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TEATRO, ORFANDAD Y MADUREZ

César Ángeles Loayza



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para pati ángeles, fabián jr., rotzio t., miguel ‘ulkadi’ y tania tnt

En los últimos dos meses, asistí a dos obras teatrales de autores peruanos que abordan el tema planteado en el título de esta crónica. Son El día de la luna, de Eduardo Adrianzén, y Gol, de José Diez Canseco, Fernando Luque y Roberto Ángeles (basada en Historia de un gol peruano, de Alfredo Bushby). Ambos montajes fueron dirigidos por Roberto Ángeles (el segundo de ellos culmina esta semana).

EL DÍA DE LA LUNA presenta a tres personajes cuyos encuentros y desencuentros están atravesados por la orfandad, el apego y el desapego, y la dificultad de establecer vínculos estables y duraderos. Así, la historia del joven yuppie Ernesto se verá confrontada cuando, por un viaje de negocios, llega accidentalmente a Huarmey (costa de Ancash), donde, luego de 18 años, reencuentra a su padre quien había abandonado su hogar. Este  es cocinero en un restaurante de carretera provinciana que regenta junto a la hija de su más reciente, y también fracasado, compromiso sentimental (la madre de la muchacha ha viajado con su amante a la selva). Tal reencuentro produce llamaradas de increpaciones y memorias durante esta obra.

Ambientada a mediados de los 90, es también una memoria de los años 70, atravesados por cierta utopía democratizadora de la mano de proyectos reformistas y revolucionarios de la izquierda latinoamericana (el nombre “Ernesto”, del protagonista, es una huella de las guerrillas guevaristas del 60, por ejemplo). El padre, Gabriel (interpretado por el experimentado actor Roberto Moll, quien radica en Venezuela), representa a un cantautor y sobreviviente de aquellos ideales setenteros, mientras que su hijo Ernesto es un joven imbuido del cinismo y escepticismo en proyectos colectivos, algo usual en la última década del siglo pasado, cuando se impuso el modelo neoliberal. Por su parte, Ana, el actual compromiso de Gabriel, es la visagra emocional entre ambos (como una metáfora del Sol: da calor, luz y vida) al intermediar, sin proponérselo, entre padre e hijo durante dicho reencuentro. Es una sencilla mujer de provincia, agradecida porque aquel la ayudó, como pareja, a superar el abandono en que la sumieron sus propios padres.

El  título alude a cuando el primer astronauta pisó la Luna, ya que Ernesto nació aquel mismo día de 1969, quizás como anuncio de una vida solitaria, fría y distante.

De manera semejante a Gol –la otra obra que deseo comentar–, como trasfondo de lo anterior se aprecia una suerte de rememoración conflictiva y revisión desencantada sobre las opciones políticas que, durante los 60-70, asumió la izquierda latinoamericana. Aunque esto aparece como trasfondo del drama humano que cada obra representa, es importante señalarlo como el común marco histórico-político de ambas, muy en consonancia con los ánimos de un sector de las clases medias y otros ámbitos de la sociedad de entonces, al compás de la globalización y la hegemonía del capitalismo en tanto modelo único a comienzos de los 90 (luego de la implosión del llamado bloque socialista).

En El día de la luna, Ernesto llevó adelante una carrera exitosa, por rentable, trabajando en asuntos de telefonía móvil (pisó mejor esta realidad, y se afirmó en la Tierra). No viene al caso rememorar toda la suma de anécdotas y vicisitudes que se lanzan padre e hijo, con mezcla de rabia y frustración no exenta de humor y melancolía. Con solo tres personajes, en un escenario semivacío (una modesta habitación de un hotel de carretera, con cama, colchón de paja, una mesa, una silla y una guitarra), se reconstruye algo tan complejo como el abandono y reencuentro de este tipo de vínculos. Hay escenas que fueron particularmente sensibles para el público, como, por ejemplo, cuando el padre retiene a su hijo, con mentiras y violencia (golpes y atadura de manos incluidos, que no evitan, sin embargo, que Ernesto alarme a su socio, por celular, gritándole que ha sido secuestrado), para forzar un diálogo luego de tantos años de abandono. O aquella otra cuando rememoran las canciones que Gabriel componía y cantaba, al compás de la trova de los setentas, y cantan juntos una emblemática  canción de la trova cubana, ‘Yolanda’, que aborda el asunto del amor y sus eternas promesas e ideales.

