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La otra literatura peruana
La  selva de los tunches, de Fernando Vicuña Aranda

César Ángeles Loayza


 


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El pasado  lunes 12 de mayo, asistí a la presentación de una nueva novela peruana, La  selva de los tunches (edit. San Marcos, dic. 2014), del joven escritor Fernando Vicuña (Tingo María, 1979). Ocurrió en el Centro Cultural de España (Lima). Lo hice por tres razones principales. En primer lugar, por mi amistad con su autor, quien, además de haber quedado finalista con esta obra en la III Bienal Internacional de Novela COPÉ (2011, que ganó el escritor chimbotano Fernando Cueto), ha sido mi fugaz alumno universitario en su ciudad natal, hace algunos años. En dicha oportunidad, no solo pude apreciar a un muchacho interesado y predispuesto para la imaginación literaria, sino también su calidad personal, su sentido del humor, y esa tímida madurez que caracteriza a mucha gente que habita territorios menos avasallados y neuróticos que la capital de este no-país. Él me  ayudó, además, a conocer algo mejor la selva, en momentos gratos durante los días que pasé en ‘Tingo’.

La segunda razón, conectada con lo anterior, fue mi interés por esa otra literatura peruana que aborda situaciones, personajes, temáticas y tradiciones muy diferentes a las costeñas. Además, en los cursos que he tenido ocasión de conducir, he procurado incluir lecturas y panoramas acerca de aquella literatura usualmente desplazada o ignorada en los planes escolares e incluso universitarios: la que se hace y reproduce en diversos lugares de este territorio; como, por ejemplo, los pueblos y ciudades de la selva peruana. Mi conocimiento de esta tradición es escaso, como suele ocurrir a quienes habitan la ciudad letrada de lima. Recuerdo ahora, al vuelo, la obra de Francisco Izquierdo Ríos, la novelística en clave mítico-poética de César Calvo (destacado poeta del 60 e hijo del pintor César Calvo de Araujo, un pionero en pintar la Amazonía); los grandes frescos narrativos, ambientados en la selva y plenos de oralidad popular, de Ciro Alegría; Sangama, de Arturo D. Hernández, y ese hermoso libro de cuentos que es El arco y la flecha, de Luis Urteaga Cabrera (un fruto literario de su convivencia con tribus y comunidades selváticas al realizar investigaciones académicas).

Es sobre este rico trasfondo cultural y tradición literaria que cabe apreciar la primera obra de F. Vicuña, en tanto aporte original y propio de la cosmovisión mítico-mágica en la Amazonía desde una zona como la selva de Huánuco (Tingo María) y alrededores.

La tercera y última razón era que, en la mesa de presentadores, iba a estar el amigo y maestro Oswaldo Reynoso  (Arequipa, 1931), quien no solo ha presentado, también, dos libros míos, sino que es un escritor y conferencista agudo, honesto, y que no acostumbra disimular sus pensamientos ni sus críticas, como suele hacerse por estas orillas. Así que, con estas tres razones básicas, me vi en la imperiosa necesidad de asistir a la referida velada. Por supuesto, todo estuvo bastante bien: el acto en sí, las palabras de presentación (en la mesa, junto a Fernando y Oswaldo, habló también el joven poeta Jorge Flores Inga, quien inició el acto con inteligencia, sensibilidad y humor, además de aportar una empática experiencia personal como lector de novelas, y de esta novela en particular).

Como se sabe (o se dice), la literatura es un arte, y en tal sentido es notable cuando, quien publica un libro, no solo compromete vida en su escritura, sino que acompaña el proceso de su publicación y divulgación. Es decir, cuando involucra la emoción del autor en los diversos pasos que todo nuevo libro debe recorrer para llegar a sus potenciales destinatarios. En tal sentido, celebré que Fernando y su equipo hubiesen preparado una variada presentación. Lo digo porque, durante las intervenciones de cada integrante de la mesa, se proyectaron breves videos que nos permitieron tener cierta idea plástica de esta novela: mediante la lectura oral de algunos pasajes y los dibujos del propio autor (Vicuña es, además, artista gráfico) que han sido concebidos a partir de esta obra. En dichas proyecciones, además, se ambientó la acústica de la selva. Al final, hubo la acostumbrada firma de libros y fotos con parte del público.

Pero además, Fernando Vicuña no solo ilustró algunos ejes temáticos y estilísticos de su novela, sino que brindó el testimonio de que la había empezado a escribir, hacía años, como un salvavidas contra un fuerte estado de crisis personal por el que pasaba. Por un momento, se me vino a la memoria el drama de José María Arguedas (quien también emigró hacia la costa y la capital del país, pero desde la sierra andina), cuando, al final de su vida, y próximo al tercer y final intento de suicidio, emprendió, como tabla de salvación momentánea, la recreación documentada y novelesca de Chimbote durante el llamado ‘boom’ de la pesca. De manera afín a la experiencia de Fernando, una parte de la mitología peruana lo acompañó en dicha travesía novelesca: en su caso, los mitos de Huarochiri y, en particular, los zorros tutelares que dialogan entre sí sobre la epopeya creativa y vital de este autor en crisis terminal.

