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Presentación Caja de resonancia, de Constanza Anabalón
La Calabaza del Diablo, 2016
Por Alejandra Costamagna
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Constanza Anabalón escoge una cita de Alejandra Pizarnik como epígrafe para ésta, su primera novela. Dice Pizarnik: “Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos”. Esta caja de resonancia es, ya lo veremos, un libro escrito desde la herida. Pero acaso sería más adecuado decir desde la cicatriz. Una suerte de grieta que ha quedado incrustada en la piel y en la memoria, y que nos hace pensar, junto con la protagonista, que “el infierno es olvidar”.
En una suerte de prefacio de este libro dedicado a su tía, Constanza Anabalón Tohá reproduce las palabras de Beatriz Tohá Grau. Cito uno de los párrafos, que dan luces de lo que vendrá en las siguientes ciento y tantas páginas:
“Me gusta imaginar que existe una memoria que retiene la huella de lo que será y de lo que ha sido, siempre con nuevas versiones, nuevos significados y nuevas lecturas. Universos que se construyen y reconstruyen, oscilan, se expanden y crean nuevos registros, nuevas copias de un original que se proyecta al infinito. Pero entonces la pregunta, ¿cómo se agregan las reescrituras? ¿Qué queda de la anterior con cada giro? ¿Cuál versión es la verdadera? Si la “versión verdadera” es la suma de todas las versiones, ¿cuándo, en qué momento se hace la suma? Entonces el tema de la escritura, la verdad y la memoria me ronda continuamente”.
Este libro fronterizo -que va de la poesía a la novela, pasando por el diario íntimo y la bitácora de unos días atravesados por la enfermedad- no sólo viene a reparar una desgarradura sino también a hacerse cargo de esa trenza entre “escritura, verdad y memoria”. Son esos los ejes de este libro dividido en tres partes. Poemas breves que se internan en la novela, que la atraviesan, como si de pronto hicieran un alto en las acciones y nos dijeran, otra vez con Pizarnik, deténgase, “escribir es reparar la herida fundamental, la desgarradura”. Que nos recordaran que “todos estamos heridos”. Y entonces nos reabrieran el paso a esta historia memoriosa de otra Alejandra, la narradora, Alejandra Arístegui, hija de la doctora Basualto, sobrina de una tía secretamente escritora, que vivió en una antigua casona de la calle Antonio Varas, que tocaba el piano, que en el presente de la narración ha muerto y que deja a Alejandra perpleja, asomada por primera vez a una pérdida de esta magnitud, desgarrada.
La primera escena de la novela nos presenta el estado de las cosas:
“Éramos los náufragos del año nuevo. Nos veíamos medios desparramados en los sillones, como forzando una cena que en realidad era de los muertos. Estaba mi prima (nacida un 12 de noviembre, tres días después que mi mamá), mi primo segundo y mi sobrino dos años mayor que yo. Los únicos que llegaron a tierra firme. Sólo nos faltaba un parche en el ojo y beber ron de la botella”.
Y más tarde, la narradora describirá las estrategias de estos primos sobrevivientes aquella noche de naufragio y concluirá que “intentábamos desesperadamente sentirnos en casa”.
Esa voz plural de la narración nos conduce por una senda generacional, la senda de los hijos, los primos, los sobrinos, que observan el universo de los adultos desde un lugar periférico. Un lugar que, sin embargo, tras las muertes, los abandonos, las partidas de los adultos, pasa a ser cada vez menos marginal y les exige, a su manera, convertirse en los protagonistas de estos vestigios de la historia que ahora les corresponden. Entonces la narración va y viene en el tiempo, entre un presente postdictatorial marcado por el desencanto y un pasado turbio, en el que hay exilio y retorno y alegrías que ya vienen pero que finalmente no llegan. Así lo atestigua la protagonista. Dice:
“Nuestros padres y tíos andaban exaltados y felices, pensando que la alegría ‘ya venía’. Eslogan que, entrado el siglo XXI, pudimos desmentir de forma triste y oscura”.
Y luego acotará:
“La alegría nunca llegó porque ellos la secuestraron”.
