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Vibraciones. Caja de resonancia de Constanza Anabalón Tohá
Por Gilda Luongo
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“La fidelidad al pasado no es un dato, es un deseo”.
Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido.
“Sigue escribiendo”, “escribe”, “¿por qué no escribes?” resuena en mis oídos parte del epílogo de la novela Caja de resonancia de Constanza Anabalón Tohá. No, no es un personaje el que pronuncia estas palabras, es la imaginación de la autora que responde en/desde la escritura a su tía, la mujer muerta de cáncer, una sujeto que abre una genealogía trazada por el vínculo familiar, uno de los modos en que se manifiesta el lazo social, ese que nos arma y desarma y al cual nos arrojamos a pesar del riesgo que este implica. La autora responde con “el intento de novela” a la provocación escritural de la otra, quien ofrece como acicate una textualidad hecha de fragmentos, retazos de memoria que vuelven y alimentan los mundos posibles. Dialogismo entre deseos o pulsiones escriturales de mujeres autoras que me ponen de lleno a pensar en la memoria, en el trabajo con/desde la memoria. “La fidelidad al pasado no es un dato es un deseo.” (Ricoeur, 633) me digo, mientras escucho un eco interminable.
La novela como armazón ofrece pensar en unas cuántas provocaciones. Una estructura sugerente, cargada de sentidos, armada con una dedicatoria breve, condensada en la escritura misma, un espejeo: “A mi tía”. Dos para-textos, epígrafes, que hablan de elecciones o escogencias vibrantes de sentido como autorías y pensamiento: uno, Pizarnik poeta argentina, quien refiere a la herida de cada uno/una, a su (im)posible reparación en la escritura del poema, el segundo, de Gastón Soublette, musicólogo y pensador, cuya cita refiere al nombre de la novela y su reverberación como sonido. Luego, una entrada en la escritura del fragmento, de la tía de la autora, que piensa en la memoria, se pregunta anhelante por el presente-pasado-futuro y su duración o permanencia en el tiempo y en aquello que construirá versiones de lo que ocurrió en un presente en fuga permanente: universos, registros, copias de un original que se repiten hasta el infinito, de modo inacabable, borgeanamente. La sujeto viva, se pregunta inquieta: “¿cómo se agregan a la escritura?, ¿cómo se agregan las reescrituras?, ¿Qué queda de la anterior en cada giro? ¿cuál versión es la verdadera? Si la “versión verdadera” es la suma de todas las versiones, ¿cuándo, en qué momento se hace la suma? Entonces el tema de la escritura, la verdad y la memoria me rondan continuamente.”, nos dice. Esta es la entrada a la escritura del texto polifónico de Constanza Anabalón Tohá. Resonará su eco, a través de la narración, de modo constante hasta su final-final.
La novela se divide en tres partes. Dos de ellas elaboradas en segmentos narrativos enumerados de manera correlativa, la segunda parte está segmentada en días, del uno al diez, pero mantiene, como en las otras dos, el cierre de los segmentos narrativos, a partir de un texto poético que condensa algunos de los sentidos que rondan cada unidad textual. No cabe duda que esta parte es una especie de un interludio. Una pieza breve que toca su propio sonido, el de la muerte diaria en la vida de las mujeres que se aman. Esta estructura apuesta un juego con el orden de los sucesos, el tiempo y las discursividades narrativas y poéticas. Se combinan, de este modo, las narraciones desde el presente de la escritura con aquellos raccontos que completan la historia desde relatos en retrospectiva. El juego presente/pasado pulsará constantemente y armará un puzzle que lectoras y lectores necesitan armar para otorgar sentidos múltiples en el cruce temporal y textual.