Evidentemente, el caso y el universo de Fernando V. son diferentes; pero, como Arguedas, también se abrazó a su tierra, a sus historias orales y populares, y a los hombres y mujeres (y a los tunches: espíritus) que las cuentan, para salir adelante. En su caso, a diferencia del célebre escritor andahuaylino, lo consiguió (al menos, hasta ahora). Fue esta la nota más sensible y directa de la intervención de Fernando Vicuña; o fue, en todo caso, uno de los momentos que me tocó, en particular, durante su intervención.

Cierro esta rápida crónica refiriéndome a algunas ideas que dejó flotando en el aire Oswaldo Reynoso. Dijo varias, pero empezó haciendo pública su crítica acerca de la participación del Perú en citas literarias internacionales, donde, según dijo –y es verdad– van como delegación de la literatura peruana escritores que o radican en el extranjero, o son mediáticos, o tienen vínculos estrechos con las editoriales transnacionales. Reconoció que a él también, a veces, lo han invitado; pero que en cada cita elevó la misma crítica, debido a que la vasta literatura que se hace y consume fuera de dichos círculos no halla representación en esas delegaciones oficiales de escritores: por ejemplo, la literatura quechua, aymara, la de lenguas amazónicas, la afro, entre otras. De ahí que, de saque, calificó la publicación de la novela de F. Vicuña como un  “acontecimiento literario”.

Otra cuestión importante mencionada por Reynoso se refiere a la literatura y la novela en sí mismas. Dijo que, cuando le preguntan de qué tratan sus novelas, él responde que ‘no tratan’, que eso está bien para un ensayo, una investigación académica, etcétera; pero que la literatura es esencialmente un trabajo estético, de expresión. Se refirió también a la poesía que debe haber en el lenguaje narrativo; algo que, por cierto, se aprecia en cualquiera de los libros que ha publicado. No en balde, además, se estrenó con un libro de poesía proféticamente titulado Luzbel: a  este escritor y docente arequipeño se lo ha acusado ene veces de corromper las buenas costumbres entre los jóvenes. Ante lo cual, y usando su propia retórica, se caga olímpicamente. Reynoso ha sido y es aún, sin duda, uno de nuestros escritores más polémicos, originales y epatantes para las coordenadas timoratas e hipócritas del país oficial. De ahí que suele ser convocado por los escritores jóvenes para que presente sus libros, o simplemente para escuchar sus comentarios acerca de sus procesos personales.

Lo que dijo acerca de la novela La selva de los tunches también fue un aporte, en el sentido que destacó las condiciones narrativas de su autor, y alabó su caracterización del ambiente y los personajes populares de la amazonía; durante ese vaivén del protagonista migrante (un alter ego del autor), que retorna de Lima a Tingo María para que un anciano le narré la vida e historias del lugar natal. Asimismo, destacó la musicalidad de este lenguaje novelesco; de tal manera que se puede escuchar a los personajes en estas páginas, aun leyéndolas en silencio (casi, pienso, como escribir en el aire,según el célebre verso de César Vallejo, o sonar en el papel).

Al final, cuando acompañé a Oswaldo R. a  tomar un taxi, me dijo que había olvidado añadir que Fernando era un buen escritor. Le dije que eso había quedado claro en su intervención. A una cuadra del centro cultural, inscrito con letras blancas en el suelo, vimos un graffiti (de esos que alteran el sueño amarillo al actual alcalde limensis) donde, entre faltas ortográficas propias de una escritura que habla, se leía un rendido agradecimiento, al parecer de una madre, por salvar a su hijo Oswaldo de una muerte segura. Las palabras se desenvolvían como un arroyo de fe sobre el pavimento, y ambos las leímos sorprendidos. Hablamos un poco de otros narradores actuales y luego nos despedimos.

Pero en su intervención, además, lanzó un reto para Fernando Vicuña, que este, al parecer, ha recogido. Dijo que su novela estaba llena de riquezas culturales referidas a la imaginación y experiencias vitales desde la amazonia peruana. Que es obvio que los jóvenes de ahora no leerán sus 530 páginas, y que por eso, para no alejarla de las escuelas ni de ellos, le proponía extraer algunas historias y personajes de esta obra, sin hacerles mayores cambios, y publicarlos en volúmenes breves para que se difundan en los colegios del país. De esta manera, la leerían más adolescentes y conocerán mejor esta tradición cultural-literaria que suele ser dejada de lado en los programas escolares, como el plan lector por ejemplo. Y contribuirá a subsanar una ignorancia antigua acerca de lo que sucede fuera de Lima, que es el centro de poder oficial desde la conquista –corrigió–, desde la invasión española (lo que resonó en paredes del local donde estábamos reunidos).