Pero la forma en que Constanza Anabalón incorpora el contexto político y social de la época en que ambienta esta historia es siempre desde el plano “micro”. Desde el puertas adentro, desde la intimidad. Mientras la alegría ya viene, los padres se separan. El enfoque siempre estará en el detalle, en la minucia, en una suerte de épica de lo cotidiano. En algún momento, por ejemplo, la narradora recuerda que en su infancia escuchaban los casetes regrabados mil veces con música de Silvio Rodríguez, Joan Manuel Serrat, Joan Báez, Isabel Parra o Víctor Jara. Pero lo que ha quedado grabado en su memoria es el sonido del momento exacto en que el casete entraba por la rendija. Dice: “Imaginaba que había un pequeño cantante allí dentro, y ese clic era su carraspeo antes de comenzar”.
Hay acá una suerte de posta de protagonismos, donde los hijos/sobrinos van tomando el lugar de los padres/tíos poco a poco. Así lo vemos en un viaje inicial en que la narradora asume nuevamente la voz plural para dar cuenta de este futuro reposicionamiento. Escúchenla: “En el viaje de ida sólo los dejamos hablar a ellos. Fue un lindo gesto. Hicimos un trueque frente a ese silencio impuesto por casi veinte años. Además, ninguno de nosotros quería hablar. Sólo reír y comer. Como la gente normal”.
Y es así, “como la gente normal”, que la protagonista va internándose también en los placeres y los dolores que afectan a la gente normal. La primera relación y su fracaso, la separación de los padres, la muerte de la tía, la muerte de la madre. Aunque la presencia de la tía es un eje fantasmático en todo el libro, la muerte de la madre es la que parece congelar la historia y marcar un punto de inflexión en ella. En una de las escenas más conmovedoras del libro, el doctor anuncia a la protagonista que el edema pulmonar de su madre le ha causado un paro cardiorrespiratorio. Y que ahora está con compromiso vital. Y agrega que “están haciendo todo lo posible” por salvarla. La narradora escucha las palabras que salen de la boca del médico y masculla para sí misma:
“¿Todo lo posible? ¿Cómo todo lo posible? No te veo sudando sangre, corriendo por el pasillo, llamando a gritos a las enfermeras. ¡Código azul, código azul, la doctora Basualto, madre de Alejandra Arístegui, se está muriendo! ¡Traigan a todo el personal del hospital ahora mismo! ¡Llamen incluso a los médicos que no están de turno, a todos! ¿Estás haciendo todo lo posible, hijo de puta? ¿Realmente lo estás haciendo? ¿O sólo te paseas por las salas de urgencia bamboleando tu estetoscopio como si fuera un falo? ¿Vas meneando el fonendo mientras les haces ojitos a las enfermeras, y ruegas para que el turno acabe pronto? ¿Y que ojalá nadie se muera porque te da una lata inmensa hacer el certificado de defunción? ¿Cómo un médico como tú va a andar haciendo papeleo?”.
Dice la narradora que dijo Pizarnik que después de Vallejo todo es llanto casual. Dice ahora la narradora con total seguridad que, después de la muerte de las madres, todo es llanto casual. Tras esta pérdida, vemos aparecer un recuento de frases comunes. Frases posibles, que acaso escuchamos como una canción gastada en cada misa fúnebre, en cada sepelio:
“Hicimos lo que pudimos.
Dios sabe por qué hace las cosas.
Tome un pañuelo.
Estamos acá para lo que necesite.
Hay una capilla en el primer piso, por si…
Fue una gran mujer.
Los caminos del Señor son insondables.
Fuerza, mucha fuerza.
La vida sólo nos pone los obstáculos que podremos superar.
El amor de Dios es maravilloso.
Si se llevó a su hija a su Reino, por algo será.
Sé cómo te sientes.
Podrás salir adelante”.
Éste es un libro acerca de la sobrevivencia. Y también acerca de volverse padres de los propios padres. Dice la narradora:
“Los hijos somos como una caja de resonancia de sus padres.
Atravesados por el suave sonido inicial,
No piensan que el eco puede durar para siempre.
Me sé de memoria tu melodía, mamá.
Tanto es así que ya no sé cuál es la mía propia”.
