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ENTRE LAS DOS ORILLAS CORRE EL ARTE PERUANO CONTEMPORÁNEO:
Johanna Hamann y Marcel Velaochaga

Por César Ángeles Loayza
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para Ana y Teresa Camacho, x el antifascismo en poesía

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Dos heterogéneas exposiciones han coincidido, a fines de este verano, en las dos galerías de arte del ICPNA de Miraflores. Se trata de la retrospectiva “Johanna Hamann / 1977-2015”, bajo la curaduría de Sharon Lerner, y la individual “Buscando a Pizarro”, de Marcel Velaochaga, con la curaduría de Carlo Trivelli. Es interesante apreciarlas en sus contrastes, porque, al ver ambas muestras individuales,  se puede atender a diversos modos de concebir el trabajo artístico (y para nada artrítico, como suele pasar en quienes carecen de espíritus y prácticas renovadores). Me refiero a la realidad heterogénea en materiales, planteamientos poéticos e intencionalidades entre ambos casos.


Hamann exhibió una muestra de su amplia trayectoria de 40 años en escultura, grabados e instalaciones. Se trata de una propuesta donde la sensibilidad poético-plástica va de la mano con un planteamiento filosófico acerca de los trasvases entre la vida y la muerte. Diversas series de trabajos que van desde fines de los 70, atravesando las décadas de violencia política y guerra interna de los 80-90, hasta abrir el presente siglo, permitieron recorrer los diversos momentos de esta destacada creadora, egresada de las canteras de la Escuela de Arte de la  Universidad Católica del Perú.

Significó la inmersión en un universo artístico donde la violencia en torno al cuerpo humano –principalmente al cuerpo de la mujer– representa, interpelándonos, dramas asociados a experiencias vitales e intensas como el embarazo, la maternidad y la condición de la mujer en un mundo atravesado por diversas discriminaciones, entre ellas, las vinculadas al género y el transcurso del tiempo.

Así, estas obras, con figuras antropomórficas agredidas y atravesadas por metales punzocortantes, sierras o quizás golpes de hachazos, dan la sensación de anatomías y organismos cortados intensamente por el dolor (que no es igual a sufrimiento) y la agonía de vivir. Cerca de algunas esculturas de cabezas de niños e individuos solitarios, circundaban figuras de alto tamaño: maderas extendidas hacia el cielo, como árboles antropomórficos en suerte de liberación intensa. Y, también, dos piezas a destacar: ‘Barrigas’ (hecha en alambres, tela, yeso y resina), que representa tres vientres abiertos y deshilachados de gestantes, colgando de ganchos de carniceros. Esta pieza –que simboliza y evoca el desgarramiento físico y psicológico de la mujer durante, y luego, de dar a luz– ha sido valorada como pionera en el tratamiento sobre cuestiones de género desde la plástica local. Muy cerca de esta obra, impactaba una figura de madera que representa a una adolescente sentada, sonrisa misteriosa y ojos cerrados, de cara al espectador, con una gran plancha de metal que esta figura sostiene (o se la inserta, sería más exacto decir) entre sus brazos cerrados y sobre su vientre hacia la entrepierna, atravesándola de arriba abajo.

Grabados y cuadernos de trabajo varios testimoniaron la larga y múltiple búsqueda expresiva de esta artista, y dan cuenta de un camino serio, sostenido por una constante búsqueda e investigación en torno al cuerpo humano en trance sacrificial. Sin duda, se trata de una retrospectiva que ha de figurar entre las exposiciones más impactantes del presente año.

Hacia el otro lado de esta sala grande, el último trayecto que ofrecía Hamann es su exploración en los sistemas neuronales del cuerpo humano. Ya no soportes de madera, metal ni de algún otro material sólido y pesado aferrado al piso, sino estructuras hechas de filamentos en alambre que colgaban en el aire de la sala, sobrevolándola, dando una sensación de levedad, y que casi podrían representar un paisaje de corales simbolizando zonas de la anatomía humana: paisajes internos del cerebro, del vientre, de la espalda; así como un homenaje al médico y neurocientífico español Santiago Ramón y Cajal sobre la estructura de la corteza cerebral, iniciando una exploración plástica sobre los límites de lo corpóreo desde elementos mínimos como las neuronas y las relaciones que éstas establecen, mediante piezas blancas o impresiones en papel blanco (grabados) que representan el cerebro humano.