El día de la luna es la historia de un padre que no pudo darle continuidad a su hogar, y aunque amaba a su hijo y su esposa optó por un camino a solas, premunido de sus ideales izquierdistas, recorriendo territorios con su canción, hasta (en)callar en aquel restaurante sin renegar de sus principios, sin embargo. Es también la historia de un hijo que, durante el reencuentro, va descubriendo su necesidad de aquella relación ausente en su vida, sintiendo y experimentando cómo la máscara de dureza y autosuficiencia que diseñó para superar el duelo de una familia rota, a sus 11 años, empieza a caer.

En este sentido, es significativa la breve historia que Ernesto le narra, en el tercio final de la obra, acerca de los cocodrilos crías que, al nacer, son blandos, y que, como tales, son presas fáciles de animales rapaces, e inclusive de los propios cocodrilos adultos que los devoran antes de alcanzar el agua. La historia culmina cuando los cocodrilos sobrevivientes crecen y van formando una piel dura que les permite integrarse mejor al resto. Evidentemente, la escena conmueve porque es una metáfora sobre las propias interrelaciones entre los seres humanos, particularmente durante estos tiempos de competitividades y capitalismo salvaje, donde unos devoran a otros para (sobre)vivir, a veces, formar familia, y, más raro aún, poder tener una vida parecida a la felicidad en esta sociedad.

Otro momento climático es cuando, luego de una serie de discusiones y memorias, así como diversas revelaciones, Ana les comunica que los socios de Ernesto han ido a buscarlo al hotel con la policía. El padre pide a su hijo que resuelva el problema, que ya terminaron de hablar. Entonces, Ernesto estalla, gritándole que lo haga él, que nunca sacó cara ante nada, que en cambio él solo tuvo que hacer su vida, siempre. Gabriel, trastabillando, decide salir a aclarar el malentendido.

Es un momento importante por dos razones. Primero, porque el hijo se ha convertido, simbólicamente, en padre para su padre, lo cual es un principio de salud: cuando los hijos dan pasos hacia la madurez y ya no se someten a los intereses y necesidades de sus padres, sino que van adquiriendo independencia emocional. Y, también, porque se pone en primer plano la incomunicación que ha gobernado la historia entre ambos personajes.

La escena final es particularmente conmovedora, ya que, luego de una despedida entre emocionada y adrede fría entre ambos, Ernesto retorna, luego de unas semanas, portando un regalo a su padre: un celular nuevo. Pero Ana le narra, entre lágrimas, que volvió a partir y que no volverá (como la Luna y nuestros más secretos sueños, Gabriel solo aparece cuando, simbólicamente, es de noche). Comprobamos no solo la ilusión y necesidad de Ernesto por recuperar a su padre, después y más allá de todo, sino que, como suele suceder, la realidad va por su lado y nuestras fantasías, por otro. Ana y Ernesto se abrazan, sin imprecaciones contra Gabriel, y finalmente una nueva llamada los distrae: es el socio de Ernesto que llama al nuevo celular para ver si la señal funciona. Él responde que sí, perfectamente, y que quizás un día se invente un celular que conecte con la Luna, donde exista vida y alguien responda (lo cual me evocó el poema “Oración por Marilyn Monroe”, de Ernesto Cardenal). El celular, en verdad, es un símbolo cabal de todo el drama anterior. El frío en el escenario invade al personaje, y su soledad y desencanto cierran la representación teatral, dando a entender que aunque los (tres) astros se encuentren, solo se cruzan en la vida.

GOL es la otra obra del mismo director. Y es como retomar la trama anterior, para retrotraerla hacia la infancia. Hay un niño de 8-9 años cuyo padre enfrentó el dilema de qué hacer con su vida, luego de perder su empleo, también a su mujer y, aparentemente, el cariño y respeto de su hijo único. El padre fue un escritor que, durante la dictadura militar velasquista, descreyó de este régimen y sus promesas populistas, y que, por tal motivo, fue despedido del diario donde trabajaba. Su mujer (sobria y excelentemente interpretada por Nicolás Galindo, quien alterna entre este personaje y una de las cuatro representaciones del hijo, lo que confiere  mayor extrañamiento al rol de la madre) lo rechazó y le confesó que, desde hace un año, tenía un amante argentino: es una mujer frívola, incapaz de llevar adelante su hogar (en la línea de madres distantes, afectivamente equívocas y disciplinarias: adecuado terreno para desórdenes sicológicos de hijos y familia). Al inicio de esta obra, el hijo, ya adulto, evoca aquella tensa coyuntura: escuchó y se dio cuenta de todo; y, al principio, tomó partido por su madre, dejando solo y destrozado al padre, quien se suicidó arrojándose del edificio donde vivían.

