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ELEODORO VARGAS VICUÑA:
RECOLECTOR DE INFINITO, VIDA Y POESÍA
César Ángeles L.
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A inicios de los 90, vi brevemente al singular narrador peruano Eleodoro Vargas Vicuña en la feria del libro de Miraflores (Lima). Nos hallamos, casualmente, en la presentación de una novela del amigo y escritor Miguel Gutiérrez (en esa época aún no era mi amigo, la verdad sea dicha: eso ocurriría varios años después). En medio de su presentación, Miguel mencionó que tenía ciertos problemas de conciencia cuando, en los duros años de la guerra interna (80-90) en el país, él dedicaba sus mejores energías en sacar adelante sus proyectos narrativos, que aguardaban desde hacía mucho tiempo a que él les dedicase trabajo. Pensaba, en su fuero interno, que la literatura no cambiaba el mundo, como era su deseo desde los tempranos años 60. Desde el público, al final, le pregunté al respecto, y le dije –creo– si no fuese mejor dejar de escribir y dedicarse a tales (pre)ocupaciones políticas. En su réplica me dijo que podría ser así, pero que, mientras tanto, qué hacíamos con nuestro imperativo creador como escritores. Al final de la velada, me topé con Eleodoro, y me dijo que le había gustado mi pregunta acerca del sentido de para qué escribir. Tuvo una sonrisa amable y sencilla conmigo. De él recuerdo eso, fue la única vez que cruzamos palabras. Recuerdo también, por supuesto, su fina narrativa teñida de poesía y reunida en su gran libro de cuentos: Ñahuín,[1] que cualquier peruano sensible con nuestra historia y su gente debiera leer. La reproducción, y divulgación, de los tres siguientes textos testimoniales (uno del reconocido crítico peruano Antonio Cornejo Polar, otro del propio Eleodoro, y el tercero del escritor Oswaldo Reynoso sobre su gran amigo) es mi tardío homenaje a este poeta que volcó su gran talento en la narrativa breve de temática rural, utilizando diversas herramientas de la narrativa moderna contemporánea. Que el inasible polvo de las estrellas nos bese en estas líneas fraternas.
Antonio Cornejo Polar
Nahuín fue un libro fundador. Históricamente, sus cortos ocho cuentos abrieron el intenso periodo que comienza con la narrativa de la "generación del 50", inaugurando -dentro de este contexto- una nueva opción estilístico-representativa. Si se evoca el término de comparación más inmediato, la brevedad, la sutileza y el esmero de los relatos de Eleodoro Vargas Vicuña se oponen en bulto a la caudalosa, exhaustiva y a veces desaliñada prosa de temática campesina que se producía con anterioridad. Aunque sólo sea por su temple estilístico, puesto que están inscritos en sistemas literarios profundamente distintos, Nahuín parece remitir más bien a La casa de cartón (1928), de Martín Adán, esa otra obra maestra de la narrativa de raíz y aliento poéticos.
(En: “Apuntes sobre "Esa vez del huaico’ de Vargas Vicuña”: Lexis, Vol. V, Num. l. Julio de 1981).
CONFESIONES EN ALTA VOZ
Lima, primavera 1997
Poco antes de fallecer, el 11 de abril, el escritor peruano Eleodoro Vargas Vicuña (1924-1997) se confesó con su amiga Esperanza Ruiz el 4 de febrero de 1997; ella se limitó apenas a encender la grabadora, hacerle un par de preguntas y dejar que la coz de Eleodoro transcurra diáfana y cristalina. Es la voz de un hombre que está próximo al fin, un hombre que ha vivido y deja para sus amigos sus recuerdos y sus afectos. La salud está deteriorada y las energías escasean. Ésta es, pues, una confesión en alta voz. Acá la palabra sentida del artista.