En general, una sensación religiosa impregnó esta amplia muestra de Hamann; pero ’religión’ en el sentido original y ontológico-humanista de la palabra. De ahí que, a pesar de los cortes y hachazos referidos, o las exhibiciones de sistemas orgánicos por dentro, no nos invadía una sensación de morbosidad ni sanguinolenta, sino más bien una (re)ligazón necesaria –más aún en estos tiempos pragmáticos, inconscientes y deshumanizados– con la vida misma. Parece mentira que un diálogo con, y desde, la descomposición y fragilidad de la fisiología humanas nos (re)conecte y ubique en la condición vital del cuerpo. En este sentido, un hálito poético, de substrato vallejiano, impregnó también esta sorprendente muestra retrospectiva. No abundan los artistas que logran consolidar un mundo propio, coherente y que, a la vez, ofrezcan tanta contundencia en su propuesta global ante cualquier tipo de público. Es lo que sucede cuando el arte se asume de manera honda y auténtica. De tal modo que nadie –o casi nadie– ha de quedar indiferente a estos artefactos de vida/muerte que Johanna Hamann ha ido concibiendo (en el doble sentido artístico y genético del término), al mismo tiempo que, sin duda, iba configurando su propia y vital relación con el propio cuerpo, con su tiempo y su vida, abordando temas universales como algunos de los que ya han sido referidos acerca de algunos ejes vertebrales en su trabajo.

El texto del catálogo, de la curadora Sharon Lerner, tiene un fondo de verdad a la vez que una insuficiente y parcial perspectiva político-cultural. Como se desprende de mi análisis, es cierto lo referido al existencialismo de esta artista. Sin embargo, como confío haber dejado en claro, no pienso que el proceso creativo de Hamann se explique única ni principalmente por una  “fuerte carga tanática”. Por otro lado, caracterizar cualquier  sentimiento particular de esta autora -o de una parte de su generación- acerca de la guerra interna “a lo largo de los ochenta y los noventa”, no da razón para extrapolar dicha vivencia al país entero como hace Lerner, al concluir que, dicho imaginario expresionista-tanático, no es “producto de una subjetividad atribulada, sino que responde a un sentimiento generacional y da cuenta del clima de zozobra e incertidumbre que se experimentaba en el país debido a la crisis económica y a la violencia social de esos años”. No necesariamente toda la población peruana vivió de un único modo dicho proceso de guerra, ya que en toda época, convulsionada o no, también acontecen la esperanza, la mística, la configuración de otros valores diferentes o antagónicos a los ya existentes, así como una serie de ideas y prácticas que brotan, con carácter de urgencia y renovación, en situaciones de mayor tensión vital y social.

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En la sala contigua, de tamaño mediano, Marcel Velaochaga planteó una nueva individual que es absolutamente diferente a la anteriormente comentada, yaque fue una muestra más bien realizada desde el más conocido oficio de pintor en lienzos. Sin embargo, dicho esto no ingresamos a la riqueza del planteamiento poético de este artista egresado de la ENBA, ya que su propuesta es más compleja en tanto aquella opción la aúna, y licúa, con una sostenida exploración en referentes históricos, culturales y urbanos contestatarios.

De ahí que rasgos y colores, asumidos y reelaborados desde la estética pop, pasan por la recuperación de características y planteamientos del rápido arte callejero (como grafitis o murales urbanos), los que, literalmente, atraviesan la técnica en acrílico que predomina en su trabajo. Por lo demás, el cromatismo intenso de estos cuadros –y, en general, su obra– dialoga con temas y simbolizaciones visuales, a su vez, chirriantes, a partir de una historia oficial peruana puesta en cuestión y reelaborada críticamente. En el presente caso, el artista tomó como punto de partida el retrato ecuestre de Francisco Pizarro, del pintor peruano del s. XIX Daniel Hernández, que le valió el premio de pintura de la I Exposición Iberoamericana de Sevilla y que se convertiría con el tiempo en la ilustración típica del conquistador español en los textos escolares de historia del Perú. Desde esta imagen, y como ha señalado el curador Trivelli,  Velaochaga ha diseñado una secuencia de trabajos donde el poder oficial y oficioso, representado en Pizarro montado en su caballo, con armadura y espada desenvainada de conquistador español al ataque, es un emblema del poder dominante a partir de la conquista del universo indígena-andino por la ocupación española (y luego, también, por la emancipación criolla).

