La décima novela La rueda de la fortuna (Sinco editores, 2024), de Juan Morillo Ganoza (1939, La Libertad), es un volumen de 400 páginas interesante de leer, con una cuidada y atractiva edición (como debe ser), y cuya narrativa fluye como río verbal abriéndose a diversas temáticas, épocas, interrelaciones y experiencias de vida. En tal sentido, es una obra de ambición múltiple, donde descuellan algunos asuntos centrales como el propio quehacer literario novelesco, las incesantes migraciones y cambios a todo nivel, e inclusive el remarcable diseño de personajes femeninos, (entre diversos presentes narrativos en la vieja cultura del patriarcado y sus múltiples taras), y que constituyen algunos de los pasajes más seductores de este libro, donde el gozoso (goloso) encuentro íntimo marca significativa diferencia en nuestra tradición narrativa, por lo general sellada entre la culpa y la sombra tortuosa, con las excepciones del caso.
Por otro lado, los abordajes sobre la militancia izquierdista del protagonista y narrador, en tiempos de las guerrillas del 60 o también de la guerra interna en el Perú de los años 80, están expuestos mediante un sensible testimonio personal, reflexiones crítico políticas varias, y el final desencanto de dicha militancia (“fracaso” lo denomina el narrador, de modo absoluto, obviando cualquier otro matiz posible), sin que esto le suponga arriar las históricas banderas del socialismo: como horizonte alternativo y antagónico al capitalismo y su mediocre cultura individualista, egoísta.
En tal sentido, esta novela de Morillo sitúa muchas de sus coordenadas entre la poética neorrealista y la crítica al poder imperante, como practicó y postuló el emblemático grupo Narración (ver aquí y aquí), liderado por Oswaldo Reynoso, Miguel Gutiérrez y Vilma Aguilar, del que Juan Morillo —junto con Roberto Reyes— es uno de sus últimos representantes entre nosotros. Es decir, al ocuparse de los avatares de la condición humana, entre el fuego de la historia real y concreta que vive el protagonista, Ángel Aguirre, y su lento aprendizaje como autor literario en diferentes etapas y circunstancias de su inestable proceso vital. Al respecto de lo anterior, otro asunto relevante lo constituyen sus reflexiones sobre cómo escribir la novela (“la historia”) de su vida, con cuáles métodos, características y sentido general. De ahí que la escena que abre y cierra reflexivamente el libro que comentamos, es una suerte de metáfora o episteme circular sobre las opciones en aquella rueda de la fortuna que simboliza la vida misma y da título al volumen, al sorprender a un Mario Vargas Llosa octogenario deambulando, ensimismado y ensombrecido, en el París actual:
Llevaba más de una hora divagando sobre asuntos de mi vida, mientras esperaba a mi amiga Laura Vigo, en un bar de París, ubicado a la vuelta del boulevard Saint German des Prés, cuando vi pasar por la calle a un hombre de buen porte, terno gris claro y corbata oscura, mechón canoso medio cruzado sobre su frente y una visible aureola de agobio y soledad. A pesar de que caminaba erguido, parecía, más que ensimismado, conturbado, como abatido por algo parecido a la culpa o al remordimiento. El bar desplegaba, en su espacio interior, una especie de terrazas superpuestas que le conferían al lugar la imagen de un anfiteatro de enorme espacio cuadrangular. En esas amplias terrazas, conectadas por pasillos escalonados por donde los mozos subían y bajaban en un constante ir y venir, se distribuían las mesas atestadas de clientes.
Yo estaba en la parte media, en una mesa para dos, junto al enorme ventanal —¿era ventanal o un muro de vidrio?— que se extendía desde el suelo hasta al techo. Su total transparencia permitía ver, de cerca y con claridad, la calle en declive y todo lo que ocurría en ella. Me di tiempo para fijarme bien en las facciones del hombre que había movido mi atención, y concluí que era él, sin duda: Vargas Llosa. ¿Se había dado una escapada de Madrid, donde convivía en cuerpo y alma con el símbolo mayor de la frivolidad de España? ¿Iba a encontrarse con ella en algún café de la zona o, de acuerdo a su semblante, rumiaba por las calles de París, lejos de la Preysler, el contratiempo de haber caído en una absurda contradicción vital al haberse ido a vivir con ella luego de publicar un libro demoledor contra la banalización de la cultura en un mundo dominado por la diversión, lo superficial y lo frívolo? ¿O simplemente paseaba su soledad —una simple soledad, o tal vez, una intensa, amarga y sempiterna soledad, nunca disipada ni siquiera por los humos de la gloria— por las calles de París, que tanto conocía? (p.404).
Con lo cual se da curso a la antinomia entre dos maneras no solo de entender y practicar el oficio artístico literario, sino la vida misma y sus etapas ante la sociedad contemporánea.
De ahí también que esta amplia narrativa (en todos los sentidos del adjetivo) de La rueda de la fortuna, al abordar vaivenes y cambios vitales del protagonista y narrador, no podía obviar tampoco las correlaciones con otros autores y libros de la tradición novelesca local y universal, en tanto que varios aspectos de la trama también dan forma a una novela de aprendizaje. Entre otras sentidas evocaciones aparecen las referidas a Neruda, Arguedas, Juan Rulfo y, sobre todo, a su coterráneo Ciro Alegría (véanse las emotivas páginas que dedica a su memoria: 207-215), quien de seguro fue un escritor que influyó en la poética de oralidad popular que Morillo impregna, en particular, en las extensas historias contadas (casi a la manera de Las mil y una noches, uno de los libros citados como inspiración) por el músico trashumante Gumersindo Herrada. Se trata de un personaje que cuenta historias vívidas de difícil migrancia entre la provincia andina y las urbes semimodernas del país, así como de su orfandad y peripecias, a veces, al modo de la novela picaresca o costumbrista.
