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Fragmento de “Caja de resonancia”, de Constanza Anabalón: Todo es llanto casual
Por Constanza Anabalón Tohá
Publicado en https://www.cineyliteratura.cl/ Publicado el 3 de Marzo de 2018
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“La novela de la autora se enmarca dentro de la generación de escritores contemporáneos que apelan a un relato fragmentario, en donde más que en la historia, la importancia radica en la vivencia, en la ficcionalización de un yo que constituye una voz narrativa íntima y personal a la vez. Así, y en un intento por reconstruir un discurso familiar algo truncado, la creadora propone un ensamblaje que se aferra a los retazos de la memoria, lugar en el cual no existe necesariamente una continuidad ni una conexión lógica entre un recuerdo y otro”, escribió en estas páginas Francisco García Mendoza -al reseñar el presente texto-, hace poco más de un mes. Ahora, ofrecemos una esquirla del mismo, compuesto por tres capítulos, y enviados generosamente para el Diario “Cine y Literatura”.
2.
* * *
Un verano nos fuimos todos en caravana hacia el sur. Era la época en que mis padres se separaron y todo se solucionaba viajando. Cuando fue el primer quiebre nos mandaron junto con mi hermano un par de semanas a Temuco. Con el quiebre definitivo comenzamos esta caravana, cuyo destino final era Chiloé. Tenía siete años. Comenzaba a sospechar que los adultos a veces tenían buenas ideas.
Iba mi tía con sus cinco hijos, sus nietos, mi madre, mi hermano y yo. Ah, y el marido de mi tía, un filósofo loco que solía hacer puré en tetera y se encerraba por las tardes en la pieza del planchado a ver el canal ARTV.
Fue un viaje de risas, de goce. Las primeras cabañas donde nos quedamos se llamaban “La Viuda Alegre”. Eso nos dio material para un par de días. Allí conocimos a Patricia, la cabra de monte que se creía perro. Corría para todas partes con el Dog (el perro ovejero-madre postiza). Hacía unos sonidos que emulaban un ladrido. Te pedía cariño, y si tenías la mala ocurrencia de dárselo se montaba en sus dos patas traseras. Seguramente sería una anécdota para un tipo de uno ochenta. Cuando tienes un metro veinte de vida, estas cosas asustan.
Lo de Patricia fue gracioso hasta el día en que debíamos continuar el viaje: se subió al portamaletas y nos demoramos más de media hora en bajarla. ¿Cómo bajas a una cabra que se cree perro del portamaletas de un auto?
También conocí a mi primer amor. Se llamaba Felipe, era hijo de los dueños de las cabañas. Intenté conquistarlo haciendo una coreografía que vi en Los Simpsons, con música de la Pantera Rosa. Esa onda. Lo peor es que me resultó.
* * *
La banda sonora de nuestro viaje al sur fue Silvio Rodríguez. Era el comienzo de los años noventa. Nuestros padres y tíos andaban exaltados y felices, pensando que la Alegría “ya venía”. Eslogan que, entrado el siglo XXI, pudimos desmentir de forma triste y oscura.
Todavía recuerdo esos cassettes roñosos, regrabados mil veces, que mi madre enarbolaba como estandarte de una guerra cultural subterránea a la dictadura. El tráfico de cassettes de Silvio Rodriguez, Joan Manuel Serrat, Joan Báez, Isabel Parra, Víctor Jara, entre tantos otros. Me encantaba el sonido del momento exacto en que el cassette entraba por la rendija. Imaginaba que había un pequeño cantante allí dentro, y ese click era su carraspeo antes de comenzar.
En el viaje de ida sólo los dejamos hablar a ellos. Fue un lindo gesto. Hicimos un trueque frente a ese silencio impuesto por casi veinte años. Además, ninguno de nosotros quería hablar. Sólo reír y comer. Como la gente normal.