Otra cuestión importante en el trabajo de este artista es el ejercicio de trasvases practicado entre tiempos y espacios lejanos, reelaborando el anacronismo propio del arte pop y estéticas posteriores. De tal modo que si Pizarro es símbolo del poder invasor y dominante, y del padre ausente (acorde con análisis y debates en torno a nuestro mestizaje conflictivo, en la línea del Inca Garcilaso de la Vega y, contemporáneamente, la novela La violencia del tiempo, de Miguel Gutiérrez) su actualidad política queda mejor representada por  los cruces visuales a que lo somete Velaochaga en los 11  cuadros que exhibió en esta oportunidad.

Así, la múltiples reelaboraciones del cuadro de Daniel Hernández, desde las características pictóricas-poéticas de Velaochaga ya acotadas, nos informan sobre una suerte de mutaciones del poder en diversas situaciones típicas como, por ejemplo, la religiosa-católica (figura de Pizarro en plena procesión de octubre); y otros escenarios emblemáticos de la dominación política como en el cuadro ‘La escalera’ (Pizarro se yergue en escalinatas del palacio de gobierno, con indios sentados y retratados, en el plano inferior, al modo del primer indigenismo, es decir, en clave de cromatismo-folklorista-peruano: cabezas agachadas, y cubiertos de ropa tradicional y sombreros anchos), o de instituciones vinculadas al imaginario-blanco-occidental dominante (como en ‘La sombra’, donde se retrata a un torero de espaldas, del que no vemos su rostro pero sí la espada que sostiene, por detrás, el típico capote rojo donde cae la sombra de Pizarro cabalgando: emparentados ambos en el común oficio de matar a su presa por sorpresa), o aun Pizarro dirigiendo, en su caballo, una avanzada militar yanqui en Irak (con guerra preventiva resonando entre rasgos y colores selváticos del cuadro ‘La expedición’), y, por supuesto, en dos cuadros que destaco: cuando Pizarro aparece montado en un carro de supermercado –en vez de su caballo– con la espada levantada. En un caso, aparece a colores dentro de aquel espacio de consumo masivo, y en otro aparece saliendo del marco, en tonos b/n, sobre el fondo de una pared cualquiera intervenida por una suerte de pintas que recuerdan los rápidos graffitis senderistas de los 80, pero donde nos sorprende una frase que simboliza la decadencia del Estado peruano en pleno fujimorato: ‘QUE DIOS NOS AYUDE’ (evocando el perverso discurso a la nación del entonces ministro de economía, Juan Carlos Hurtado Miller, luego de anunciar el paquetazo o ‘fujishok’ al abrirse los años 90). Esta última cita de Pizarro condensa perfectamente lo acontecido en la sociedad peruana durante las últimas dos décadas, cuando el neoliberalismo penetró de manera agresiva en la economía y política peruanas, descomponiendo a niveles mínimos los vínculos de solidaridad y democracia auténticos. De ahí que ambos cuadros, sobrios en su ironía política, se hallan entre los mejores trabajos de Marcel Velaochaga.

Se trata de un artista que ha solido recorrer, frontalmente, diversos momentos de la historia peruana. En dicha línea, dos de sus trabajos pictóricos más recordados son el cuadro-mural ‘Los funerales de Atahualpa (cover)’ (300 x 450 cm.), donde una vez más dialogaba con un clásico: el cuadro, de título homónimo, pintado entre 1865 y 1867 por el artista criollo Luis Montero y que representa el velorio del inca. En su reelaboración, una serie de símbolos del poder nacional e internacional circula en torno a la figura muerta del último representante del universo inca. Esta obra fue criminalizada por algunos sujetos que no faltan en estas costas, ya que, frente al cuerpo del inca, la figura de Abimael Guzmán (el jefe senderista capturado en 1992) saludaba y despedía, puño en alto a la usanza marxista, el cadáver del inca. En general, la parodia y el humor o ironía de este artista exceden los esquematismos graves, rígidos y aburridos del establishment culturoso local.