En el presente de la escritura emerge el hallazgo de la escritura oculta, extraviada, perdida, invisible de la tía ausente y la desaparición del mundo familiar femenino adulto, la muerte de la madre, la desaparición de los ritos familiares aglutinados en torno a figuras femeninas en una casa que se funde con la melodía tocada en un piano antes del desastre. Estos nudos constituyen un nudo que obligará a la protagonista, Alejandra, a volver una y otra vez a su conexión con el pasado. La escritura en fragmentos inaugura la entrada a la memoria, su narración y la conexión con el flujo de la sangre como parentesco, no es posible huir de la “sangre” que mancha, tiñe, dibuja el pálpito de la pequeña historia familiar que se bosqueja en medio de la macro historia, aquella del país que también se quiere mapear, en algún sentido, frágilmente. La novela no ofrece la macro historia desde una perspectiva nacional ostentosa, sí lo hace en un tono menor, desde la casa, como si quisiera abrir una ventana para respirar el otro aire de esa franja estrecha, una ventana a la memoria herida que aun sangra en la impunidad del tajo dictatorial y sus latigazos neoliberales. La hablante de los escritos poéticos coincide con la narradora del relato en primera persona, me interesa citar el primer segmento poético de la primera parte. El texto en cuestión dice: “¿Se podrá realmente escapar de la sangre? / ¿O es como el asesino que te espera en el callejón/ al final de la noche?” La pequeña historia familiar consanguínea se hace presente de modo inevitable, es imposible escapar de ella, así como es imposible escapar del trabajo con la memoria y con la re-escritura. El verbo “escapar” cobra un relieve denso, cercano a las ideas de la prisión, la cárcel y la asfixia nos pone de lleno a pensar en la necesidad de respirar como una pausa. La palabra “asesino” introduce la violencia acechante, el fantasma que no dejará de rondar desde un imaginario amenazado. Me pregunto, ¿no emerge de este modo lo que Ricoeur nombra como “deber de memoria” y que se impone a partir de la deuda, lo que se adeuda a partir del lazo consanguíneo? ¿Por qué esta fuerza, la del lazo social, se hace tan perentoria? Tal vez podría responder con Judith Butler cuando señala en “Vida Precaria” que los lazos nos construyen, así como pueden hacernos tambalear en la destrucción desestabilizadora. La labor de reconstrucción memoriosa cobra en la novela un matiz difuso, asociada a la escritura, pulsa en cada relieve de las historias. Resulta pertinaz dado que culmina con este texto que tenemos en las manos, uno que se arma con las escrituras de tono poético que la estructuran, así como desde el relato pasado/presente/pasado/presente de modo inacabable.
Lo que aparece en los recuerdos construye un andamio por el cual podemos subir y contemplar un mundo posible. La infancia cobra una densidad de pálpito, los episodios de dicha y de desgracia se acoplan y la narración puede llegar a cobrar tintes graciosos, el tono de la voz se vuelve grácil y las expresiones informales del español chileno juvenil están a la mano. Al parecer la narradora se vuelve algo “niña” en una especie de regresión que aligera el tono más grave de la novela, ese que pulsa en el devenir sujeto mujer adulta que necesita reconstruir la propia historia, a partir de los fragmentos memoriosos, en el intento de llegar a ser sujeto plena. No obstante, también surge el tono intimista que narra los episodios de desdicha del mundo adulto y los intenta resolver desde una mirada ingenua, para reparar algo que sabe bamboleante, incierto y que desde la acción-reparación de la infante, cobra un tono más álgido a causa de su contraste. La presencia de las figuras femeninas, tía y madre, en complicidad resguardada por espacios de la intimidad, arman un cobijo que permite conformar una figura que puede hacer frente a las adversidades de la vida de modo menos feble. Ambos personajes femeninos difieren, uno es construido como sensible al arte, a la música, sensible a la izquierda política aun cuando no militante, escritora en fragmentos, armadora de jardines y acogedora desde un espacio familiar íntimo: la casa de Antonio Varas; la otra, la madre de la protagonista, del partido Nacional, médico de profesión, controladora de todo aquello que esté a su alcance, poco afecta a los juegos o a la risa, sin embargo necesaria como figura próxima, con la fortaleza de una