POR: Eleodoro Vargas Vicuña
La familia
Hay un alto porcentaje de mi vida que pertenece a la vida de la comunidad. A través de los ojos, oídos y voz de mi abuela aprendí muchas cosas. Ella personifica os ojos, los oídos y la voz de todo un pueblo. Otra parte importante de mi existencia es el hecho de haber aprendido a leer cuando niño, asunto que con los años se convirtió en una carga por la importancia que tuvo para mi acercamiento a la literatura. Por entonces, yo no me percataba que lo que leía era literatura, para mí todo los que pasaba por mis ojos se constituía en lectura normal y corriente. A los seis años de edad, por ejemplo, escuché recitar a mi hermano Víctor Vargas Vicuña, un hermoso poema de José Santos Chocano cuyos versos a los lejos vienen a mi memoria: “Indio que asomas a la puerta de esa tu rústica mansión…”. Todas estas cosas a mí me conmovían profundamente.
Hay algo paradójico en mi existencia que no sé por qué razón siempre la asocio a un árbol, con la diferencia de que yo me he movido y un árbol no se mueve. Tengo la impresión de que todo lo que me ha sucedido, ha pasado por encima de mí, junto a mí, como los vientos, como los aires, como el aliento de la gente. Siempre me he sentido un hombre fantasmado, como un hombre que no tenía existencia. Lo que realmente sustenta esta condición fantasmal, o de fantasía de la vida que he vivido, es que nunca he tenido una ambición definida, nunca he tenido la potencia ni la fuerza necesarias para imponerme una conducta y llevarla hasta las últimas consecuencias. Por ejemplo, a mí me gustaba la guitarra y por eso me matriculaba en cursos, pero apenas me percataba que los profesores no tenían ninguna atención para mí o no tenían el método necesario para enseñar, de inmediato me retiraba de las clases. Me matriculaba en infinidad de cursos, me matriculaba por ejemplo en cursillos de idiomas, en inglés; mi madre siempre estaba presta en apoyar mis inquietudes y ella luego me preguntaba pero yo nunca le i cuenta de lo que hacía. Luego ingresé a la Universidad, porque es costumbre ingresar a la Universidad, pero entré sin ningún proyecto definido. Puede haber estudiado entonces Medicina o Psicología o Ingeniería o sabe Dios qué. Pero como ahí estaba la Facultad de Educación, por alguna razón que yo desconozco ingresé a San Marcos para estudiar Educación; o tal vez porque cuando fui a matricularme para prepararme a la Universidad seguramente el que decidió allí que estudiara Educación fue, posiblemente, el director de esa Academia, el profesor Mayaute.
La Universidad
Estudié en la Universidad pero a ciencia cierta yo no tenía muy en claro lo que iba hacer como profesor. Nunca, jamás, durante ese tiempo se me ocurrió leer un libro sobre mi especialidad o desarrollar, investigar y escribir un tema sobre pedagogía. Eso es lo que se llama hacer una carrera y yo no la hice. Lo que sí sé a la perfección es que me pasé exactamente cuatro años de mi vida en San Marcos leyendo. Cuatro años exactos leyendo en la Biblioteca Nacional, en la Biblioteca de San Marcos y en la Biblioteca del Congreso. En esta última, los libros que ponían a disposición del público lector eran los de reciente edición; era algo increíble para mí. Todo lo máximo de la literatura internacional inmediatamente llegaba a la Biblioteca del Congreso, ahí leí por ejemplo a muchos escritores norteamericanos. Luego me fui a la Universidad de Arequipa, donde me pasé la vida leyendo entre la Biblioteca del Ateneo que pertenece al municipio y la Biblioteca de la Universidad. Ahí sí comencé ir a clases y dar examen. Te confieso que jamás estudié una letra para dar un examen; nunca tuve ni un libro ni un cuaderno ni una copia de apuntes de los cursos. Yo iba, daba el examen, aprobaba y pasaba de año.