Aquella última idea me pareció muy oportuna. Es verdad, cuánta falta hace divulgar mejor la buena literatura que se produce fuera de la capital o fuera de los círculos de poder editorial (locales o foráneos), sobre todo entre la juventud escolar y universitaria. Es importante tarea, más aún en esta época donde la dimensión autista-electrónica de la cotidianeidad contemporánea, junto con una prensa y televisión nativas que ya han merecido el apelativo de ‘basura’, coadyuvan para aplanar la imaginación crítica y la creatividad. Y Reynoso no estaba hablando por hablar: parte de su trabajo como escritor (itinerante, nómada) es difundir por colegios y lugares diversos del país su propia obra, en ediciones baratas y bien cuidadas, autopirateándose inclusive, para que sus libros estén al alcance  de la mayoría.

Por todo lo expresado, celebro la primera novela de Fernando Vicuña, quien me la ha obsequiado amablemente. Debo darme el tiempo necesario para leerla con atención, como hay que leer a un joven escritor de un país que cada vez estalla más, al pie del orbe, con sus anchos ríos y sus hombres y mujeres alzados. “¿Has visto lo de Arequipa? ¿Y cómo lo han sacado a Humala en YouTube cuando decía, en su campaña presidencial, lo contrario a lo que ahora hace con las mineras?”. Esto me dijo, sonriente, Oswaldo Reynoso antes de partir. La noche terminaba. La Arequipa avenue había cobrado la forma de un largo y ancho río, o de un lagarto inmenso y oscuro, por cuyo interior caminé varias cuadras pensando en todo y más de lo que vi y he escrito.


 

Dos Fragmentos de La selva de los Tunches


1

“Con la mañana entrando por la puerta y las ventanas, Manuel va estudiando con la mirada soñolienta, el ambiente en el que se halla. El cantar de los pajarillos le añade una visión distinta al entorno, tan diferente a lo que había observado en la víspera, en medio del manto sombrío de la noche, iluminado vagamente por la débil luz que prestaba el candil. La cabaña del anciano es un lugar en donde no existen divisiones estilísticas, sino que todo: dormitorio, cocina, recibidor y almacén, se mezclan entre sí, dándole al interior un estilo austero y descuidado. La luminosidad del día desvela del todo la precariedad y el abandono en el que la vida del anciano se ha sumido en todos estos años. Vaya miseria que era el lugar: cacerolas y cucharones viejos colgando del tabique que da a la cocinita a leña; un desorden de ropas encima de una cómoda viejísima y apolillada, el candil sobre un antiguo velador, tres ollitas de barro y dos tazas de latón sobre la mesa; piso de tierra apisonada, una estera enrollada y arrimada en uno de los parapetos, mientras que en el tabique del frente pende un pequeño espejo deteriorado, y también hay que fijarse en las ventanas cubiertas con malla metálica, que poseen en sus flancos cortinas rotosas y mugrientas. La morada del viejo Mashico es la escenificación misma de la “dejadez” en el que cualquier mortal puede caer o elegir vivir el día menos pensado, vegetando en las penurias materiales que se aprecian en el contexto y que anteceden a la pobreza espiritual de quien ha optado existir en medio de tanto abandono”.   (Fragmento)


2

“Manuel ha dejado de ver con expresión pensativa el entorno y ha comenzado a escribir en el cuaderno algunas ideas que de pronto le han surgido. De cuando en cuando, espanta a manotazos a los molestos mosquitos que no le dan tregua, percibe el zumbido de un insecto que ha pasado rozando su oreja velozmente; una brisa refrescante lo adormece y agita las hojas del árbol que le presta sombra, pero de pronto, levantando la vista, se entera de que hay loritos que chillan y saltan en la cresta frondosa del mismo.

Es curioso, pero a veces en días luminosos como este pareciera que, de milagro, los temores que han acechado en noches pasadas han ido perdiendo vigencia, cuerpo, firmeza. Pero no es así; pues solo basta ser testigo de cómo va muriendo la tarde, y ver cómo de la tierra se va desprendiendo esa neblina espeluznante, para caer en cuenta de que los miedos no desaparecen. No, claro que no. En lugares tan extraños como estos, los miedos solo invernan de día, para despertar más agresivos y renovados cuando la oscuridad de la noche (tan llena de misterios y ruidos sobrecogedores) vuelve a reinar. Pero en parte, puede que el padre Bonifacio tenga razón. Siempre la fantasía popular es retocada por la justa medida de sus pobladores para infundir el temor. Cada uno engrandece sus relatos, historias y miedos, según sus vivencias e imaginaciones. “No creas en nada, pero cuídate de todo”, le había dicho el curita aquella tarde en que lo había ido a visitar”.
(Fragmento)

 

(Manuel Panduro es el protagonista y narrador de esta novela: natural de Lima, llega a Quishicoto, una comunidad joven en plena selva de Huánuco, empujado por la decisión de ir en busca de su abuelo, quien se halla en dicho lugar hace varios años alejado de los suyos, con el fin de registrar y hacer un compilado de todas las aventuras que este le relataba cuando él y su hermano eran pequeños. Vivencias reales, según don Mashico, en donde los mitos y leyendas amazónicas juegan un papel muy importante, aportándole cierta atmósfera de fantasía y misterio a cada una de sus narraciones).

 

 

Link recomendado:
video completo de la presentación de la novela "La selva de los Tunches"
http://youtu.be/-jed9-7HdmA

 


 



 

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