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CRÓNICA DE UN ENCUENTRO LIMENSIS DE VERANO

César Ángeles Loayza



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Conocí a “Juan Panadero” hace algunos pocos años, en un verano en Punta Hermosa (Kmt.35 de la Panamericana Sur): la playa de mi infancia, donde unos tíos paternos tenían una linda casa, de estilo rústico y frente a la isla del balneario, que heredaron mis tres primos. Esa playa, además de su fama surfista, es, en verdad, lugar de contrastes, ya que su largo malecón se puede recorrer tranquilamente a cualquier hora, entre un heterogéneo desfile de personas de diferente precedencia y posición. Esto, por cierto, no resta que sea un balneario con casas y edificios lujosos, como que en una de esas mansiones se rodó parte de la película Dioses (dedicado a la semifeudal burguesía nativa), del buen director peruano Josué Méndez. Sin embargo, en la primera pista que entra al balneario (viniendo de Lima), se abre otro espacio de condición más asequible y popular, con restaurantes, bares, tiendas, licorerías, hotelitos y mercado incluido.

Punta Hermosa tiene tres sectores que conozco: la pequeña y calma playa al pie de la isla, donde hay rocas y peñascos que fungen de rompeolas natural; la colindante playa más popular y extensa, donde ya se aprecia el surfing, que es la más concurrida sobre todo en feriados y fines de semana; y, por último, el sector de playa algo más alejado donde se halla el Club Náutico y algunas residencias ambientadas para la ocasión marina. En esta última zona, además, se han levantado edificios más modernos y recientes. Debo decir que es aquí donde suelo recalar en verano, sobre todo porque la presencia del club facilita hielo para prepararse, uno mismo, buenos cubalibres baratos luego de la ritual faena en el mar (sendos clavaditos entre las olas, por ejemplo). Y porque, cuando se pone el sol, los robustos y desconfiados guachimanes del club se marchan, y así he podido entrar varias veces a seguirla dentro (sin ser socio ni nada), y de paso ducharme.

Pero al pan pan y al ron ron: en Pta. Hermosa, decía, conocí a un peculiar panadero ambulante, de 1,94 mt., argentino y ex futbolista, que recorría las calles (asfaltadas o de tierra) de aquel balneario con una gran cesta de mimbre al hombro, ofreciendo panes artesanales hechos por él mismo (asistido por su pareja peruana, según me contó), con lúdicos pregones a toda voz: “¡Coma y comente, el mejor pan del continente!”, o: “¡Ya llegó Juan Panadero, el mejor pan del mundo entero!”. La oferta es surtida: generosos panes rellenos con jamón, queso, cebolla y aceitunas variadas; pero quizá la estrella, al menos para limeñas dulceras como Camila (la carismática hija de 14 años de mi amiga Ana y Moises: limeño-playera reencarnación este del buen Norman Bates), fue, noche memorable, el pan con nutela: considerable bocado de pan relleno de puro chocolate. La adolescente lo definió como un orgasmo bucal. Nada que agregar.

A Juan lo vi otras veces, sonriendo, literalmente, por todo lo alto. Algunas pocas dialogamos, y siempre dijimos para vernos de alguna u otra manera. Hace días, sin embargo, en pleno invierno limensis, nos topamos en un chifa de barrio miraflorino donde, sin saberlo, somos habitúes: el único chifa de la calle Tarata, donde suelo ir en memoria de mis formativos años 80, y también por sus cabinas de Internet madrugadoras (en mi departamento no uso Internet ni TV). Luego de los saludos y bromas respectivos, quedamos en vernos, algo que ocurrió días después, y otra vez de manera casual (aunque un amigo catalán me dijo, hace años, que no existían coincidencias sino confluencias) en el mismo chifa y con la misma sopa wantán.

Esta conversa fue mejor, porque me enteré de que Juan, además de ser conocido panadero artesanal ambulante, tiene muchos contactos en tiendas y negocios donde deja su mercadería de harina, y que, además de haber jugado en la segunda división del fútbol argentino, así como en este país cuando arribó con su novia peruana, es también curador de arte. Su familia ha estado vinculada a quehaceres culturales, aun cuando los tiempos (dictadura militar mediante) los condujesen al exilio y rotar por diversos países y ciudades. Así que, sorprendido de las múltiples facetas de “Juan Panadero”, decidí caminar juntos unas cuadras y, de paso, tomarnos unas fotos mientras comprábamos viandas. Luego, recalamos en una cabina de Internet, donde me mostró algunas de sus muestras y presentaciones en Europa, y yo le hice ver algunos videos de nuestro común amigo Juan Javier Salazar. Me enteré, además,  de que ha conocido a varios artistas y poetas amigos-as míos. Uno de sus proyectos es fundar, en Sudamérica, una liga de fútbol afrolatinoamericano. Me dijo algo aún más raro: que tenía descendencia afro, que su tupido pelo era un rastro de aquello. Yo ni idea de que en Argentina hubiese afroargentinos, pero sí los había. Con aquel objetivo, había visitado Chincha, para detectar, y apoyar, a buenos y desconocidos futbolistas en ciernes.

En fin, tanta historia en solo un par de horas. Será porque lee poesía y Rafael Alberti lo inspiró para su apelativo y pregones, o porque amasa pan y sonríe,  no me fue difícil hablar con alguien que apenas conozco: un hombre afable que pareciera una versión contemporánea del gigante de Paruro, ensamblado de carne, harina y huesos, pero que, como vindicando la dura historia del indígena cuzqueño, va aliviando el hambre de la mucha y variada gente que deambula herida por este continente.


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Crónica de un encuentro limensis de verano.
Por César Ángeles Loayza