Ambientada, también, a principios de los 90 (y, asimismo, 21 años antes, en compleja alternancia de tiempos), Gol aborda como metáfora el fútbol: el momento cuando la selección peruana tenía un notable equipo de jugadores que clasificó al mundial de México 70.

Pero, como en El día de la luna, ni el trasfondo político, ni el propio fútbol, resultan lo central del conflicto, sino que la agonía mundialista de este deporte sirve de palanca dramatúrgica para otros asuntos: una vez más, la disolución de una familia y, proyectando el símbolo deportivo al horizonte de este país, a sus trabas para dar curso sostenido a sus potencialidades y esperanzas de crecimiento.

Como estructura teatral, Gol es más compleja que la anterior ya que, además de lo señalado, cuatro actores se turnan en la representación del niño, como diferentes personalidades y voces que habitan, conflictivamente, el interior de este personaje en crecimiento. Hay sucesivos diálogos interiores donde chocan contrastadas actitudes, respuestas y especulaciones acerca de la implosión de esta familia, el suicidio del padre, y las mentiras de la madre. Al mismo tiempo, se representan otros personajes durante la trama: el entrenador de fútbol escolar del niño, el amante argentino de la madre, sendos locutores que narran dos partidos estelares de la selección mundialista del 70, etcétera.

Otros dos actores, como jefes de escena que apoyan ágiles cambios de mobiliario y acciones grupales durante la representación, completan el elenco de seis integrantes.

Este segundo montaje ofrece, nuevamente, un escenario semivacío, cubista, donde el público debe imaginar sucesivamente un estadio de fútbol, una habitación, un oratorio, una casa, entre otros espacios donde ocurren las acciones, a partir de tres o cuatro muebles multiusos. Lo anterior nos sitúa ante la apuesta de R.Ángeles como director, y que probablemente es su sello de fábrica: el trabajo actoral como soporte de la representación dramática, prescindiendo de otros elementos como, por ejemplo, una escenografía recargada que distraiga la atención del público. En este punto, Ángeles, como otros actores y directores del medio, revela una marca de aquellos años formativos (60-70) del teatro peruano (o limeño), cuando la influencia de Bertolt Brecht fue decisiva por diversas razones. Entre otras técnicas, el clásico dramaturgo alemán apostó por un teatro que propiciase la conciencia crítica del espectador (de ahí su trajinado concepto del Verfremdungseffekt: “efecto del distanciamiento”), para que el espectador no se viera subsumido en la fantasía teatral, sino que cobrase distancia para darse cuenta de hallarse ante una (re)presentación de la vida y que, como esta, podía y debía ser intervenida. [1]

Vaciar el escenario de artefactos y mobiliario, para concentrarse en el trabajo actoral es parte de lo anterior (como ha solido hacer Ángeles, con algunas pocas excepciones que no contradicen lo expresado; como en su notable dirección de Viaje de un largo día hacia la noche, obra cumbre de Eugene O’Neill, y que aborda el terrible desmoronamiento de una familia norteamericana). A eso mismo coadyuvan los monólogos que interpelan al público, y las reflexiones de los cuatro personajes que presentan y conforman los acontecimientos estelares del protagonista, facilitando que el público se focalice en la trama y expresividad corporal.

En Gol, esto es clave porque, como queda dicho, el eje dramático es la situación límite del personaje central: un niño de 8-9 años que muy pronto queda huérfano de padre, y que, sin aceptar la otra relación de su madre, se queda solo en esta vida. Algo que se remarca cuando, luego de procurar sin éxito otro hogar (y otro padre) visitando la casa del entrenador de fútbol de su colegio, corre a la iglesia y ora para que su padre vuelva, cerrando la escena con un grito desgarrador que lo llama en vano. Gol es una representación colectiva, como era de esperarse ya que el fútbol es un deporte colectivo, y donde se grita, en vano, por tres ausencias vitales: el padre, el país y dios; es decir, por algunas de las anclas sociales que nos han enseñado a cultivar desde pequeños, y que, sin embargo, no son gritos de gol.