Lo que yo te estoy tratando de decir ahora es que mi vida había sido, en resumen, la vida de un poeta; y yo no lo sabía hasta el momento de hacer esta suerte de balance que te cuento. El Dios que regía esa vida de poeta, a través del cristianismo o a través del budismo o hinduismo que yo desde temprano leí, o a través de los textos de Rabindranat Tagore, Gitanjali, El anillo satunjala, es decir toda la literatura oriental que leía por entonces, hicieron de mí una persona que vivía entre todos esos personajes. Yo no soñaba porque apenas leía todo se me olvidaba, tampoco comentaba con nadie mis lecturas. Cuando fui a Arequipa los alumnos de la Universidad me eligieron su representante estudiantil, durante los cuatro años que pasé ahí. De repente me vine a Lima, hacia 1947, y comencé a escribir los primeros cuentos de Nahuín. Desde el 27 de junio de 1947 empecé a escribir esos cuentos, el primero de ellos se llamó “El traslado”. Los escribí y lo dejé, siempre he escrito y he dejado las cosas así, un poco sueltas. Hasta que hubo un concurso de cuentos, allá en Arequipa, y yo presenté “El traslado”. Otro participante obtuvo el primer premio con un relato llamado “El viaje”. Te cuento todo esto como un recuerdo precioso de aquellos años. Yo estaba entre los que seguían la literatura de José María Arguedas y de Ciro Alegría y no entre aquellos que seguían lo que podríamos llamar la literatura académica en cuanto utilizan correctamente las palabras. Algunas palabras que se hablan así, de manera particular, en la sierra, yo las puse en mi cuento tal cual se pronuncian, como un signo de identidad de esa cultura en donde yo había vivido. Todo esto fue estupendo para mí. Yo siempre releo a Rulfo y en sus cuentos he encontrado la confirmación de que lo que hice estaba bien. Mi relato-que perdió el concurso- fue descalificado porque en lugar de poner “acomedieron” puse “se acomidieron”. Un catedrático me dijo que si yo estaba estudiando literatura y gramática, y más tarde iba a ser profesor, no debía escribir así. Hace unos días estaba releyendo a Rulfo y detecté que él pone en uno de sus cuentos exactamente igual a lo que yo puse: “se acomidieron”. La gran lección de Rulfo radica en el hecho de haber escrito las palabras tal como suenan al oído y tal como debe sonar un cuento de esa naturaleza en señal de identidad cultural.
Indirectamente, a mí la literatura me ha estado enseñando. Luego de esa experiencia jamás volví a escribir de la manera como se habla comúnmente, porté por escribir respetando las normas de la gramática. Eso fue un salto entre la prosa de Arguedas, que escribe y siente en quechua, y luego traduce al español, y a prosa de Ciro Alegría que es neutra y académica, vale decir, escribía de manera correcta pero cuando le da voz propia a sus personajes éstos hablan como suele expresarse la gente del campo. En ese contexto, diría que mi escritura sufrió una evolución en el lenguaje. Diría, asimismo, que mi producción literaria contribuye, creo yo, más que en el campo temático o en el nivel técnico, en el retrato de un modo de vida, en la construcción de una atmósfera.
Lima
Cuando regresé de Arequipa a Lima y me instalé acá, nunca pensé irme a ninguna parte. En ese transcurrir escribí la mayoría de mis cuentos. Comencé a trabajar por aquí y por allá pero sin ningún sentido de hacer, como se dice, una carrera. Y me quedé así, con toda tranquilidad pero siempre afectivo con las nuevas amistades que iba ganando. En Lima se vivía una vida paradisiaca, me refiero a los años cincuenta y sesenta; había una elegancia sin igual, la gente se comportaba con una conducta muy noble, muy amable; las calles eran un escaparate de exhibición de cómo la gente se vestía, de cómo caminaba, de cómo saludaba; hasta cuando se comportaban mal lo hacían elegantemente. Yo no sé por qué te estoy hablando de esta manera cuando en realidad quisiera decirte otras cosas, probablemente más interesantes. Te repito, mi querida Esperanza, que yo nunca tuve un proyecto de vida para llegar a hacer algo o alguien.
