diferencias, pero no del grado abismal y doloroso como en el resto de la sierra. Justamente, es en ese resto donde se inserta, como SINGULARIDAD UTOPISTA, la novela de Rivera Martínez, y le da su carácter Otro en el panorama de la novela peruana de temática andina.

El final del pasaje que comento es poderoso, porque afirma la opción del cambio radical mediante la violencia revolucionaria, en la línea clásica del marxismo, y por supuesto que será el personaje proletario del enfermero quien asumirá esta posición en la novela: ‘Pero alguna vez todo cambiará, estoy seguro, aunque el costo sea enorme’. Y Mitríades se puso de pie, por la excitación con que había hablado, y prosiguió: ‘Y Jauja es diferente por nosotros, por los enfermos’ (Pág. 77). Al despedirse, Abelardo reflexiona con su hermano Claudio sobre el diálogo, y sobre su amigo, diferenciando en este su sincera ‘emoción social’ de sus rencores ‘comprensibles en quien ha pasado experiencias como las suyas’, calificándolo, al mismo tiempo, de ‘inteligente’, ‘hombre generoso’ y gran lector (Pág. 78). Es decir, que el odio y violencia en individuos como Mitríades hallan su explicación, antes que su condena, en este fragmento que trata de la particularidad armónica de Jauja.

El desenlace final de lo anterior incide en la luz y en cierta reconciliación con el paisaje serrano, que simboliza también el talante distinto de ambos hermanos respecto del amigo que han dejado atrás. Abelardo le dice a Claudio: ‘Ahora miremos el paisaje’. Y tu hermano tenía razón, porque ya se mostraba el sol. Tomaron por un sendero, y [...] subieron  a la cumbre de la colina. Era tan bello el panorama, con los campos todos de un verde delicado, fresco, y la laguna de Paca [...]. Por un buen rato guardaron silencio’ (Pág. 78: énfasis mío). De esta manera se perfila otra actitud que va a concluir esta escena. Subyugado por la límpida belleza del momento, Claudio evoca a Elena, la bella y adinerada mujer limeña que se cura de tuberculosis en el hospital de Jauja, y quien, a su vez –en típica intertextualidad ya comentada de esta novela (Occidente-Mundo andino)– le evoca a Elena de Troya, por sus recientes lecturas de los clásicos griegos. Abelardo le dice: ‘Elena de Troya en Jauja, ¿qué te parece?’ ‘¿Y tú y yo mirando, como ella, desde las murallas’ ‘Pero no tenemos ante nosotros guerreros, ni buques ni murallas, sino una paz andina tan nuestra’ (Pág. 79: énfasis mío). Lo cual nos cambia, o precisa, la contradicción anterior por la de Occidente-Mundo de Jauja; donde el conflicto cede ante la unidad, en la línea utopista ya comentada que configura esta novela en relación con la realidad peruana, y en relación diferenciada con el campo retórico del indigenismo ortodoxo. El desenlace de toda la escena porta una posición y opción distintas respecto de la radicalidad y apasionamiento de Mitríades. Así dialoga Claudio con Abelardo:

‘¿Qué habrá querido decir con eso de que alguna vez todo cambiará?’ ‘Está convencido de que alguna vez habrá una revolución de verdad, muy cruenta, y que acabará con la injusticia’. ‘¿No es eso lo que pensaba papá?’. ‘Así es?’. ‘¿Y tú qué piensas?’. ‘Yo también lo deseo, pero no tengo esa misma fe’. ‘¿Por qué?’ ‘Por mi temperamento, y porque creo que la historia, así como la vida, no va en línea recta, sino como un río que da vueltas y se abre en meandros, que luego se juntan’. ‘¿Y?’ ‘Y que finalmente desemboca en el mar’. ‘No te entiendo’. ‘Es así, simplemente’. No supiste qué decir. (Pág. 78).