Los movimientos coreográficos (algo característico del teatro de Ángeles), que simulan la referida competencia deportiva,  representan el sincronizado trabajo en equipo que supone un deporte como el fútbol (y como el teatro, además), y, por contraste, dan cuenta de la soledad del individuo que no puede hallar dicha sincronía en esta realidad escindida y agresiva, así como el país mismo no puede hallarla.

Como en el fútbol y la vida, la puesta en escena está cargada de nervio: gritos, peleas, fricciones corporales, tambores amenazantes, plásticos movimientos coreográficos y un acertado uso  de música electrónica que –como en El día de la luna– contribuye a perfilar la tensión dramática in crescendo del montaje.

En estos tiempos de programas televisivos del culto al cuerpo, con arreglados romances entre los protagonistas de Combate, Esto es guerra y demás concursos diseñados para el morbo mediático, un espectáculo como Gol plantea otra forma de ver el cuerpo (el cuerpo del hombre, en este caso). Un cuerpo en competencia con la vida misma, luchando por sobrevivir a sus propios fantasmas. Como vuelve a suceder hacia el final, luego de que el niño, desesperado por un drástico castigo de su ofendida madre, que lo encierra en su habitación sin televisor, se imagina a solas el legendario empate entre Perú y Argentina (2-2), en la Bombonera, con el cual Perú clasificó al Mundial de México 70 dejando en casa a la potencia argentina.

El monólogo final retoma el del inicio, cuando el hijo, ya de 30 años, se descubre en el dilema de ser o no ser, de seguir o no el camino  autodestructivo de su padre, al borde de la cornisa de donde este se arrojó al vacío 21 años antes. La aparición final del padre, luego de la aludida clasificación peruana, es la epifanía de un ángel con casaca blanca que volviese para reiterar a su hijo lo que le dijo en el  estadio, cuando fueron a vivar la selección peruana: que tome sus propias decisiones, que elija su camino en el presente, que no lo tome a él como ejemplo.

Este es uno de los leitmotivs centrales de Gol. El mismo que, trasladado en términos colectivos, como explica el protagonista ya adulto, al cierre de la obra y de cara al público, significa que tomemos una decisión y la hagamos efectiva. La pregunta tácita es qué le ha impedido hacerlo a este país, embriagado de fantasías y potencialidades como su propio fútbol; el que, luego de una precampaña llena de augurios en 1982, fue yendo cuesta abajo, sin aclarar ni solucionar lo que le impedía despegar.

MEZCLADORA. Culmino esta crónica, superponiendo ambas obras comentadas. En El día de la luna, Ana increpa a Ernesto (ambos, hijos abandonados) el cargamontón que ejecutó contra Gabriel. Le refriega que él ha tenido, después de todo, una vida buena con la nueva familia que formó su madre. Que todos necesitamos un ingrediente, y que para ella Gabriel fue su ingrediente, ayudándola a salir adelante y vivir. Ernesto reconoce que el nuevo compañero de su madre, su padrastro, lo fue para él. Así que nadie está del todo solo, concluye Ana, y que hay que saber por dónde empezar y llevarlo a cabo.

En Gol, el monólogo final del protagonista acontece luego de que este recibió la visita imaginaria de su padre, quien le puso en evidencia que no podía seguir detenido en sus 9 años, que ya era un hombre de 30 y que debe decidir. Ante lo cual el protagonista traslada la pregunta (la pelota) al público. De momento, dice, no sabe qué hacer, pero ha tomado conciencia y debe avanzar en la dirección que decida tomar. Eso dependerá de ustedes, dice al final, involucrando en la solución, (re)activándolos, a los espectadores.

En ambas obras, la letanía de problemas vividos (y narrados), o la victimización por las pretéritas acciones de nuestros mayores, no conducen a  ninguna parte. Hay que superarlos ejecutando, sin demora, las decisiones correctas en el presente. También comparten un conflicto principal y de fondo, como es la ausencia y necesidad del padre en la vida del hijo, además de la urgencia y obstáculos para (re)hacer una vida desde una temprana orfandad. Tarde o temprano, en ambos casos, la figura paterna reaparece en la del hijo adulto, como factor de sanación y palanca para invertir el impulso de destrucción y muerte que gobierna cada drama, abriendo compuertas al impulso de vida.