Durante mucho tiempo pensé que había escrito muy pocos poemas en mi vida y que sólo se habían salvado apenas unos doce o quince; sin embargo, durante buen tiempo solía escribir algunos versos aislados, en un cuaderno que tenía siempre a la mano. Un buen día se presentó por casa mi amigo Mendizábal y le mostré el cuaderno, entusiasmado se lo llevó y quién te dice que con una inmensa paciencia los pone en orden y los transcribe a máquina. No contento con eso, los presenta a un concurso y gana el premio. Todo esto sin que yo sepa nada, hasta que no le quedó otra que informarme que yo había sido merecedor de un premio de poesía, casualmente por esos textos. El destino de ese libro era perderse para siempre, pero los libros como las personas a veces toman otro camino. Algunos textos de ese conjunto habían aparecido en el Dominical de El Comercio gracias a la generosidad de nuestro amigo Hugo bravo. Esos poemas los escribí, en el fondo, durante toda la vida desde cuando estaba en Arequipa. Hay uno de esos textos, caso como un soneto, que se publicó en la revista Trilce que diría el poeta Gibson, que fue una de las personas más estupendas que yo haya conocido en Lima. Pero, volvamos a la travesura de Mendizábal quien junta mis poemas, los ordena y hace un libro. Luego de toda esta peripecia he revisado los textos, restituyéndole algunas palabras que taché en la versión original o limpiándolos para bien. Pero al margen del libro, yo sé conscientemente que todo eso que está escrito allí ha sido mi vida. Yo me levantaba a las tres de la mañana y corregía. Cuando estaba en el Cusco, hace muchos años, escribí un poema exactamente igual al último que escribí, son como poemas gemelos. Uno es a una cosa y otro es a una persona. Incluso, Francisco Carrillo ha prometido publicar algunos poemas míos en su prestigiosa revista Haraui.
La vida
Tú sabes que yo desde los quince años de edad leía mucho, sobre todo cosas relacionadas con la psicología, el hipnotismo, la sugestión y la autosugestión; y más o menos a los diecisiete años a una prima mía, de manera especial, la hipnotizaba. Después en Arequipa hacía todo tipo de trabajos, a una señora por ejemplo que yo atendí dio a luz sin dolor. Aunque no me creas, yo atendí el parto, tuve que cortar el cordón umbilical, le quite la plascenta y le entregué a su niña. Tenía una cantidad de habilidades que las hacía, así, al aire, así de por sí. Sin duda, que yo aprendí todas estas cosas a través de mis lecturas. En la Biblioteca de Arequipa había leído un libro reciente, por entonces, de cómo se debía cortar el cordón umbilical y todas aquellas técnicas modernas relacionadas al parto.
Como ves, toda mi vida ha sido más bien la búsqueda de otra persona con quien comunicarme, con quien conversar. Casi siempre conversaba de poesía, aunque las otras personas entendieran por poesía algo totalmente distinto a lo que yo percibía como tal. Pero lo máximo que me pudo haber pasado es haber conocido a los escritores de toda nuestra generación, a quienes yo quiero mucho y admiro. Siempre ha sido en mí natural quererlos, con una gran ternura.
A estas alturas de mi vida recién me percato que yo no llegué, de ninguna manera, a configurar una personalidad profesional, una personalidad literaria en el sentido de que me sintiera responsable de esas “obras”, por decirlo así un poco entre comillas, un poco irónicamente. Cuando vi, por ejemplo, la edición de mis cuentos completos editados por Milla Batres me gustó porque sentía que todo aquello era parte de mi trabajo; sin embargo, me pareció exagerado en esa edición el hecho de colocarle tantas fotos. Eso me molestó mucho. A pesar de aquello, yo le guardo una inmensa gratitud a Milla Batres por haber elegido mi obra y editarla con un cariño estupendo y tan formidable.