La idea que hay detrás de estos versos (recordemos que este libro es una cruza de novela y poesía y memoria y documento) es la que sintetiza, para mí, el sentido completo del libro. Los hijos como la caja de resonancia de los padres. El eco de los padres rondando en cada palabra, en cada paso de sus descendientes. Y en este caso no sólo los padres sino también los tíos. La tía, en particular. Hay un paralelo permanente entre estas dos figuras protagónicas: la madre y la tía, que tienen veinte años de diferencia (la tía es la mayor). Dice la narradora: “Mi tía fue brutalmente torturada. Mi madre no se enteró. Mi tía fue exiliada. Mi madre quedó atónita. Mi tía regresó. Mi madre entendió todo”. Habrán sido también dos lugares opuestos los que ocupen madre y tía el 11 de septiembre de 1973. Pero la pérdida de cada una horadará acaso con la misma fuerza el corazón de la protagonista. Escúchenla otra vez:
“Ella le ponía la cuota de cordura, con ella perdí a dos madres.
Ahora sólo queda el silencio y la locura.
Quien pone la voz de cordura ahora es ése,
el que se pone hasta las trancas y come tierra de hojas a medianoche.
Sin una son menos dos.
Hace mucho que soy huérfana sin certificado”.
Ya lo vemos: algunas escenas de este libro son como fotografías congeladas. Como si hubiera cierta reticencia a subirse al carro de la acción para correr grandes velocidades. Lo que nos presenta esta Caja de resonancia son más bien instantes congelados en el tiempo, momentos puntuales, a veces tocados por un destello de humor que los ponen a salvo. Veamos algunas fotografías:
1. “De un segundo a otro, la casa está desnuda. En un momento mis padres discutían, se odiaban, las puertas volaban, la casa nos apretaba con sus paredes imponentes, latían, se angostaban y agrietaban. Las escaleras se deshacían en disculpas, los vidrios tintineaban, toda la casa gritaba, daba alaridos de dolor. El abandono te hiere de forma animal, decía la casa mientras fumaba en el antejardín. Luchaba con furia por mantener sus cimientos en pie”
2. “Tu padre se fue de la casa. Tu papá se fue con una puta. / La casa vacía. / El patio sin padre ni perro”.
3. “Mi hermano se puso a ver monitos en la tele y yo me aburrí a los cinco minutos. Empecé a buscar qué podía hacer, y llegué hasta una pieza que estaba en el primer piso, al lado de la entrada. Siempre la había visto sólo por fuera. Entré y encontré millones de libros desparramados por todas partes, dos escritorios repletos de libros y al fondo había un armatoste tapado con una sábana. Me acerqué y cuando tomé la sábana para tirarla, llegó mi tío. Le pregunté si podía sacar la sábana, asintió y me dijo que me apurara, que mi tía se molestaría si nos veía. Un piano, le dije. Asintió de nuevo. ¿Por qué está escondido, tío? Porque ya nadie lo toca, me respondió ¿Y por qué?, le pregunté. Porque a veces los sonidos pierden el sentido, y es mejor dejar de escucharlos, me respondió. Yo feliz lo escucharía, le dije. Quizás algún día vuelva a sonar, monstruito”.
4. “Yo soy la caja de resonancia universal. / Somos miles, millones de cajas que rondamos los parajes más sórdidos de la cuadra. / Las vibraciones atraviesan nuestros cuerpos, / Tambaleamos y andamos a tientas intentando no caer. / Así es la vida de una caja de resonancia. / El lugar donde convergen los gritos, / deseos, y desdeseos, / sosiegos y desasosiegos, / vida y muerte/ de cada componente de esta orquesta. / Si toco mi propia melodía, / ahogo a las demás. / Como buena caja de resonancia espero al diapasón final”.
Y el diapasón final acaso sea el sonido de aquellos que jamás se han ido. “Esto es lo único que nos queda, la memoria y el origen. Cuídalos”, ha escrito la tía. Y la sobrina ha recompuesto sus palabras para que no se borren. Este libro, esta caja de resonancia, viene a ser el objeto que resguarda esa memoria, ese origen. Y que al mismo tiempo lo amplía en una dimensión propia, que es también la dimensión de lo ficticio. La dimensión de los tiempos y los espacios alterados. De las otras vidas posibles que habitan esta vida. Alejandra Arístegui / Constanza Anabalón Tohá escribe hacia el final, en un epílogo: “Encontrémonos en tus textos, que también son los míos. Quizás ahora en el pasado estás leyendo estas letras, en el hermoso patio que tenías en tu casa de Antonio Varas. O desde el balcón que alcanzaste a habitar unos meses”.
Quizás ahora alguien está leyendo estas letras, las letras de esta caja de resonancia de la escritora Constanza Anabalón.