Recuerdo haber despertado una mañana sumamente temprano, recién salía el sol. Me escabullí de las frazadas que apresaban mis piernas, que se me enredaban como dos serpientes viejas y arrugadas, y corrí hacia el patio. Atravesé los pastizales, sorteando los girasoles que se interponían. Probablemente al día de hoy esa hazaña hubiera durado dos zancadas. Llegué hasta la orilla de la laguna, donde estaba mi madre. Sentada en una pequeña estructura de madera repleta de musgo. Tenía los jeans arremangados, y sus dedos jugaban con el agua. Movía sus pies en círculos concéntricos, apenas rozando el agua. Luego metía los pies lo más hondo posible y los levantaba con furia. Intenté ser silenciosa, pero no me resultó. El radar de madre me descubrió. Me arremangó los pantalones del pijama, y me sentó a su lado. La miré largo rato hacer su ritual. Sentí que estaba en el lugar más hermoso de la tierra.
Luego dejó de moverse y sólo se quedó mirando el agua. Cuando me empecé a aburrir le pregunté qué era lo que miraba tanto. Me dijo que algo se le había perdido. Le ofrecí mi ayuda, pero me dijo que nadie podía ayudarla. Quizás se te quedó en la casa, respondí. Cuando volvamos, le pregunto a mi papá si lo vio. Se largó a llorar.
* * *
Todas las noches nos quedábamos jugando cartas hasta entrada la madrugada. Con siete años, “entrada la madrugada” era cualquier horario después de medianoche. Jugábamos Carioca o Black Jack, no había muchas más opciones. Considerando que era la época en que el cable aún no se masificaba, y sumado a la mirada fulminante de nuestra madre si osábamos sugerir durante un viaje “prender-la-tele-sólo-un-poquito”, las cartas eran una muy buena opción. Así que con mi gorro chilote puesto, hice crujir los dedos, y mientras el mate corría, jugábamos a las cartas y comíamos papas fritas con ramitas.
Recuerdo que la última noche el juego se extendió bastante más. Yo iba ganando todas las partidas y mis primos me decían que “si tienes buena suerte en el juego, tendrás mala suerte en el amor”. Con la literalidad que acompaña a la primera infancia, no pude dejar de pensar en Felipe, el hijo de los dueños de las cabañas, en que me había ido demasiado bien con las cartas, en que ya no lo volvería a ver más, y un asco me invadió por completo. Me llevaron azul verdosa hasta la cama. Le pedí a mi mamá que se quedara conmigo, pero me dijo que más ratito.
Desperté a una hora incierta, con el golpeteo de copas y descorches. Me acerqué un poco a la puerta, y sólo pude escuchar las voces de mi mamá y mi tía. La de mi madre se escuchaba entrecortada y ya imaginaba su aliento avinagrado. Mi tía le hablaba suave, como convenciéndola de algo. Entonces nos iremos a Antonio Varas, dijo mi madre después de beber el último trago de vino. En zigzag se fue a la cama.
No lo olvides,
yo escribo mirándote a los ojos
3.
*
-Ale, dame fuego porfa —
Mi prima aspiró profundamente el humo del cigarro. Estaba sentada en un pequeño piso de madera en el balcón de su departamento, mientras fumaba y se sacaba las cejas con ayuda de un espejo de bolsillo. El por qué se estaba sacando las cejas una madrugada de Año Nuevo ni siquiera me lo cuestioné.
-¿Sabís qué, Ale? Si yo hiciera alguna vez stand up, hablaría del “Triángulo de las Bermudas Emocional”, de los 8 días más terribles — y temidos — por el hombre. Y por la mujer, ¡hay que decirlo!
-¿Cuáles serían esos? – pregunté divertida, dándole una piteada a su cigarro.
-Del 24 al 31 de diciembre. Todos arrastrando los pies por las tiendas. Cansados, agotados y pegajosos. La gente corriendo desesperada por llegar primero a la caja. ¡Y todo por un mono de Dora La Exploradora, poh hueón! Para que lo único que aprenda a decir la cría sea “Mochila, mochila”. De verdad, Ale, yo no sé por qué la Corte Interamericana de Derechos Humanos aún no se ha pronunciado frente a esta tortura colectiva.
-La de Dora la Exploradora, me imagino –
-Jaja, también -, respondió mi prima, llevándose el cigarro a los labios.