En tal sentido, cierta desubicación social y la timidez que impregna tanto a este personaje como al narrador de la novela son permanentes marcas emotivas que, sin embargo, no les impiden llevar a cabo, respectivamente a cada uno, el imperativo de contar historias o escribir el postergado proyecto.novela de su vida (como de semejante manera hicieron los miembros de Narración, aunque su compromiso político, el consiguiente activismo y los diversos viajes muchas veces interfirieron por largos periodos de tiempo en la ulterior concreción de sus obras, varias de ellas memorables para nuestra tradición). Es así que, entre otros asuntos ontológicos vinculados a la agonía de vivir y morir, hay este pasaje significativo cuando el protagonista relaciona lo anterior con el universal arte de narrar mientras retorna en un avión desde París a Lima:
El avión volaba en calma, pero a mí no se me iban de la mente las mismas ideas de la muerte. ¿Cómo será la última impresión visual de un moribundo? No podrá registrarla en su memoria por razones obvias —ya no tendrá memoria— y aunque la registrara, no podrá contarla, porque todo pasará, de inmediato, a los dominios de la nada. Yo me he pasado la vida ansiando contar una gran historia y en este afán, he llegado a una conclusión muy simple: haga uno lo que haga o deje de hacer, se pasa la vida contando. Dos o más personas se encuentran y no bien abren la boca empiezan a decirse cosas, no importa si insignificantes, banales o como sea, el hecho es que todo lo que se dicen no son más que formas de contar. Todo es contar, tanto, que hasta hay un saludo bastante frecuente que es toda una invitación a hacerlo: ¡Qué tal!, ¡qué me cuentas! ¿Quién puede negar que el acto de comunicarse, esencial en la convivencia humana, no es sino el acto de contar? Uno cuenta y otro escucha, pero en ocasiones, no hace falta tener a nadie delante de uno. En un soliloquio, por ejemplo, uno mismo es el que cuenta y el que escucha. La vida es un largo y múltiple contar, y no hace falta estar despierto, en vigilia, para llevarlo a cabo: los sueños son un vasto espacio en el que el acto de contar rompe las barreras del modo de hablar y de los hechos reales, y ofrece la versión de un mundo mágico y lo maravilloso, increíblemente diverso, en el que cabe todo (pp. 276-277).
Como se dijo, los disímiles espacios en el flujo ancho de la narración que impulsa esta obra van y vienen, cruzándose en la vida y la memoria recreada por el protagonista, entre la sierra norte (Morillo proviene de la liberteña provincia rural de Pataz), Trujillo, Ancash, Lima, e inclusive Ayacucho. A destacar, en ese último caso, la recreación literaria de los años previos a la insurgencia del PCP “Sendero Luminoso”, como los conmovedores y sublevantes pasajes en torno a las protestas estudiantiles en pleno velascato por la gratuidad de la enseñanza, y cuya heroica gesta con saldo de heridos y muertos por la represión matonesca del dizque gobierno revolucionario de las fuerzas armadas quedó inmortalizada en el célebre huayno ayacuchano Flor de retama, de Ricardo Dolorier, en 1969 (ver aquí y aquí). Estos acontecimientos también dieron lugar a la primera de las tres potentes crónicas documentales de factura colectiva del citado colectivo Narración, publicadas bajo el título global de Nueva crónica y buen gobierno (cuyo nombre es un homenaje explícito a la crónica andina de Felipe Guamán Poma de Ayala) y que inauguró aquella sobre “Los sucesos de Huanta y Ayacucho”.
Los viajes del protagonista en Europa -sobre todo, su prolongada estancia en París- complementan este amplio recorrido por espacios diversos, que nutrieron su imaginación y experiencia humana, y que le ayudarán a perfilar su disposición final para ponerse manos a la obra en su libro tantas veces postergado. Al respecto de cómo convertirse en un escritor, Oswaldo Reynoso tenía un mantra didáctico que reiteraba a su atento público en las conferencias magistrales que brindaba en diversos foros y escuelas donde solían invitarlo: leer, leer, leer y vivir, vivir, vivir y escribir, escribir, escribir; lo que a veces, según el público que tenía al frente, resumía en: vivir, vivir, vivir, sino de qué mierda vas a escribir.
Pienso que esta anécdota y humor vitalistas calan bien en lo recorrido durante la novela La rueda de la fortuna que Juan Morillo ahora nos ofrece, y que cabe leer, lápiz en mano, para seguir el desenvolvimiento, pasión y visicitudes de un joven que decide convertirse en escritor, así como para confrontarnos con las múltiples opciones y posiciones ante la vida y sus contradicciones (afrontadas tanto por individuos como por masas de sujetos, entre el orden impuesto y la justificada rebelión) que se ponen en marcha a lo largo de su narración. Por todo lo cual, es un nuevo libro que complementa y avanza la fértil trayectoria de este autor (ahora radicado en Madrid, luego de cuatro décadas en la China postmaoísta), y que sin duda sostendrá la lectoría que ha ido ganando como tantos otros autores de la importante promoción a la que pertenece, donde es uno de sus representativos exponentes y que, aunque demoró más tiempo en retomar la publicación de sus trabajos, lo viene haciendo con incandescente regularidad en lo que va del presente siglo.
Juan Morillo Ganoza y César Ángeles Loayza con el número 2 de la revista Narración
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Nuevo libro (y buen gobierno) de Juan Morillo: representativo autor literario en el Perú
POR César Ángeles Loayza