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En torno a unos colores…
Prólogo a Colores descomunales (fragmentos) / Couleurs démésurées (fragments). Christian Anwandter. Edición Bilingüe.
Tr. al francés de Pauline Hachette, La Guêpe Cartonnière, Paris, 2011

Por Waldo Rojas


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En una carta intercambiada, entre otras, con Christian Anwandter, hace algunos años, sin mayor motivación epistolar que la de dar libre paso, fuera de todo débito de respuesta o de juicio, a las impresiones de lectura de nuestras respectivas escrituras, me participaba esta vez de algunas de sus dudas acerca del encaminamiento y orientación de sus desvelos poéticos. La misiva de entonces se acompañaba de una breve serie de poemas inéditos, sin título, o numerados con cifras romanas, porción emergida de una obra justamente en copioso y disgregado curso, acerca de cuyo proceso y progresión había “urgencia” en optar ‑o no‑, por “mutilar toda una parte” de ella o bien “quedarme con una sola línea de poemas que me parecen comportarse en conjunto”. Esto, con el fin precisamente de “construir un conjunto de poemas coherente”. Dicha serie no carecía, sin embargo, de algún empeño en este orden de cosas, si se entendía por tal la factura común de los textos compuestos de estrofas breves, dotados de un tono introspectivo, más inquisidor que indagador, muchas de cuyas imágenes talladas a golpes de buril no tendían menos en su registro, conciso hasta lo obscuro, a una suerte de emplazamiento del poeta y su voz dirigido a la arrolladora pluralidad de lo real, a su “derrame”, y a la impavidez de una naturaleza pasablemente sordomuda.

Su primer poemario, Para un cuerpo perdido, bajo el sello de Ediciones Tácitas (Santiago de Chile, 2007), vendría a redundar precisamente en aquella voluntad de organización conexa de los poemas, ahora distribuidos en dos secciones y provistos de títulos de corte connotativo. Textos ya más distendidos en lo que toca a las cerrazones primeras, dado que provistos de un cuerpo verbal de visos coloquiales y de motivos situados, diversos en su fórmula, aún cuando se entretejieran siempre en su tramado las puntadas temáticas –vuelto ya todo un tópico personal–, del desafío persistente que el mundo de los objetos y los seres plantea a los fueros del lenguaje: “En torno a un punto muerto lo escrito despliega el registro de un asedio…” (“Materia desnuda”, pág. 27).

Tres o cuatro años más tarde, el designio de coherencia de conjunto, como el poeta había querido nombrar su propósito, parece hallar la vía de su cumplimiento. Desde ya el poeta centra dicho conjunto todo en aquel tópico de la rivalidad entre las palabras y las cosas –y por qué no, el universo entero‑, tópico metapoético, si lo hay y si se quiere llamar aquí de algún modo la clave de casi, si no de todos los poemas y de sus mutuos guiños y espejeos, en sus incursiones en ciertos juegos de lenguaje cobijados bajo el alero de un principio polisémico rector que vendría a ilustrar en parte la ambivalencia, por ejemplo, de satura/sátira, que sirve precisamente de título a la primera sección, pero que bien podría rotular el poemario entero, como se verá.

El recurso al epígrafe de Rabelais, puesto en exergo de este nuevo libro, nada gratuito como también se verá, nos remite por cierto al singular capítulo de su Gargantúa en el que el protagonista las emprende contra un autor cuya desfachatez arbitraria pretendió ver “foy” y “fermeté”, ahí donde la simbólica de los colores forjada por la tradición eclesiástica, como se sabía entonces, percibe en el blanco alegría, placer, delicias y regocijo, en tanto que en el azul advierte “cosas celestiales”. Detalle éste en el que algunos estudiosos actuales ‑sabedores del carácter simbólico de los comportamientos humanos‑ han querido demostrar un rasgo más de la modernidad de Maître François en cuanto a querer fundar una simbólica universal sobre bases existenciales y no a partir de un esoterismo cualquiera; lo que vendría de paso a probar en qué fundamental medida los símbolos le eran importantes ligados a la realidad palpable de lo vivido; como que su propósito de estilo habría consistido en el reemplazo de las cosas por palabras, esto es, según propósitos de Manuel de Diéguez, “substituir al espesor de la duración del mundo, un espesor y una duración verbales equivalentes”. O mejor, Rabelais sería “el primer escritor francés para quien las palabras son una materia, (escritor) que da una realidad a las palabras en tanto que cosas –no solamente en tanto que sentido.” Conducta significativa, la suya, en toda su profundidad.