Ahora –me parece que lo voy a repetir por segunda vez- creo que yo he sido un poeta. Sobre todo, en el sentido de cómo vive un poeta, cómo ha vivido un poeta y cómo debe vivir un poeta. Al respecto, no hace mucho encontré un documento de una charla que di en la Universidad Federico Villarreal, en una de esas hojas había anotado lo siguiente: “nosotros hemos elegido la pobreza”, esto me conmovió mucho. Por ejemplo, el filósofo Kant que fue un hombre muy pobre, sus amigos tuvieron que conseguirle un terno para ponérselo, eso a mí conmovía demasiado, como si yo fuera Kant. Cada persona que vivía de esa manera me parecía que era mi antecesora y que yo estaba en el camino de ellos. Pero, la ironía consiste en esto: el hecho de ser pobre a mí me calificaba como poeta, cuando lo que debía calificarme como poeta debía haber sido la escritura de la poesía, la búsqueda de la poesía a través de diversos caminos o vías o creencias. Pero lo cierto es que ahora estoy leyendo mis textos y tú no te imaginas la gracia que tienen algunos de ellos. El 70 por ciento puede ser que los queme, pero si se pierde el treinta por ciento restante sería de una gran pena porque hay una atención muy especial sobre los datos de la vida, de una vida que se confiesa. En el fondo, se trata de una confesión muy bella. A veces, hablo de algunos personajes, algunas anécdotas que he escuchado. Pero en general, esos textos tienen el propósito de expresar algo que he visto; pero por otro lado, tienen también el propósito legítimo de expresar algo con corrección y acercarme a esa corrección.
Gratitudes
Te confieso, mi querida Esperanza, que ahora estoy algo caído de energía, me parece que la voz está saliendo muy débil. Sin embargo, quiero señalar – para terminar– la gratitud que tengo para con Andrés Mendizábal a quien conocí cuando él era muy jovencito, por entonces era estudiante del colegio Melitón Carbajal, y en cuanto me conoció me hizo una entrevista, lo cual demostraba su interés por las letras. Con el tiempo, Andrés Mendizábal se ha convertido hasta ahora en una especie de hermano menor con quien he conversado, he viajado, he caminado; él ha madurado bastante y tiene un sentido práctico y objetivo de la vida. Mendizábal tienen la ternura, la elegancia, ese sentido antiguo de la amistad, esa manera que todavía está en algunos lugares del Perú, donde hay personas que te hablan con amor y se dirigen a ti con ternura, y que te escuchan y que te oyen con atención. Otra persona a quien guardo mucha gratitud es a Oswaldo Reynoso. A ti también, querida Esperanza, te guardo mucho cariño. Una cosa que tú no sabes es el hecho de que te escribí una carta desde Trujillo y no te la envié, es una carta de enamorado, aunque no aparezca tu nombre, esa carta es para ti. Todo esto quiere decir que yo he tenido miedo a entregarme a las otras personas. Ese miedo me ha dejado a medio camino de todas las cosas que pude haber hecho. En uno de mis poemas de Zora, imagen de la poesía escribo: “La eternidad está en su mirada””. Entonces, la eternidad está en un verso. “No está la eternidad en una lágrima”, digo en otro de mis poemas. Entonces, si la eternidad no se siente como el tiempo o el espacio sino como un sentimiento del tiempo y del espacio. Así que cuando tú tienes un sentimiento del infinito has tocado el infinito, cuando tú tienes un sentimiento de la divinidad has tocado la divinidad. Allí no hay ninguna contradicción lógica. Al darme cuenta de todo esto me siento bien. Dentro de todo este contexto, me parece que soy un hombre feliz, porque esto me permite a mí demostrar toda mi hombría. Y la hombría no consiste en soportar la vida ni en resignarse a la vida, sino a aceptar la realidad. Aceptar esta realidad supone resistir al máximo. Eso que se ha llamado una pelea, una lucha frontal frente a eso que llaman muerte, sin desesperación, con toda tranquilidad. Yo no he elegido a una persona, a un libro, a un autor. Yo no he elegido la vida que he llevado, a mí me ha sucedido todo esto. Sin embargo, las cosas que estuvieron en mis manos y junto a mí han sido legítimas. Creo que el poeta Eielson no se equivocaba cuando decía: “Yo buscaba a un dios personal y lo encontré en Rilke”, tremenda frase que me emocionó mucho. Sin saberlo, yo había leído la poesía de Rilke de rodillas, como quien ora. Quiere decir que eso me pasaba a mí pero no me daba cuenta, no sabía que me estaba pasando eso. Tengo, pues, gratitud por la vida. Gratitud a esa vida que no es de uno solo porque cuando uno nace, nacen miles, nace una sociedad, nace una cultura. Y uno es todo eso. Hasta cuando uno está en el vientre de la madre, uno ya va siendo los otros. Los otros te están haciendo a ti, te están siendo ser. Desde cuando uno sale a la luz del mundo y empieza a hablar ya está más allá de todo el camino de la vida porque estás en un mundo donde te ha recibido la Vida, pero la Vida no como una cosa biológica sino como una cosa cultural, como una cosa del espíritu. Los filósofos griegos Sócrates, Platón, Aristóteles y todos sus antecesores fueron los que a mí me dieron una visión particular de la vida. Una cosa que me impresionó mucho fue la afirmación del filósofo quien decía que con solo mirar la extensión del cielo supo que la divinidad era una. El hombre es siempre uno, la humanidad siempre es una. Todo lo que acabo de decirte está dicho, de alguna manera, en esos cuarenta o cincuenta poemas míos que andan por ahí.