Es evidente la voluntad del autor de hacer de la elaboración de esta novela un espacio de diálogo entre los dramas vividos y los mundos imaginados a lo largo de nuestra historia, para resolver simbólicamente algunos de nuestros dilemas centrales y que continúan planteados hasta hoy. Es otra razón para relievar esta obra, como un logro sin par en nuestra literatura, y como un referente valioso para hacer visible aquel organismo desarticulado y todavía en trance de serlo que es el Perú, con sus atajos históricos. Atajos para no ser un país orgánico y viable, sobre bases democráticas y justas. Donde las diferencias culturales, sociales y de todo tipo cobraron una particular dinámica, en este país, en relaciones de TRANSCULTURACIÓN desigual, no recíproca. Y si es verdad que el Perú, y sus culturas, conforman una ‘totalidad contradictoria’, como bien conceptualizó Antonio Cornejo Polar, dicha totalidad queda aún lejos de significar unidad resuelta, o mínimamente un proyecto de convivencia armónica, en ‘paz andina’, como dice Abelardo en el pasaje comentado. Los cruentos sucesos más recientes de las protestas regionales contra el duro proyecto extractivista en marcha en el Perú, así como el desembozado alineamiento del gobierno de Humala Tasso con los intereses del gran capital multinacional, no hacen sino confirmar, una vez más, que la imaginación se adelanta a los hechos, y que, según la línea ideológica que recorre País de Jauja, la revolución socialista está todavía por construirse, por venir, y de una manera distinta a lo transitado a lo largo del siglo XX.

Considero que el pasaje comentado extensamente líneas arriba –que más allá de cierta armonía plasma contradicciones muy peruanas– también nos brinda suficientes claves y ejemplos para tener claro a qué me refiero con las contradicciones referidas al contraste entre la literatura como ámbito de redención y el ámbito de la existencia, así como también en relación con el contraste entre la reivindicación política frente a la reivindicación étnica.

- De ahí que deseo ir cerrando este ensayo con una última referencia, para comentar la forma cómo se expresa la contradicción entre las llamadas ‘alta cultura’ y ‘baja cultura’, así como la ya mencionada contraposición histórica en países como el Perú entre campo y ciudad. Me valdré de otro momento del diálogo entre los tres personajes vistos en la cita anterior. Esta vez, la escena ocurre en el gabinete que tiene Abelardo en la Biblioteca Municipal, donde están ambos hermanos, Abelardo y Claudio, cuando reciben la visita de Mitríades, en medio de una lluvia torrencial. Este y Claudio retoman un anterior diálogo sobre música clásica, pero Mitríades agrega lo siguiente:

‘Costeño como soy, me gustan los huaynos, aunque parezca mentira’. ‘¿Usted es limeño?’ ‘Así me dijeron’. Hubo un silencio. Afuera caía el aguacero, y entre rayo y rayo se oía cómo el agua corría por los canales de las tejas. ‘La lluvia es también algo hermoso’, dijo Mitríades…. ‘Me gusta la sierra, y creo que ya no me acostumbraría en Lima’, dijo el visitante. ‘Es curioso, porque casi todos los limeños que vienen por acá solo tienen en mente el regreso’. ‘Yo no’, dijo Mitríades con firmeza. (Pág. 169).

Con lo cual estamos ante un MIGRANTE al revés de lo usual en nuestra historia, ya que la costa es dejada atrás y se prefiere la sierra. En este personaje acontece una suerte de transculturación diferente, donde se prioriza el mundo andino sobre la herencia criolla-urbana y su carácter occidental-capitalista. Es, sin duda, el acento principal que gobierna esta novela surcada por ejes transculturizadores: el énfasis puesto en una modernidad y una alternativa utópica con base andina.

Dicha situación me permite evocar, nuevamente, la citada novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1969), de José María Arguedas, con la que establece un diálogo intertextual notable. Al menos en lo que toca a personajes arguedianos como ‘el gringo’ Maxwell, quien también se reinventa a partir de su vínculo sentimental y matrimonio con una indígena puneña. Maxwell critica radicalmente la presencia de curas norteamericanos en el Chimbote de los años 60, acusándolos de querer imponer su cosmovisión occidental, en lugar de abandonarla y subsumirse en la tradición andina durante el mestizaje conflictivo y desigual que se está produciendo y relatando en los Zorros. Maxwell representa la unidad de la dualidad, el religamiento bajo una perspectiva modernizante y democratizadora. Abandona los Cuerpos de Paz, una organización de voluntariado norteamericano que hacía obras de caridad en el puerto de Chimbote, al entender que, en los hechos, era una agencia del lado del Estado y mentirosa en su populismo. En su polémica con el cura Cardozo, al final de la novela, Maxwell representa la radicalidad a la que no se atreven a llegar algunos. A diferencia de otros curas norteamericanos que vuelven a su país, tarde o temprano, él decide quedarse y celebra su salida del Cuerpo con un baile en el prostíbulo chimbotano. Este personaje es no solo un desclasado, sino que asume la posición de los de abajo, se reinventa, y simboliza el ideal arguediano de diálogo e integración entre esa parte sana del occidente capitalista, y la milenaria cultura quechua, anclada en la MIGRACIÓN y sus problemas contemporáneos en una ciudad emergente de la costa norte peruana.