Le pregunté dónde había encontrado ese texto, el que leyó en reemplazo del horóscopo. Me contó que en una carpeta del computador de su mamá, en el período en que tuvieron que ordenar todo. Abrir closet, cajones, cajoneras, sacar blusas, vestidos, collares, sentir el olor de tu mamá, qué haces cuando la presencia de tu madre inunda todo. Cuando todos te dicen que se fue, pero está más presente que nunca en todas sus cosas. Cuando tienes que botarlas. Imagínate, tienes que buscar bolsas de basura, abrirlas y depositar allí todo lo que pertenece a tu madre, todas las cosas que te la hacen presente, todo lo amado, lo querido, su olor, sus recuerdos, todo todo todo. ¿Cómo puede ser que se haya ido hace unos instantes y tú tengas que botar sus cosas? Si lo único que quieres es que se quede un rato más y todo indica que debes matarla por segunda vez. Una el cáncer, otra tú. Si a lo único que atinas es a tomar su ropa y dormirte en el piso abrazada a ella, de tanto llorar a gritos, cuando sólo puedes llorar desgarrada, llorar, llorar, llorar preparándote para lo peor. Te quedas dormida abrazada a ella. A lo que queda de ella.
En ese contexto le pregunté a mi prima si había otros textos. Me miró largo, dejó el espejo a un costado, apagó el pucho y me abrazó. ¿Quieres sus textos?, me preguntó al oído. Asentí.
*
Llegué a mi casa pasadas las dos de la mañana. Tiré las llaves sobre el arrimo, corrí a buscar el computador y puse el pendrive con los textos de mi tía. Más que Año Nuevo, me sentía de cumpleaños. Era como si ella volviera de la muerte y la tuviera aquí mismo, atrás de la silla tocándome el hombro y acercándose delicadamente a la pantalla. No puedo creer lo que leo. Voy hasta la cocina y me sirvo una copa de vino blanco. Leo y releo los textos. No puedo creer que mi tía se murió y nadie supo de la tremenda escritora que teníamos en la familia. Textos dolorosos y profundos, me remezco en la silla, voy, me sirvo otra copa, lloro un poco, sigo leyendo, me devoro cada texto, con sus muertes, recuerdos, cómo hacer para que todo esto no desaparezca, no se borre, cómo puede ser tan frágil la memoria. ¿Después de la muerte qué ocurrirá? ¿Simplemente habrá que resignarse a la erosión del tiempo? ¿Habrá algún heredero de la memoria?
En eso me llama la Dani. Que hay una fiesta buenísima, que por favor vayamos, que va a ser de lo mejor. Le dije que no, que estaba ocupada, que llamara a otra persona. Entre llamados que iban y venían pasaron por lo menos treinta minutos, quince llantos, siete portazos y cinco garabatos. No aguanté más, apagué el teléfono, lo tiré lejos y me fui a encerrar al baño. Sin computador ni copa de vino.
*
Cuando estoy muy ansiosa, o la voz se me apaga de pronto, recurro al mejor terapeuta de la historia: el baño. La ducha es lo mejor para tener ideas. Me pongo a cantar mientras me enjabono, y es como si la cabeza de pronto se limpiara. Las ideas comienzan a salir a borbotones, al igual que el agua que cae. El desafío está en recordarlas hasta después de secarte.
En cambio, si necesitas terapia (como es el caso puntual de ahora), lo más indicado es el espejo del baño. Cierra bien la puerta, echa a correr el agua del lavamanos y empieza a “monologar”. Esto da pie — en el primer tercio de la sesión — a que empiecen a surgir las preguntas, con una voz más ronca, y puedas responderlas con gestos dirigidos directamente al espejo, como si del otro lado estuviera la audiencia expectante:
-¿Cuándo sufriste más por amor?
Creo que fue a los 19 años. Nunca más he vuelto a sufrir así, y espero que no vuelva a ocurrir. Era cuático, sentía como si me hubiesen arrancado una parte del cuerpo. Eso era el dolor, como si dentro de mi pecho hubiese existido una muñeca rusa — o cualquier porquería que suene a poesía — y me la hubieran arrancado de cuajo. Sin siquiera un primer o segundo aviso. Nada. Con muñeca / Sin muñeca.
-¿Por qué no resultó?