UNA ENTRAÑABLE AMISTAD
Oswaldo Reynoso
Comencé a conocerlo de a pocos. Siempre lo veía pasar por las calles de Arequipa y la gente lo conocía porque tenía a su cargo un programa de poesía en la radio de la Universidad San Agustín.
El comienzo
La primera referencia concreta que tuve de él fue a través de mi hermano Juan. Mi hermano me contó que con unos amigos había tomado el llamado tren para la sierra –término que hasta hoy me causa gracia ya que los arequipeños, mis paisanos, se consideran habitantes de la costa- y que en la frontera entre Perú y Bolivia vio a Eleodoro en un restaurante con un poncho y un chullo, en actitud sospechosamente clandestina. Juan se acercó a saludarlo y Eleodoro le dijo que estaba de contrabandista. La sorpresa de mi hermano fue mayúscula cuando Vargas Vicuña le dijo que quería pasar de contrabando de Perú a Bolivia nada menos que sandías. Por lo general se pasa de contrabando objetos pequeños y de gran valor, las sandías eran todo lo contrario. Mi hermano Juan terminó el relato diciéndome: “Todo esto prueba que Eleodoro es un gran poeta”.
No sé en qué día y a qué hora ni en dónde comencé a conversar con el poeta. Lo que sí recuerdo con mucha precisión fue esa noche de junio de 1949 cuando sentados en un banco de la Plaza de Armas me leyó su cuento “El traslado”, y recuerdo ese encuentro por dos razones. La primera, probablemente porque el cuento estaba manuscrito en varios papeles que marcaban los dobleces puesto que éstos siempre los cargaba en el bolsillo. Había muchas correcciones. Desde entonces, en casi medio siglo de actividad narrativa, nunca he dejado de trabajar con dedicación y amor mis textos literarios, y hasta estoy por sostener que si hay que hablar de inspiración ésta no hay que encontrarla en el primer momento de la escritura sino en la plenitud de la corrección. En suma, esta actitud estética se la debo a Eleodoro. Lo segundo que me impresiono de aquella lectura bajo las estrellas de Arequipa fue el tono, digamos el dejo, que Eleodoro empleaba en este relato. Claro que en ese entonces yo era un joven de 17 ó 18 años y no entendía en su verdadero sentido lo que por intuición esa noche aprendí de mi amigo poeta.
Eleodoro siempre habló del sentido de la distancia en su acepción griega, la sabia distancia que debe haber entre las personas. Era amigo –amigo de verdad- pero siempre interponía una elegante y sabia distancia para conservar lo más valioso de un ser humano que es lo que en verdad se es. Era demasiado sensible, yo creo que hasta débil. En las noches de borrascas cerveceras caminado con un grupo de amigos por las calles del centro de Lima de pronto detenía la marcha y nos hacía descubrir la belleza de un balcón o de la luz de la noche y decía: “hay que tener ojos de ver”. Y a veces cuando sentía intensamente la belleza de las cosas, animado por el espíritu del vegetal, lloraba. Era como las arañas frágiles que para defenderse de los agravios del mundo teje su tela. Él tejía su poesía.