mujer independiente, autónoma, poderosa, soberana y entregada a la vida de manera feroz, así como a la muerte dolorosa. Entre estas presencias/ausencias emerge el episodio experimentado por la tía y su pareja en la casa de Antonio Varas: mientras la tía toca el piano una melodía de Bach, embebida por la emoción y la dicha de la melodía, ambos son detenidos a golpes por agentes de la dictadura; son llevados a un lugar de tortura, la Villa Grimaldi, y después de un tiempo son arrojados en una calle cercana al Estadio Nacional. Luego vendrá el exilio. Esta pareja es una isla en el medio de una familia conservadora, que no cree en las violencias golpistas, sino hasta que ambos han experimentado la tortura y el exilio. La novela recrea un paso benéfico en el retorno al país, sin embargo, la tía nunca volverá a tocar el piano de la casa de Antonio Varas y permanecerá cubierto como una metáfora del silencio en torno a la experiencia de tortura y violencia vividas. No hay partitura musical para ese evento del horror. El entorno gratificante del regreso al núcleo aglutinante de la familia se rompe al entrar en escena un signo de los tiempos: el cáncer que toma por asalto el cuerpo de la tía hasta dejarlo en los huesos. Experiencia dolorosa e impotente a la que la protagonista se enfrenta dos veces: su madre padecerá de la enfermedad y morirá, al igual que la tía en el dolor del cáncer sin remedio, la inutilidad del saber y el discurso médico ante tal huracán . El duelo traspasa el relato de la novela y no será sino enfrentando ese proceso en viaje que la protagonista pueda volver al lugar de la memoria, del pensamiento y de la escritura para recuperar otra vez la vida en su complejo perseverar, en su duración, lo que hace posible que la sujeto logre tocar su propia melodía con los compases que resuenan, como en la caja de resonancia, lugar donde convergen “los gritos/deseos, y desdeseos/sosiegos y desasosiegos/vida y muerte...”. La potencia vital se queda pegada al espacio memorioso devorando lo que abre: el dolor, las muertes, la profundidad de las interrogantes de la vida azotada por sus vaivenes sinuosos: la dictadura, la denuncia, la traición, la tortura, el exilio, el regreso al país; su memoria la golpea en la separación de sus padres, se pegunta por la urgencia de la herencia de la memoria y por sus herederos. Su emoción parece gritar que no hay escapatoria posible: ella, la protagonista, es la heredera, pareciera ser la escogida por el abrazo memorioso de las muertas, en consecuencia, por el abrazo de la escritura.
El presente del relato abre la fragilidad de Alejandra, en proceso de duelo y sus relaciones amorosas lésbicas. Se encuentra en el vaivén de un vínculo que tiene mucho de derrumbe emocional. Sufre la dependencia de un espacio amoroso con tintes masoquistas. Daniela no es una pareja con la cual sostener un mundo posible, no obstante, persevera en esta relación de manera casi mecánica. Estos episodios le dan lugar para interrogarse en ejercicios inéditos de auto-sanación relatados desde un tono que hace risa de sí misma en un incierto patetismo hasta el tono fustigador de los modos juveniles epocales y su descolocarse ante ellos, como si estuviera fuera época, como si se hubiese devenido vieja. Las fiestas a las que asiste funcionan a la manera de encuentros paliativos de su dolor, pero solo funcionan como efecto placebo. Los vínculos amorosos aparecen en su vida como sufrimiento, padecimiento de sí y de la otra, un desencuentro que se perpetúa en medio de las diferencias proliferantes: de enfrentar el mundo, las diferencias de clase social, en las imposibilidades del acompasar mutuo que dificulta creer o confiar en la otra. Este ámbito de la vida de la protagonista no tiene resolución en la novela, queda como espacio abierto y en compás de espera. Y releyendo el final de la novela, antes del epílogo, pareciera que el devenir de la sujeto anunciara la necesidad de estar en solitario para acceder a unas cuantas mutaciones internas, sanaciones y metamorfosis que posibilitarían en reencuentro de sí misma con la pequeña historia que se arma a retazos desde la memoria: un nicho, un nido, una invención, una imaginación, una imagen-recuerdo que hace posible, finalmente, el acceso a la memoria feliz: es él, es ella, son ellos, y yo en medio, con ellas y ellos, seducida por la vida memoriosa (Ricoeur).
Durante el lanzamiento. 16 de Diciembre de 2016