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TODO A VELOCIDAD MÁXIMA
GOØ Y EL AMOR
Claudia Apablaza. Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2013; La Calabaza del Diablo, Santiago, 2014

Por César Gutiérrez




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Es una azotea, la pintura se descascara como la piel de un muerto. Es el tiempo y el salitre del mar contiguo. Es 2012 y es La Habana y estamos deliberando con las 10 novelas finalistas. Un precioso Habana Club hierve a 35°C a la sombra. Pero como no hay mucho que deliberar me pongo al teclado y escribo: “acta del premio alba narrativa: otorgamos el primer lugar para GOØ y el amor por su novedosa manera de tratar un tema universal y eterno como el amor mediante un discurso de género desmitificador en el que se ponen de manifiesto las paradojas de la comunicación en el mundo contemporáneo con un lenguaje poético y conmovedor”.

Luego elevamos una copa en tu honor, Claudia (aunque entonces nadie sabía que eras tú, Claudia). Y luego me fui a mirar el mar y a beber la botella a pico. Hasta que dos chicas extremadamente amables me abordaron. Y así fue como media hora después hice mi ingreso al castillo de Reina María Rodríguez, la poeta de Cuba, con esas dos preciosas señoritas jineteras: la elegante cena para Sergio Pitol estaba lista.

De esa manera festejé el triunfo de GOØy el amor. Triunfo que se había gestado volando sobre el caribe atómico frente a mi laptop. Leyendo su primera versión, que tiene 80 páginas más. Y he aquí el triunfo de ese segundo escritor que todos llevamos adentro. El corrector. El que no se puede equivocar. El que gobierna este imperio de lo efímero. El que sabe que todos los libros se escriben al infinito. Que ninguna obra obra está terminada. Porque todo libro es el borrador de otro que jamás alcanzaremos a publicar.

Y eso es doblemente plausible en esta novela porque esta novela, precisamente, representa la fugacidad. La estrategia de tránsito de musa a poeta y de poeta a prosista que escribe como niña, como amante, como madre a futuro y como mujer sin futuro de madre.

Todo a velocidad máxima.

Porque no solo se trata de escribir que se ama sino cómo se ama. Apablaza es dueña  de su tiempo y escribe instrumentalizando el poder de la electrónica. Twitteando. Escuchando a Pearl Jam. Haciendo búsquedas avanzadas en google. Fisgoneando en redtube free porn sex videos (gracias por el link). Chateando en el viejo msn. Buscando sexo. Besos sin sexo. Amor sin besos. Enviando sms. Saturando el Facebook. Fatigando el traductor de google. Escudriñando en su caché por si algo se ha borrado.

Y con el bajo continuo de Sonic Youth, Massive Attack y el mejor David Bowie, organiza esta novela a manera de una autobiografía de amores literarios en tonalidades que van de Delmira Agustini a Alfonsina Storni, de María Victoria Suárez a Sor Juana Inés de la Cruz.

Todo lo cual hace de este libro un artefacto polifórmico. Polisígnico. Un libro que, además, responde por qué el discurso amoroso es un discurso esencialmente metafórico donde toda interpretación es provisional. Un discurso del momento y, por tanto, del absoluto: totalizante en su precariedad, inmanente en su coyuntura.

O como la propia autora escribe, citando a Kristeva: "el amor es algo de lo que se habla, y no es más que eso: los poetas siempre lo han sabido".

Así pues, en GOØ... El amor es más la elipsis que la metáfora, la última forma de su condensación antes de la afasia.

Leyéndola por primera vez en ese avión que atraviesa el caribe atómico y por segunda vez ahora en Arequipa, sentado en una clínica, esperando que le abran el vientre a mi chica y aparezca nuestro bebé nuclear, siempre me he imaginado a la señorita Apablaza sentada frente a una pantalla de computador. Sentada como una flor mojada que se abre y comienza a soltar su aroma.

Sospecho que así fue como hizo florecer sus libros autoformato (2006), Siempre te creíste la Virginia Woolf (2011), Hija ilegal: De Bolaño a Nicanor (2009), Todos piensan que soy un faquir (2013) y EME / A: La tristeza de la no historia (2010), su novela inmediatamente anterior.

Siempre he pensado que apenas googlea “amor”, Claudia se convierte en Sylvia Plath, en Ted Hughes. Y entonces lo que se derrama de su cráneo es un banquete vanguardista de verso corto y aliento largo. Un texto fabricado con desquiciada omnipotencia y especialmente plausible en el rush final de este libro: la condensación de un erotismo descarnado, fragmentado, intertextual y subversivo.

El diario escrito por un príncipe sin tiempo y sin máscara a una princesa que sabe que antes fue rana. Que le devolverá el zapato que encontró en la escalera. Que le quitará la manzana envenenada de la boca. Que luego le dirá: mi amor. Y sentirá un poco de asco por eso. Pero que finalmente le dará un beso en los labios y le hará el amor con una pastilla post coital sobre la almohada.

Una princesa para quien la búsqueda del amor verdadero es una obsesión que la tensa y nos tensa en su placentera destrucción. Una heroína que vive con la sangre puesta goteando encima de las cosas. Cuando toca los metales. Cuando escudriña en las miradas y seduce con su verbo en movimiento. Cuando toca el cuerpo amado como se toca un objeto sagrado. Desnuda. Flotando ya sin peso. Envuelta en el aroma de su propia belleza.



 



 

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