La agonía del poeta Eleodoro Varas Vicuña fue discreta y elegante. No fue aparatosa y de gran desorden como suelen ser las de cáncer terminal. Y así, discreta y elegante, fue su vida y su valiosa y original obra literaria. Durante su prolongada y lacerante enfermedad, prefirió guardar una sabia distancia frente a sus amigos y familiares.
El traslado
Son las ocho de la mañana del 11 de abril de 1997. Me despierta el timbre del teléfono. Ayer, día de mi cumpleaños, lo pasé al pie del lecho de agonía de mi compadre Eleodoro Vargas Vicuña. Durante varios meses, he visto cómo el cáncer consumía su cuerpo, mas no su espíritu de poeta. Hace días, tomándome la mano y haciendo un gran esfuerzo por hablar, me dijo: “Gracias, Oswaldo, por haberme enseñado a reír. Ya sabes, me entierran en Acobamba y nada de tristeza”. Me es difícil despertar. Estuve hasta el amanecer en el bar Superba. Cerveza y cerveza. Levanto el fono. Es la señora Victoria que entre sollozos me informa que acaba de fallecer su hermano Eleodoro y que se velará en el hospital Rebagliati. Me pide, por favor, que avise a los amigos. Mis ojos lagrimean y tomo un trago de ron a pico de botella. A las ocho y media, un amigo me pide que lo ponga en contacto con algún familiar de Eleodoro, pues tiene el encargo del director del Instituto Nacional de Cultura de ofrecer un salón del Museo de la Nación para el velatorio. Cumplo con el encargo. A las diez, me informan que la familia y dos amigos han trasladado el ataúd y la capilla ardiente del velatorio del Hospital al Museo de la Nación.
A las once de la mañana del día siguiente parto con el cortejo a Tarma. Se llega al atardecer. En esta ciudad hay una comitiva que desea que los restos de Eleodoro se velen en Tarma. La familia agradece. Pero se tiene que cumplir con el deseo del poeta. En Acobamba, los socios del Club Libertad nos conducen a su local. Se instala la capilla ardiente. Pero es tal la cantidad de gente que va llegando que se decide trasladar el velatorio al local del Concejo. Ahí, se vuelve a armar la capilla ardiente en un salón grande, oscuro y feo. Hay protestas y se busca al alcalde. Éste llega apresurado. Pide disculpas. Y nuevamente a desarmar la capilla ardiente para volverla a armar en el salón principal. Por fin, el ataúd reposa en una sala con arañas de cristal y muebles de madera negra de fino acabado.
A la mañana siguiente, se traslada el féretro a la Iglesia. Luego de los oficios, el cortejo se dirige a pie al cementerio. Después de los homenajes y discursos, se lleva el ataúd hasta un nicho. Pero se recuerda que Eleodoro ha pedido ser enterrado en una lomita que hay arriba del camposanto. De tal manera, decía el poeta, que si miras a la derecha, ves Acobamba, y si miras a la izquierda, la Floresta y hasta Tarma. Se saca el féretro del nicho y se le carga hasta la lomita. Ahí se le entierra con dos botellas de cerveza. Una negra y otra blanca. Es el pago de la apuesta que hace más de treinta años hizo con su hermano Marcelo, en el bar Palermo.
De vuelta a Lima de Acobamba veo, a través de la ventana del ómnibus, la Cantuta. De un solo trago seco la segunda botella de ron y una noche de junio de 1949, estoy con Eleodoro sentado en un banco de la Plaza de Armas de Arequipa. Me lee el cuento que acaba de escribir. Se llama “El traslado”, me dice. Ha trascurrido casi medio siglo y vuelvo a escuchar su hermosa voz esa noche de cielo claro, azul, de Arequipa: “Cambiamos de lugar, aun después de muertos”.
Fuente: revista La casa de cartón (Oxy) 13. Lima, primavera 1997
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[1] La primera edición de este libro fue bajo el nombre de Nahuín (Lima, Ausonia, 1953. Prólogo de Sebastián Salazar Bondy). Luego, sus cuentos completos fueron reeditados bajo el título de Ñahuin (Lima, Milla Batres, 1976. Prólogo de Washington Delgado).