Volviendo a País de Jauja y a la última escena citada, con Mitríades y los hermanos Alaya Manrique, aquel giro entre CIUDAD y CAMPO que se produce con aquel, en el plano más individual y humano, también acontece en un plano mayor, cuando la ciudad de Jauja sea contrapuesta, en el relato, a las grandes ciudades de la modernidad capitalista, evocándose la presencia de extranjeros que provienen de Europa o Estados Unidos y que llegan a Jauja para curarse de TBC. Estas visitas dieron el marco cosmopolita al proceso constitutivo de Jauja, en suerte de laboratorio-mundo para una nueva manera de integrarse a la modernidad occidental con bases propias. Abelardo y Mitríades conversan así: ‘Jauja es un caso muy especial’. ‘Y para no ir tan lejos, muy diferente de Huancayo, con sus hacendados, sus comerciantes, su feria y sus miles de indios piojosos’. ‘Y su comercio tan activo’. Mitríades se levantó para mirar por la ventana, porque acababa de caer un rayo muy cerca, y hubo como un resplandor en la oficina (Pág. 170). Pareciera que inclusive el paisaje violentado por la tormenta acompaña las revelaciones íntimas de estos diálogos.

Más adelante dicha conversación prosigue de esta manera, y nos asiste para remarcar lo que venía diciendo:

‘(En Jauja) hay pues gente de todo el mundo’, continuó Mitríades…. ‘Bueno, pero el otro día comentábamos contigo que esa nueva medicina [contra la TBC] que han descubierto significará el fin de Jauja como ciudad-sanatorio’. ‘Claro, pero quedará algo así como una huella, una marca profunda y duradera’. ‘Supongo que sí, Mitre’. ‘Pero incluso si nos fijamos en los propios jaujinos, encontramos un modo de ser distinto. Es gente muy preocupada por la educación. Y tienes asimismo el caso de la música y los bailes, como este joven y su señora mamá deben saber muy bien. El tumbamonte, por ejemplo, con toda esa elegancia y señorío que más parece un baile de salón’ (Pág. 170).

Todo lo cual nos sitúa en la contradicción dialéctica entre COSMOPOLITISMO y AUTOCTONISMO en la realidad ficcional que plantea esta novela de Rivera Martínez. Es decir, dentro del marco del modelo capitalista, el eje ciudad-campo, referido líneas arriba, se ha intersectado, ampliándose al plano internacional, con el eje Centro occidental-Periferia americana (o andina), durante los trasvases que da cuenta el flujo discursivo de Mitríades en su diálogo con ambos hermanos.

- En relación con lo anterior, concluyo mi lectura de esta novela remarcando otra línea que ya planteé a propósito del personaje de Fox Caro. Se trata de la sabiduría renovadora por la que se apuesta en la obra, y que viene, principalmente, desde el pueblo, y desde aquellos que conectan con su tradición y su pensamiento: esa parte frecuentemente negada en países como el Perú, cuya historiografía oficial ha solido preferir los conocimientos provenientes de la civilización occidental, en desmedro de cualquier conocimiento nativo, proveniente de las culturas autóctonas. Es el caso de Fox Caro y su posición desde la cosmovisión mítico–mágica del universo andino quechua. Es el caso, también, del joven escritor y músico Claudio Alaya, cuando continúa el camino y las pesquisas de sus antepasados, como aquella de su abuelo organista. Y será también el caso de este central personaje que es Mitríades, quien desdeñando su procedencia capitalina, prefiere resituarse en el paisaje y tradición serranos, sorprendiendo al protagonista con reflexiones que llaman su atención.

Luego de escuchar la última intervención de Mitríades, Claudio piensa para sus adentros:

Te sentías perplejo, pues no esperabas semejantes reflexiones en boca de un limeño y guardián del mortuorio del hospital, con apenas dos o tres años de primaria, y expósito por añadidura. Debió adivinar lo que pensabas, porque se volvió hacia ti y dijo: ‘Te sorprende que alguien como yo se exprese así, ¿no?’ ‘Tú no eres ignorante, y tienes un trabajo’, protestó Abelardo. Mitríades se rio, de esa manera suya, casi sibilante, y dijo: ‘Tú bien sabes la miseria que me pagan, y solamente desde hace dos meses, porque antes ya les parecía mucho, a Morales y a su adjunto, con darme techo y comida’ (171).