Otro cuadro importante, en esta línea de anclar el arte en referentes históricos contemporáneos, es “La mesa de trabajo del pintor Félix Rebolledo”, donde recrea cierta cotidianeidad de uno de los artistas emblemáticos de la violencia política de los 80 (Rebolledo también egresó de la ENBA, militó en el PCP-“Sendero Luminoso”, y finalmente fue encarcelado en 1984; dos años después, murió asesinado en la matanza de los penales de 1986 durante el primer gobierno aprista).

Otros lienzos de esta exposición sumaron imágenes al discurso ideológico-pictórico referido hasta aquí. Solo quiero destacar ‘El poste’, donde aparece el inca colgando ahorcado en un poste  (como sucedió en la historia con Atahualpa que, de acuerdo a lo establecido con el cura Valverde, fue ejecutado con la estrangulación por medio del garrote en la plaza de Cajamarca), en medio de un espacio urbano de modernidad importada -con letrero en inglés de una cafetería- con calles intensamente solitarias, revelando la soledad de esta muerte y que simboliza, a su vez, la soledad de la cultura y civilización andina: una soledad fruto del desplazamiento y manipulación folkloristas en la historia oficial. Una historia real contada a medias en textos que mastican obligatoriamente (como obligatorio es el voto de la democracia formal entre nosotros) los escolares peruanos día a día, año tras año.

El trabajo de Velaochaga se ha extendido a otras parodias irónicas y referentes urbanos, usualmente conectados a la cultura de masas como los graffitis, la expresión chicha o la cultura televisiva. Esta última variante la expresó en su serie Machu Pictures: una secuencia de collages pictóricos donde íconos diversos de la "alta" cultura y de la cultura de "masas" se superponían al reconocible paisaje de Machu Picchu (y donde ya aparecía la imagen del Francisco Pizarro de Daniel Hernández sobre el fondo de la ciudadela inca).  A destacar, por ejemplo, una pieza aparentemente menor: los Simpson en pleno (mascotas incluidas) posando su identidad de dibujos animados para la fotografía del recuerdo frente al gran telón de fondo de la vista panorámica de la "ciudad perdida", donde también se valía del humor y la ironía para poner al descubierto las falacias de una modernidad peruana dependiente y mal lograda, propia de un Estado a la medida de élites extranjerizantes que han crecido (engordado) a espaldas de la formación de una nación, a diferencia de otras burguesías criollas de la región.

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En síntesis, las dos muestras aquí descritas y comentadas difirieron por sus concreciones artísticas, por las técnicas y materiales empleados, así como por sus propósitos y posiciones dentro del campo de arte local contemporáneo. Sin embargo, de diverso modo, ambas apuntaron a mirar la vida en sus diversos planos, con intensidad y sensibilidad renovadoras. En el caso de Johanna Hamann, más interiorista y desde la sensibilidad de la mujer y su condición en la sociedad contemporánea; en el caso de Velaochaga, más vinculado al ritmo frenético de la urbe y sus referentes materiales e ideológicos que este artista registra y procesa en coordenadas libertarias.

Ambas muestras coincidieron en la reactivación de nuestra  conciencia crítica, y propiciaron una semejante puesta en cuestión de diversos mecanismos del poder para adocenarnos, y hacernos olvidar de cuáles materiales están hechos la vida, la historia y los discursos que la narran. De este modo, aunque de maneras tan diferentes entre sí, con herencias y referentes artísticos de diversos tipo y procedencia, promovieron la desalienación, y contribuyeron de manera sugerente a recuperar nuestra condición humana más auténtica, nuestra capacidad de simbolización crítica en relación a la vida que vivimos.

Estas dos exposiciones fueron hacia el desvelamiento de las estrategias invisibles con que el poder se enquista en cada uno, mediante sus aparatos culturales y educativos (aquello que un cáustico filósofo y activista francés como Michel Foucault llamó la microfísica del poder). Estamos ante divergentes propuestas artísticas que comparten, sin duda, no solo la procedencia peruana de sus artífices, sino, sobre todo, el activismo crítico, sensible e inteligente, desde el campo cultural, en favor de los objetivos ya comentados. Felicitaciones por eso.


10 abril 2016: elecciones presidenciales obligatorias, virreinato del perú



 



 

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