Si es ya en una buena medida que las páginas de Pantagruel bañan en la materia de la problemática del lenguaje, como diríamos hoy día, y que esta interrogante fue una inquietud mayor para el siglo humanista y renacentista, se puede decir sin temor que toda la creación de Rabelais es un terreno de exploración exaltante en este sentido, así no fuere para mostrar que la libertad del lenguaje va por el lado de la creación y no por aquel de la “culta latiniparla”, como diría Quevedo.

Por eso este recurso al que acude el poeta Anwandter, de abrir y cerrar su libro con una breve cita del genial maestro de Chinon, y otra del no menos eminente satirista Juvenal, amigo de Marcial y modelo de Boileau, no es un puro apadrinamiento venerable, sino el trazado de un eje de lectura, y yo agregaría, de lectura de entrelíneas, una guiñada cómplice algo más apoyada que otras en los textos.

De aquellas otras, por ejemplo, retenemos, en primer término el título mismo del poemario que al contener en su enunciado la palabra “colores” no sólo embraga con el motivo heráldico del epígrafe, sino que frisa retóricamente en su misma fórmula con la figura del hipálage en cuanto caracterización adjetival poco o nada pertinente, puesto que en los usos corrientes los colores, en tanto que tales, pueden llevar muchos atributos pero no caen con razonable frecuencia en lo “descomunal”, con el significado de grandísimo, fenomenal, en suma: gargantuesco… Lo que no impide que la alusión al ‘color’, vuelva ya en el poemario a asumir su debido puesto en el área culinaria. Enseguida, hay justamente el vocablo de “Satura” en el pórtico del libro, y que desde ya presta para mayor atendido.

Se recordará al respecto que el vocablo latino satura, que dará más tarde sátira, era en su origen un término culinario (lo mismo que farsa) para designar un plato popular compuesto de elementos muy variados. El caso es que empleada en literatura, la voz satura designó luego un género específicamente latino, formado de prosa y de verso, así como el tratamiento lúdico y también variado de temas a menudo triviales, antes de conferir formas y nombre a un género puramente poético, conservando su espíritu burlón, para converger al cabo de los siglos clásicos en un arma verbal, de preferencia epigramática y no poco feroz, de la irrisión y de la indignación popular ante los hábitos viciados de una sociedad estimada en avanzado estado de descomposición de todo orden. El paso que la separaba de la sátira social, en el sentido moderno del término, fue franqueado sin obstáculo en el siglo de Rabelais, del que fue este mismo autor uno de sus exponentes de mayor gravitación, y así hasta nuestros días. Venga a cuento recordar asimismo que durante los primeros siglos cristianos surgía de la sátira un género innominado en latín, y que se llamará más tarde novela, cuyo primer retoño no es otro que el Satiricón, que mezcla no sólo temas y motivos, sino también prosa y verso, a la manera de la antigua satura.

Ahora bien, ni falta que haría evocar aquí la interdependencia imaginaria de ambos universos de lo culinario y lo literario sobre el plano conceptual, tantas veces traída y llevada, desde muy temprano y con varia intención, en y sobre los campos de la escritura. La bulimia descomunal de Gargantúa y Pantagruel es una formidable apetencia de realidad que es por cierto apetencia de palabra. (Lo que mueve tal vez al poeta Anwandter a “llamarnos a nosotros mismos ‘pobres esponjas de lo real’ [por la pulsión] “de absorber de cuanto nos rodea”). De hecho se advertirá que en el presente caso se explaya un vasto ámbito semántico vinculado con la cocina, sus ingredientes y operaciones, enseres y mobiliarios, situaciones y sensaciones, gestos, ritos y efectos, etc., que se engasta (iba a escribir ‘satura’…) en buena parte del cuerpo de los poemas, bajo la ocurrencia de simples voces o expresiones corrientes. (A ojo de buen varón, hemos podido cosechar no menos de medio centenar…). Valga, por fin, traer a luz, entre aquellas guiñadas, una suerte de vuelta de tuerca irónica en la alusión a la teosofía cristiana, contenida en la tercera sección, “Implantaciones”, en cuanto a la mención repetida de ‘Centrum’, que de ser en aquel contexto gnóstico-filosófico el nombre del Fuego, alma de las primeras formas de la naturaleza, pasa a ser brasa atizada con trivial fin alimentario.