Por otro lado, si El día de la luna concluye con un hijo rehecho pero desconcertado, aunque con un camino detrás y una nueva familia que lo sostiene, en Gol, en cambio, cerramos con un hijo que ha vuelto sobre sus pasos para recién emprender un camino propio a sus 30 años. En la segunda obra se afirma que todo hombre lo es porque supera sus problemas; es más, que necesita de una mujer al lado para hacerlo. Será por eso, también, que Ernesto se nos aparece como alguien menos desvalido que el protagonista de Gol, ya que no solo mantiene un buen vínculo con su madre, sino que, al parecer, ha ganado una amiga, quizás una compañera, en Ana.

Al considerar en paralelo ambas obras, comprobamos que se trata de un recorrido afín de auto-con-ciencia desde la juventud hacia la infancia. Roberto Ángeles, director de ambos montajes, ha conducido a su público un poco más atrás para develar ciertos síntomas y heridas sicológicas de nuestra insatisfacción y nuestro inmovilismo, y por qué no decirlo, también de nuestros fracasos y nuestras victorias.

La segunda obra, como dice el protagonista, fue el intento de narrar la historia del único gol que hizo en su vida, y que, sin embargo, aquel recuento anecdótico se convirtió en la memoria de su vida, evocando una serie de sucesos. (Recuerdo haber sentido algo semejante en los recreos y, en general, a partir de mi etapa escolar en mi colegio Inmaculada, el mismo de mis dos hermanos mayores. Al final, redondeo esta idea).

Quizás una explicación que otorgue mayor horizonte a todo lo anterior sea que el tema de familias rotas o en crisis es algo no solo muy actual, sino que, si situamos el asunto en términos históricos, podríamos reparar en que lo que entendemos por “Perú” (en términos metafóricos de familia, país, o nación) se gesta desde la escisión y el abuso de poder. Con padres foráneos que abandonaron a mujeres nativas luego de someterlas y embarazarlas, dando lugar a un mestizaje conflictivo (imbuido de agravios, y hondos vacíos y resentimientos); el mismo que un buen escritor como Miguel Gutiérrez ha novelado en La violencia del tiempo, una de las mayores contribuciones de la literatura peruana para operar (en) dicha dolorosa realidad, tan conflictiva y de heridas colectivas, a la vez que tan cargada de potencialidades para ser revertida: a condición de tomar conciencia y decidirse, decidirnos.

Es obvio que estamos ante un trabajo sobre la memoria en función de sanar el presente; algo en lo que algunos otros directores y dramaturgos peruanos se vienen ocupando, también, durante los últimos años y temporadas. Habrá quienes pretendan una  dramaturgia con diferentes formas y objetivos: un teatro con vínculos y referencias más evidentes con la historia social y sus colectividades en pugna. Es algo válido y, también, necesario. Pienso que lo que siempre debe importar, además, es saber qué se expone detrás de cada propuesta teatral y artística. Es lo que dejo sentado en estas líneas, a partir de dos recientes propuestas de un director que ha venido indagando, por años, en una dramaturgia que dé forma a sus obsesiones personales y colectivas, para extraer claridad de toda esa hoguera de vanidades y emociones auténticas que contiene, contradictoriamente, el ser humano.

Por eso, aun considerando mis discrepancias sobre ciertas perspectivas y posiciones políticas que, como dije, son telón de fondo de estos montajes (más bien explicitadas en sendos textos en los respectivos programas de mano), ambas obras  me han resultado tan familiares y cotidianas, vinculadas a jóvenes y entornos de clase media limeña, que al apreciar y aplaudirlas sentí que también me concernían. Me consta que, más allá de diferencias intergeneracionales, de procedencia social o familiar, e inclusive de criterios y actitudes vitales, quienes asistieron a ambos espectáculos teatrales sintieron algo semejante. De ahí sus lágrimas y sonrisas al final de cada función, y retornar, bajo la luna, a este juego en serio que es la vida. ¿Y tú me lo preguntas?

 

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[1] Cabe acotar, sin embargo, que la aludida influencia de Brecht no significa que los casos aquí comentados se ciñan a lo que el dramaturgo alemán proponía como su método de trabajo: el nuevo teatro de la era científica debía exponer la cuestión social como base de la trama, y plantearse, de manera constante y directa, la cuestión de la lucha revolucionaria a partir del conflicto entre clases.




 



 

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TEATRO, ORFANDAD Y MADUREZ.
"El día de la luna" y "Gol".
Por César Ángeles Loayza