Bueno, yo era muy idiota, por una parte. La otra también era idiota, claramente — condición sinequanon de la juventud. Por eso la famosa frase de Allende, uno sólo puede ser joven y estúpido, no hay más variables en la ecuación. En fin, como te iba diciendo, ambas jóvenes y estúpidas. Ella, mi primer amor. Yo, su primera “polola ABC1”. Ella, acostumbrada a sufrir por todo. Y si había algo bueno, también sufría porque acabaría. Puedo ver al día de hoy su ceño fruncido, cómo empujaba la montura de los lentes hacia su frente, seguido por un resoplido de resignación. Yo sentía que me encogía a su lado, quedaba de igual tamaño que cuando acompañaba a mi teresiana abuela donde sus amigas vejestorio, y mis pies no alcanzaban el suelo. Pasaba mi mano por su espalda rítmicamente, de arriba hacia abajo, a ver si la abandonaba el dolor. Y de esta forma “polola ABC1” se sentía pequeña y culpable. Sacaba la capa y espada de su bolso y hacía una proclama estilo Pilar Sordo del pensamiento positivo, la actitud, la canción de Fito Paez, Alberto Plaza con “que se eleven las voces en una canción”, y así. Sí, sí, ese tipo de basura de autoayuda. Y ella, en el intertanto, se revolcaba en su foso de autocomplacencia. De autocompasión, más bien. Y era feliz en su desdicha. ¡Jamás vi a alguien tan feliz de que le fuera mal, te lo juro!
Pero estábamos hablando del dolor. La Pizarnik escribió en su diario que después de Vallejo todo es llanto casual. Yo te puedo decir con total seguridad que, después de la muerte de las madres, todo es llanto casual.
Todos somos habitados por los fantasmas de la memoria.
Sin saberlo convivimos con ellos codo a codo.
En la dimensión paralela se encuentran,
susurrando en nuestros oídos la forma de exacta trascendencia.
Cierra los ojos.
Intenta escuchar a los que jamás se han ido.
4.
***
Mi madre era del Partido Nacional y mi tía sólo era de izquierda. Sin militancia ni partido. Mi madre tenía 15 años cuando comenzó la dictadura. Mi tía, treinta y cinco. El tío regalón de mi madre era un latifundista del sur, español recio (o rancio, no sé), franquista hasta la médula. El tío regalón de mi tía (valga la redundancia y posible confusión) era ministro de Allende.
Mi tía fue exonerada por las gestiones de un prestigioso académico de la Facultad de Estética de la P. Universidad Católica de Chile. Su único error fue haber asistido a una cena en casa de amigos, donde uno de los invitados era mirista. La DINA los siguió hasta la casa. Sus hijos dormían.
Mi tía fue brutalmente torturada. Mi madre no se enteró. Mi tía fue exiliada. Mi madre quedó atónita. Mi tía regresó. Mi madre entendió todo.
Una vez tomé un ramo con este prestigioso académico. Al ver la lista me preguntó si era pariente de ella. Frente a la afirmación, tembló. Les juro que lo vi temblar. En cambio, a ella se le oscureció la mirada, y me dijo que le enviara saludos. Dile que yo le envío saludos, me dijo seca. Por favor dile. Así lo hice. Nunca había visto cómo a alguien se le caía la cara de vergüenza, literalmente. Es como si su cara se hubiese transformado por unos pocos segundos en cera de vela, y hubiera comenzado a escurrir. Se derretían sus mejillas y sus manos nerviosas y sudorosas que no sabía dónde esconder. Vi cómo adelgazaba dentro de ese traje negro que solía usar, hasta hacerse polvo, nada. Una cucaracha disfrazada de académico. Kafka se revolcaría en su tumba. Boté su ramo de mierda.