Dicho sea (no tan) de paso, no hay que ser muy perspicaz para reparar en que la realidad económica de este personaje corresponde a la de muchos peruanos y peruanas, aun en la actualidad (y en plena ‘gran transformación’ del régimen cívico-militar-populista que nos gobierna). Mitríades continúa:

‘Y es justamente porque Jauja es un sitio tan especial que puedo conversar con ustedes de igual a igual…. En otro sitio habría sido un tísico de mierda, y nada más’. ‘En todo caso, nosotros no tenemos nada de ricos’, precisó tu hermano. ‘Ya lo sé, pero ustedes están en su tierra, viven en casa propia y son gente leída…’ ‘Clase media baja de provincia serrana, con ciertas aspiraciones intelectuales…’, dijo tu hermano. ‘Es también por ese carácter tan particular’, continuó Mitríades, ‘que aunque me cure de la tisis, no pienso volver a Lima’. Siguió un prolongado silencio, que por momentos cortaban los truenos, aunque ya un poco alejados. (Págs. 170-171). 

7. FINAL   

Si Gabriel García Márquez escribió esa conmovedora novela El amor en los tiempos del cólera (1985), Edgardo Rivera Martínez ha escrito esta otra, que nos refiere, como se aprecia en los diversos pasajes citados, las diferentes contradicciones que atraviesa un país como el Perú. Donde se trata de la utopía de un proyecto común como sociedad, representado mediante la vida de diversos individuos que en una ciudad como Jauja, caracterizada a mediados del siglo pasado como ‘ciudad-sanatorio’ para los tísicos, hallan alguna forma de redención, con la única condición que, como los personajes mencionados en esta parte final, beban de las raíces propias, de la sabiduría popular, de esa suerte de amor en los tiempos de la tuberculosis. En clave alegórica, podemos entender, además, la representación literaria de una historia peruana donde, precisamente, los abusos e injusticias desde el poder han llenado de sangre los pulmones de este territorio nacional, los de sus mayorías, y tal proceso insano ha asfixiado muchas de nuestras relaciones interpersonales. La simple búsqueda de una redención (sanación) de tal historia, mediante una impostergable revolución social, de verdad democratizadora, y que como toda revolución esté inspirada en el amor, es capaz de reordenar tanto el mundo colectivo como el mundo personal de quienes habitamos este territorio. Para ello, conviene REPENSAR UNA SERIE DE CONCEPTOS que limitan nuestra mirada sobre las características y presupuestos para dicho cambio. Tal ha sido el objetivo principal para revisar algunos pasajes de este relato novelesco, ya que mediante este ejercicio crítico se nos fue revelando lo nuevo que se halla, como objetivo y apuesta, en una gran novela como País de Jauja.
 
Así, por ejemplo, en la última escena comentada se plantea el debate sobre que, seguramente, buena parte de lo que se considera ‘alta cultura’ tiene una serie de limitaciones para visualizar el horizonte renovador que portan las fuerzas sociales más antiguas en el Perú. Y, por el contrario, que aquello que se considera ‘baja cultura’, aquello que se ha venido forcluyendo de los aparatos institucionales de lo que, convencionalmente, se llama ‘cultura’, tiene quizá las moléculas necesarias para viabilizar la regeneración de este país y su historia rasgada. En concreto, en la línea de tantos otros escritores y artistas del CAMPO INTELECTUAL DEMOCRÁTICO, es un llamado para considerar que lo que ha solido despreciarse como ‘prejuicios’, ‘pensamiento arcaico’ o ‘folklore’ en el Perú, al provenir de las culturas vencidas durante la Conquista, ha de revalorizarse en tanto conocimiento y sensibilidad diferentes, pero válidas y pertinentes para fundar entre nosotros un socialismo de nuevo tipo, que no solo evite ser calco ni copia, como quería el Amauta, sino que se diferencie centralmente de cualquier proyecto de modernidad que esté sujeto por el corsé del eurocentrismo, o de una visión maniquea de lo que es la modernización bajo parámetros capitalistas.

En estas orillas del mundo andino en la escena internacional, es donde País de Jauja potencia su mensaje más hondo y su aporte trascendente, y, por supuesto, se vincula con todos los otros caminos transitados por tantos individuos y colectividades, en todo tiempo y lugar, dentro y fuera del  Perú. De ahí que esta novela sea no solo pertinente para abordar y sintetizar los diversos temas puestos aquí de relieve, sino que resulte muy recomendable para pensar y, sobre todo, poner en práctica las ideas nuevas sobre nuestro destino individual y como colectividad. En la utopía feliz que subyace sin ingenuidad, con base material e histórica, en esta novela sobre Jauja, quizá hay que jugar un poco con las palabras y decir que las dos sílabas del topónimo (unidas por la u) no se nos aparecen como mera contingencia verbal, sino que sintetizan algo que es común en sus más de 500 páginas: la alegría de vivir, el humor, la risa que otorga una serie de sucesos, relaciones, y sobre todo la mirada adolescente, desde la inserción plena con su familia, con su entorno social y con su época, del narrador y protagonista Claudio Alayo. El mismo que, no en balde, se va forjando, mediante sus experiencias iniciáticas y concretas (sensoriales), como escritor y músico; es decir, como un artista adolescente que va aprendiendo a andar con ambos pies sobre esta tierra, la tierra novelesca donde la alegría fue posible, una alegría tangible, armada con verdad y esperanza concretas.