En uno y otro caso, el deslinde entre sentido recto y sentido figurado, claro está, no es plato del día, y las imágenes los amalgaman a gusto en los deslizamientos de su receta metafórica, o más bien sinecdótica. O incluso, en la flagrancia trópica de un poema entero, tal el intitulado “Como”, en donde en asociación indisoluble anáfora y silepsis juegan sobre dicho término gramatical en su doble función de adverbio conjuntivo (dispositivo por excelencia del afán metafórico) y forma verbal de ‘comer’.

Cierto es que, de memoria de nuestros primeros contactos lectores con la poesía de Anwandter, nos fueron patentes por lo menos dos rasgos en sí nada contradictorios, como son, por una parte, el cuidado puesto en la factura de enunciados eufónicos, de cadencia y ritmos, volcado incluso en versos regulares aislados, puntuando aquí y allá el libre desplegarse de la estrofa. Por otro lado, la deriva barroca encarnada en imágenes de abierto escorzo, de talante ora severo ora lúdico. Este nuevo poemario, nos parece hallar su vía real en el tratamiento actual de ambos rasgos. Desde ya estrecha éste lazos más francos con el espíritu barroco, que no desdeña las conmutaciones insospechadas entre giros del registro ‘noble’ y aquellos tomados del fondo del prosaísmo doméstico (“mayorista”, “sindica”, “molienda”, “tractores”, “bocota”, “transgénica”, “arrendatarios”, etc.), algunos otros venidos del idiolecto chileno (“matuteo”, ”chancaca”, “copuchando”, “cuáticos”, “runrún”,“micro” por ‘autobus’, “se cacha” por ‘se advierte’, etc.). Vigoriza también en este sentido, los juegos metafóricos clásicos: retruécanos y otros hipérbatos, aparte otras figuras antes señaladas. Solo que lo que habría que hacer notar es que el interés nuevo no reside, a nuestro juicio, en acrecer la variedad y densidad de tales recursos sino en un designio poético más fundamental, asumido aquí con renovado brío.

En buenas cuentas, si las imágenes gestadas por todos estos juegos cobran valor en sí mismas cuando apuntan a unos referentes exteriores, como de hecho lo hacen, no es sobre aquella exterioridad así poetizada que en última instancia vendría a cumplirse todo su decir. Su objetivo se sitúa más acá o más allá del plano referencial y no es otro que el de hablar de aquel texto concreto que se va dando a nuestra lectura como su propio tema, su motivo eficiente, en suma, su verdadero problema, o sea, aquel de su incertidumbre, de su necesidad interna y de su posibilidad misma, de la fruición de un triunfo sobre la página en blanco. Y por fuerza, objetivo el suyo de referir la disyuntiva general de toda poesía: decir de algo pero dar a entender otra cosa…

Los poemas que coloran estas páginas ironizan de este modo su cometido de ser poemas, guisado de palabras y sentidos, “caldo de temores”, “chamuscadas palabrotas”, “ruina del estofado”, “sustento” de una “vida desaguisada”. Digo bien: ironizan que no satirizan, puesto que esta sería más bien la función de los poemas de la segunda sección, “Fábrica de ellos”, en los que el amable lector sabrá reconocer en sus estigmas, ciertos ‘vicios del mundo moderno’, difíciles de no satirizar –Juvenal dixit–, como debió ocurrir en su momento con el consabido antipoema de Nicanor Parra.

Para cerrar el círculo de nuestra lectura, luego de atar algunos cabos, nos parece que aquella voluntad de construcción de “un conjunto coherente de poemas” que urgiera al poeta de hace posiblemente un lustro, se ve aquí ampliamente satisfecha. El conjunto se acuerda etapas y se concede ejes de lectura, se impone sincronías y articulaciones entre los poemas, junto con afincarse en un tópico metapoético congregador de asuntos y motivos. Y así va a término al encuentro del lector, confeso el poeta de una deuda contraída con éste, y que, en el curso de la obra, ya ha saldado con creces en lo que cabe a la “lengua inversora” de la poesía en aras de la virtualidad de su “igualdad con lo real”. Ya era ésta la voluntad de Rabelais al querer, hace cinco siglos, “hablar naturalmente”, pero de un natural susceptible de multiplicar los poderes del lenguaje.

Waldo ROJAS
París, primavera de 2011.

 

El prólogo de Waldo Rojas se refiere a textos que corresponden a la sección “Satura”, “Fábrica de ellos” e “Implantaciones” de la edición de Colores descomunales publicada por LOM en abril del 2013.



 



 

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