***
La noche en que se los llevaron, mi tía tocaba el piano. Habían regresado de la comida con mi tío filósofo. Él se preparó un whisky y fue a ver una película de Fellini, como todos los viernes. Se sentó en el sillón de la pieza del planchado, cruzó sus piernas dejando en evidencia los pantalones con la basta muchísimo más corta que los calcetines. Mi tía, en cambio, se sirvió una copa de vino blanco y se sentó frente al piano, que estaba en el living de la casa de Antonio Varas. Llevaba días obsesionada con una partitura. Sentía que no lograba sacarla del todo bien. Antes fue Rachmaninoff, ahora es Bach. LA – SI – DO – SI – LA– MI – SI – SI – MI – LA – LA – MI – LA – SOL#, solfeaba mientras rayaba el papel con lápiz mina.
Estaba en eso, totalmente absorta en el tocar, en poder interpretar de forma perfecta la pieza, en cuál debía ser la presión justa que debía aplicar sobre las teclas. Justa, justa, no un sobajeo inútil con la tecla, tampoco hundirla sin piedad, debía llegar al punto justo, a la phronesis como le habría dicho su esposo riendo, mientras ella daba pequeños sorbos a la copa quedando su labial levemente marcado. Seguía rayando obnubilada, su largo pelo le tapaba a ratos la vista, sus rulos creaban un tejido alrededor de sus brazos, y ella los apartaba de igual forma como tocaba las teclas. Era maravilloso ver cómo se movía en su asiento, cómo era poseída por la felicidad misma, cómo era poseída por la música, por los movimientos, cómo la música y ella se hacían una sola. Imagínate, ella y la partitura una sola, cómo sus dedos se alargaban cada vez que se acercaba a la perfección de la interpretación, cuando golpearon fuertemente la puerta. Golpean con locura, suena, retumba, aparece mi tío con cara de espanto, su whisky está a medio tomar, pálido, no sabe qué hacer, es un niño que no tiene idea hacia dónde correr. Botan la puerta y entran cinco tipos, chaquetas de cuero, barrigas infladas, camisas blancas, jeans, brutales, pateando, destruyendo, mi tía corre a ver a los niños, a mi tío lo agarran de inmediato y lo botan al suelo entre tres, le amarran las manos y le vendan los ojos, mi tía corre escaleras arriba, corre a ver a sus hijos, le dice a la mayor que cuide a sus hermanos, que se escondan debajo de la cama, que por favor no salgan, por favor mi vida no salgan no salgan no salgan de acá, no importa lo que escuchen, no salgan, no salgan, no salgan, mi tía desesperada da vueltas en el canto de la escalera, baja no baja, si baja suben, si no baja también suben, milésimas de segundos suben no suben, apenas siente que un pie hace el amague de subir ella se lanza a correr escaleras abajo, encontrándose de frente con el puño del que daba las instrucciones. Perdió el conocimiento. Más tarde sabría que se trataba de Basclay Zapata.
***
Diez días más tarde los fueron a botar a las cercanías del Estadio Nacional, en la calle Campo de Deportes. Estaba amaneciendo, había terminado el toque de queda hacía muy poco. Los obligaron a caminar sin mirar atrás, con las manos en la nuca. Ella tenía la mirada perdida, sentía que había llegado el final. Él no tenía expresión, sólo sudaba helado. Les gritaron que se arrodillaran. Lo hicieron. Esperaron en esa posición, él con los ojos apretados, ella con los ojos muy abiertos.
Después de un rato él se volteó temblando, y los milicos ya no estaban. Se acercó hasta donde estaba su esposa, la tomó del brazo y caminaron hasta la casa. Él nunca más volvió a salir de la pieza del planchado. Se aferró a sus películas y a su canal ARTV. Ella, en cambio, se cortó el pelo a tijeretazos y nunca más volvió a tocar el piano de la casa de Antonio Varas.
¿Habrá algo más que la muerte?
* * *
Constanza Anabalón Tohá (Santiago, 1987), escritora y socióloga de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El año 2015 contribuyó al libro Corazones corruptos, desarrollado en el marco del Laboratorio de Escritura de las Américas (LEA). Publicó la novela Caja de resonancia el año 2016, por la editorial independiente La Calabaza del Diablo. Obtuvo la Beca de Creación Literaria del Fondo del Libro y la Lectura (convocatorias 2016 y 2018). En 2017 obtuvo el segundo lugar del Concurso Nacional de Cuentos «Nuevas Letras SUB 30». Colabora en las revistas Soy Pensante y Liberoamérica.