 

 

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NOTAS

[1] Jauja es una ciudad de la sierra central del Perú (departamento de Junín). Acogió, en su momento, varias expresiones culturales preincaicas, incluso a los huancas, los más rebeldes al imperio inca. Francisco Pizarro la fundó como Santa Fe de Hatun Xauxa, por su inicial denominación quechua. Fue sede de enormes tampu (depósitos) donde los incas acumularon alimentos, vestimentas y riquezas, y fue la primera capital del Virreinato del Perú, antes que Lima. Jauja fue reconocida por su clima seco, especialmente beneficioso para los enfermos de las vías respiratorias y tuberculosis. Su hospital acogió a muchos residentes españoles que iban para atenderse. Al ‘Sanatorio Domingo Olavegoya’ acudieron enfermos de muchas partes del mundo, que hicieron de Jauja una ciudad pequeña pero muy cosmopolita. La riqueza de estos vecinos ocasionales la hizo célebre y se reforzó la leyenda del "país de Jauja", y la expresión "Esto es Jauja", para un lugar con riqueza y vida fácil. En verdad, la historia de esta ciudad es muy particular, pues debido a lo narrado, y por vivir sobre todo del comercio, tuvo un desarrollo bastante autónomo, del que no gozó el resto de la sojuzgada sierra peruana. Todo lo cual permitió un mejor hábitat social a sus pobladores.

[2]  Con los términos ‘utopista’ o ‘utópico’ me refiero, en sentido positivo, a aquello que social e individualmente se constituye como un proyecto necesario, viable e impostergable de ser llevado a cabo en al realidad.

[3] Cf.: su libro Perú problema y posibilidad (1931; reeditado con un apéndice, en 1978, con "algunas reconsideraciones 47 años después"). Este ensayo de síntesis de la evolución histórica del Perú es, sin duda, uno de los libros claves sobre la peruanidad.

[4] Resulta por demás pertinente este comentario de Patricia D’Allemand, en su citado libro Hacia una critica cultural latinoamericana, acerca de Beatriz Sarlo y su estudio Una modernidad periférica: Buenos Aires 1920 y 1930 (1988): Uno de los aspectos de Borges que más sugestivos encuentra Sarlo es el de sus ‘orillas’ porteñas, ese margen criollo donde se funde pampa y ciudad; con esta invención, Borges interviene al menos en dos debates: el de la identidad nacional en que el sistema cultural argentino está empeñado en ese momento, y el de la articulación de este último al campo intelectual internacional. Las ‘orillas’ porteñas de Borges son a la vez ‘…las orillas de la literatura universal, [que es] pensada como espacio propio y no como territorio a adquirir’. Borges propone una fórmula de universalidad para la  literatura argentina a partir de sus orillas criollas, a la vez que ‘…acriolla la tradición literaria universal…’ (165). Estos conceptos no solo brindan el marco interpretativo para el título del presente trabajo, sino que ubican algunos temas de debate que abordaré en los acápites siguientes.

[5] Daniel Alomía Robles (Huánuco, Perú, 1871 - Lima, 1942) fue un reconocido compositor y musicólogo peruano, autor de la famosa composición El cóndor pasa.

[6] José Carlos Mariátegui –una de las varias presencias inspiradoras en este libro– formuló la interrelación dialéctica, y revolucionaria en su tiempo, entre los conflictos de etnia y clase; centrando, por cierto, en la ‘clase’, en plena coherencia con su análisis marxista y su posición socialista, partiendo siempre desde la realidad concreta del Perú.

 

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POSTFACIO. Enlaces recomendados:

- Sobrevilla, David. País de Jauja: novela multicultural
http://www.ifeanet.org/publicaciones/boletines/28(2)/295.pdf

- Rivera Martínez, Edgardo. País de Jauja o una utopía posible
http://www.ifeanet.org/publicaciones/boletines/28(2)/287.pdf




 

 

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Orillas del mundo andino para un país posible en "País de Jauja", de Edgardo Rivera Martínez.
Por César Ángeles L.